CENIE · 18 Abril 2022

Vejez y envejecimiento, ¿es lo mismo?

En 2018 hablé por primera vez con el Centro Internacional sobre el Envejecimiento. Me entusiasmó lo que hacían y la posibilidad de formar parte de ello. De forma muy sintetizada, nació el blog y en enero de 2019 se publicó el primer post, sobre La nueva Vejez. Una de las ideas transversales de Envejecer en sociedad es la de acabar con las creencias negativas sobre esta etapa, una etapa cada vez más larga de nuestra vida, que necesita ser resignificada y reconceptualizada. El objetivo será poder dar visibilidad a una nueva –o renovada– experiencia de la vejez, luchando contra el edadismo tanto propio como social. Y apunto al edadismo propio o “autoedadismo” porque muchas veces somos nosotros mismos quienes nos “autodiscriminamos”. Lo hacemos cuando asumimos que es nuestra edad la que nos condiciona e impide hacer determinadas cosas, la que nos limita. Tiramos de “autoedadismo” cuando ponemos los años cumplidos como cortapisa para iniciar nuevas aventuras o disfrutar de ciertas vivencias. O como excusa para no hacerlo.

La vejez puede estar llena de nuevas experiencias positivas, como todas las demás etapas de la vida, y las personas mayores tienen mucho que ofrecer a la sociedad. Exactamente igual que todas las demás personas, sea cual sea su edad. Estas afirmaciones no forman parte de un falso positivismo ni responden al eco de una cultura de “seamos siempre felices”, pero sí quiero que sean una llamada de atención dirigida a plantear esta etapa vital de un modo más pleno. Y también, siempre, a reivindicar que somos más que lo que producimos. Incluso cuando ya no produce (producir tal y como entienden quienes priorizan la esfera laboral frente a otras de la vida), una persona sigue siendo. De ella dependerá qué y cómo. Además, si reclamamos ese derecho a ser felices en la vejez, tal vez, solo tal vez, podamos así reclamar la felicidad en las otras etapas de la vida. O algo que se le acerque. 

Para llegar a comprender la importancia vital de la vejez y su conquista (de hecho, la más importante conquista que nuestras sociedades han logrado) podríamos empezar hablando sobre la división de la vida en etapas y los cambios que ello ha llevado consigo. Aunque, en realidad, esto lo han hecho ya muchos autores: Ariés, por ejemplo, habla de esta diferenciación en el ciclo vital en su libro Edades de la vida. Podríamos también reflexionar sobre cómo comienza o se produce una nueva interpretación de lo que significa la infancia, que pasa a ser entendida como una etapa de aprendizaje y en la que se permite a los niños y a las niñas ser… niños y niñas. Disfrutar de su infancia.  Por poner un ejemplo traído al vuelo, mi abuelo comenzó a segar en el campo con 7 años junto a sus padres y sus hermanos. Con esa misma edad se llevaba las cabritas de varios señores del pueblo al monte, al pico más alto del pueblo, para que comiesen prados más verdes. Una señora me contaba que empezó a limpiar en casas ajenas a los 8 años, porque con sus manitas pequeñas llegaba a rincones de la cocina donde manos adultas no podían. Hoy eso, afortunadamente, sería impensable en nuestro país. Pero vamos a nuestro tema de hoy: el envejecimiento, qué significa, y por qué es importante diferenciarlo de vejez. 

Es necesario que diferenciemos el envejecimiento individual (el incremento de la edad cronológica de las personas, vinculado al aumento de la esperanza de vida) del envejecimiento demográfico. Vamos, el personal del…del conjunto de la sociedad.

Somos más quienes llegamos a edades más avanzadas, lo que, junto a una menor natalidad y a una menor inmigración (joven) provoca que las sociedades envejezcan. En los últimos años, la cuestión del envejecimiento poblacional se ha politizado, si bien se ha hecho desde enfoques de corte negativista, perfilando una situación en la que parece culpabilizarse a los que “viven demasiado”. Siempre refiero en mis clases a Taro Aso, el primer ministro japonés, que decía que los mayores debían “darse prisa y morir”. Curiosamente, Aso, que estuvo en activo hasta los 80 años (el año pasado) no parece querer aplicarse esa recomendación. Hay quien se lamenta del envejecimiento cuando afecta a “los otros”, sin tener en cuenta que cada día que cada uno vive es el que conduce a ese envejecimiento demográfico del que hablamos. Afortunadamente. 

