CENIE · 17 Junio 2022

¿Tiene mi abuelo derecho a la ciudad?

Hace poco fue el cumpleaños de mi abuelo y salimos a pasear por su barrio, que fue también el mío hasta que cumplí 17 años. Aunque sigo yendo de vez en cuando, la verdad es que cuando voy a verle no salimos a pasear, así que veo el barrio con mis ojos: los de la urgencia en la ciudad, los de la prisa, los de la rapidez que me permiten mis pies. Paso por las calles que me llevan desde el metro hasta su casa o la miro desde los ojos del coche si voy con mi padre. Me fijo en los espacios que me llevan a mis recuerdos y en cómo ha cambiado el color o los nombres de los comercios y cuáles han sido capaces de sobrevivir al paso del tiempo. 

Durante este último paseo con mi abuelo me tocó verlo de otra forma. No con sus ojos, sino con los de alguien que no quiere que su abuelo se tropiece y se caiga. Sin duda, fue otra experiencia del mismo espacio. Ir a comprar a la farmacia me pareció un auténtico deporte de riesgo para un nonagenario. En ese momento, mientras me adaptaba al caminar lento de este señor de 94 añazos, me vino a la mente la idea (la necesidad) de escribir este post: ¿Tiene mi abuelo derecho a la ciudad? 

Os voy a decir que no caminamos una gran distancia en el pequeño paseo, pero sí que fue difícil. Mi abuelo cada vez camina más despacio, sus pasos son más cortos y su conciencia espacial es muy diferente de cuando era más joven. Su sentido del equilibrio ha cambiado y responde con más lentitud al que va corriendo y pasa muy cerca, o al cambio de entramado de la calle. No necesita un bastón, ni un andador, pero depende mucho más del estado de conservación del pavimento, por ejemplo, para mantener el equilibrio y no caer. 

En Palomeras (distrito puente de Vallecas), el barrio donde crecí, el pavimento parece ser el mismo que cuando tenía yo 14 años, independientemente de cómo se haya conservado en estos tiempos (spoiler: mal). Me enfadó, sinceramente, ver que los bancos fuesen los mismos en los que recuerdo jugar a las cartas, pero con grietas (eran de cemento, sin respaldo, incomodísimos para alguien que no tenga 14 años), muy mal conservados. Los árboles, más grandes con el paso del tiempo y a los que se agradece cierta protección del calor, habían levantado el pavimento y había que estar atento para no tropezar. En realidad, el problema no era tanto de los árboles como de los alcorques, que se han ido degradando y en los que es fácil tropezar. No dudo que fueran super novedosos en los 90, cuando se plantaron árboles con nombre de niño (aunque las placas de cerámica que recogen sus nombres dejaron de ser legibles hace tiempo), pero necesitan ser repensados, modificados. Reparados, sin ir más lejos. 

Si os digo que esta avenida es de aceras anchas (aunque de pavimento destrozado) en la calle de mi abuelo no tenemos tanta suerte: las aceras son muy, muy estrechas, resultado de un diseño de los años 60 que ahora es difícil modificar sin destruir y volver a construir. Bueno, habría una forma de modificarlo si no fuese necesario recurrir a los bolardos, pero para eso tendríamos que colaborar todos y en eso, parece que no estamos por la labor (un momento, que ahora vamos sobre esto). En estas calles, estrechas, las aceras resultan inaccesibles. No solo para mi abuelo, sino para mí misma. Los jardincillos que hay entre portales están cuidados, pero no así las plantas “silvestres” que se han hecho paso entre los adoquines y que han crecido hasta conformar una pequeña selva urbana y rebelde.

El otro gran problema (y de aquí mi afirmación de que no estamos por la labor) es responsable de numerosos golpes en rodillas ajenas: los bolardos o pivotes que impiden que los coches aparquen. Si no fuesen necesarios, podríamos hacer una calzada única, sin alturas ni división entre acera y calzada. Pero si en esta calle tan estrecha ha sido necesario poner pivotes en las mini aceras es para que no los coches no invadan las aceras. Y aquí, la culpa no es de una administración que se olvida de algunos barrios y de algunos usuarios del espacio urbano, sino de todos y cada uno de nosotros cuando no nos parece mal aparcar subidos a la acera, cuando dificultamos el paso a personas con problemas de movilidad, a las que llevan un carrito, a los niños pequeños y a los vecinos más mayores. 

El caso es que os puedo decir que fue un camino corto en distancia (lo celebramos en la churrería, comiendo chocolate con churros, que a mi abuelo le encanta) pero largo en el tiempo y…estresante. Fui en tensión todo el rato, siendo consciente también de cuánto le ha afectado a mi abuelo el salir menos a la calle y de cuántos peligros reviste un camino normal y corriente. Estresante, intentando evitar los tramos de calle más dañados, los tropiezos, las caídas en su barrio de toda la vida. ¿Tiene mi abuelo derecho a pasear por su barrio? ¿A ir solo a la farmacia, sin alguien que le coja del brazo para evitar un traspiés en un socavón que la administración no repara? 

Aunque mi abuelo hace lo que le da la gana, le insistimos en que no se vaya solo lejos del barrio. En una de sus últimas aventuras (esas que te dice que no va a realizar, claro) tropezó con una acera en mal estado, se cayó y se hizo una herida. Mi padre se enfadó mucho: “¿Cómo se te ocurre ir solo?”. Y, entendiendo a mi padre, su preocupación y su enfado, ¿fue responsabilidad de mi abuelo por salir de su entorno conocido, ese que se supone que es más seguro pero que hemos visto que no lo es? El problema que veo aquí es que el hecho de que la ciudad no esté adaptada a personas con problemas de movilidad (aunque en el punto en el que él cayó, fácilmente podría haberlo hecho yo) no solo nos somete a riesgo, sino que finalmente nos impide usarlo como nos gustaría, paseando solos, por ejemplo.  Sin espacios seguros estamos castigando a las personas mayores a quedarse en casa. 

El contexto físico y espacial influencia a las personas a lo largo de todo el curso de vida y llega a determinar cómo envejecemos y cómo respondemos a las enfermedades, a la pérdida de funciones y otras formas de pérdida y adversidad que podemos experimentar en la vejez, pero también en otros periodos vitales en los que nuestra movilidad o nuestro equilibrio no es el mismo (una operación, una torcedura de tobillo). También nos afecta a la hora de poder ejercer cuidados y no nos permite usar algunas calles si llevamos, por ejemplo, un carrito de bebé. O una silla de ruedas. Para que la influencia del entorno sea positiva en la vejez (y en cualquier otro momento de la vida) es necesario que el espacio urbano sea capaz de dar respuesta a las necesidades cambiantes de las personas y no se convierta en un impedimento para su participación social. 

La configuración del espacio urbano y su accesibilidad son clave para la resignificación en positivo de la vejez, pero también para que esta etapa se viva en salud. Si el espacio no permite una adaptación adecuada de la persona mayor, se convertirá en fuente de estrés. De alguna manera, todos negociamos a diario entre nuestras capacidades físicas y de movilidad y las condiciones del espacio. Cuando la negociación entre las características del espacio y nuestras propias necesidades y capacidades físicas resulta negativa, tendemos a desarrollar un menor apego al espacio (menor deseo de estar en él) o un apego ambivalente. Esto contribuye a un mayor aislamiento y produce un efecto muy negativo sobre el autoconcepto, pues nos sentiremos vencidos e incapaces, cuando en realidad es el espacio el que nos está expulsando de su uso. Si el esfuerzo de adaptación es excesivo para la persona, dejará de desear usar el espacio público, lo que limitará sus interacciones sociales. Esto disminuye el uso del espacio público por parte de las personas mayores (y tantas otras de todas las edades) lo que reducirá la cantidad y calidad de las interacciones en el espacio social de la ciudad, produciendo además una segregación etaria en el espacio urbano y agravando la discriminación por edad. 

Además de las consecuencias negativas sobre su salud, si una persona no puede salir a la calle con normalidad, incrementará su propensión a sufrir soledad. Tendemos a asumir que la soledad es fruto exclusivo de los comportamientos y actitudes de una sociedad más individualista, cuando es el propio espacio urbano el que les está condenando a no poder salir a relacionarse a la calle. Somos sensibles con la soledad y sabemos que es un mal que hay que evitar, pero se nos olvida cuando aparcamos el coche “un poquito” subido en la acera para evitar aparcar más lejos o cuando pisamos “otro poquito” el paso de peatones, justo donde comienza la rampa de acceso, o cuando no nos damos cuenta de que el escalón de nuestra furgoneta ocupa la mitad de la acera. Nos quejábamos mucho de lo aislados que estábamos en la pandemia, cuando no podíamos bajar a la calle, pero se nos olvidan las personas que viven siempre así, aunque no estén amenazados por un virus o una pandemia.  

No vale criticar a la sociedad individualista que permite la soledad de las personas mayores cuando, a la vez, estamos condenando a personas a permanecer en sus viviendas porque el espacio urbano no se adapta a sus necesidades. No vale decir que nos importan las personas mayores, que la soledad es un gran mal y después condenarlas a permanecer en sus casas porque no invertimos en el espacio público. No vale querer recortar las fuentes de ingresos que van dirigidas a mejorar lo que será de todos. Las calles, el espacio público, también necesita de los impuestos para adecuarse a las necesidades de todas las personas 

Un entorno adecuado y que responde a las necesidades de la población es clave para el establecimiento de nexos sociales y para aprovechar el potencial de todas las personas que componen nuestra sociedad. Según esté configurado el espacio podremos (o no) darle un sentido diferente a nuestra forma de relacionarnos con el mundo exterior. Y según esté conservado (o no) podremos usar ese espacio (o no). Sobre el diseño urbano se habla algo más; sobre la conservación del espacio público (incluso del pavimento) o cuestiones similares creo que hablamos menos. Pues vamos a tener que darle un buen repaso, sin duda. 

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