El miedo que se pone sobre la idea del envejecimiento (una especie de monstruo sin rostro que vine a comerse el Estado de Bienestar y todos sus servicios) da lugar a numerosas formas de edadismo. En mi opinión, un tremendo error: lo relevante del envejecimiento es que se trata del resultado del aumento en la esperanza de vida, lo que significa no solo que los viejos viven más, sino que los jóvenes mueren menos.  

Podemos observarlo desde un punto de vista más técnico: antes del comienzo de la Transición Demográfica la vida era corta y la población, joven. Es decir, que vivíamos muy poco. Esto no significa que cayese una guadaña sobre quien cumplía los 35, no, sino que muchas personas morían a edades muy tempranas, había una alta mortalidad infantil y solo un reducido número de personas llegaba a alcanzar edades avanzadas. Eso es lo que hace que obtengamos una esperanza de vida chiquita, chiquita. Además, eso sí, tampoco se alcanzaban edades tan avanzadas como ahora. Y quienes lo hacían eran rarezas, outliers demográficos. 

La elevada mortalidad también suponía un escaso crecimiento poblacional: nacían muchos, pero, como también morían muchos (en todos los grupos de edad y por motivos diversos) pues… en tablas, vaya. Esto fue así hasta que llegó la Transición Demográfica (TD) que supone el paso por fases de una sociedad caracterizada por la elevada mortalidad y la alta natalidad, a una sociedad también de lento crecimiento, pero ahora con un equilibrio mayor, en el que se reduce la mortalidad gracias al control de las epidemias (principalmente, pero también por otros motivos). Además, con el tiempo, la supervivencia de mayor numero de niños nacidos conlleva una disminución en el número de hijos que se tienen y, por tanto, en el tamaño familiar, hasta que, finalmente, tanto nacimientos como mortalidad se mantengan bajos. Y eso es lo que dará lugar al envejecimiento poblacional, aunque entran otros factores en esta ecuación. Esto que hemos visto tan resumido y que parece tan simple tal vez no lo sea tanto, porque he visto alguna vez referir la mayor esperanza de vida a edades avanzadas en años recientes como una transición demográfica (como si fuese algo novedoso) o la asunción de que, al decir que la esperanza de vida en 1900 en España era de 32 años, significaba que la gente moría a esa edad. No. Esa idea nos da para un par de series de ciencia ficción, pero no es eso lo que significa esperanza de vida. 

Entonces, ¿qué es el envejecimiento demográfico? Pues para ser más técnicos diremos que supone una transformación en la estructura de edades de una población. Consiste, en definitiva, en el incremento de la proporción de personas mayores en la población total. No refiere solo cuántos niños nacen o cuántas personas superan una determinada edad; imaginemos un país en el que migran todos sus jóvenes, o lo contrario, una sociedad que recibe mucha inmigración joven. Eso afectaría enormemente a la transformación de edades de la población. Por ejemplo, si migran muchas personas jóvenes a nuestro país, la sociedad estará menos envejecida. No se trata de si esas personas que inmigran tienen más o menos hijos: desde el momento en el que llegan se produce un rejuvenecimiento de la pirámide. Este ejemplo nos ayuda a comprender mejor cómo funciona el envejecimiento: nacen pocos niños, vivimos más años (tenemos una mayor esperanza de vida; más gente vive más tiempo) y recibimos, en comparación, poca inmigración joven. Así, la pirámide de población por edades comienza a “pesar” más por su cúspide que por su base. 

¿Qué efecto tiene sobre el ciclo vital el hecho de que vivamos más años y que tengamos una probabilidad menor de morir a edades tempranas? Aquí quería yo llegar. Pues, entre otras cosas, que todas las etapas vitales puedan ser replanteadas. Anteriormente advertimos que en un plazo de apenas unas generaciones la infancia ha podido ser replanteada y tomar otro significado (esto lo explica Ariés bastante mejor que yo). También sabemos que en los últimos años hemos retrasado la edad hasta la que considerábamos que alguien era joven, por ejemplo, pero también podemos aplicar esta resignificación a la edad adulta y a su contenido. Por ejemplo, el hecho de que vivamos más años permite que la crianza de los hijos ya no ocupe la mayor parte de nuestra vida; proporcionalmente, y aunque los hijos vengan a comer cocido los fines de semana y se lleven tuppers que nunca devuelven, la crianza ocupa un tiempo menor dentro del conjunto de nuestro ciclo vital. Pues sí; como insistimos desde CENIE (yo especialmente, que me caracterizo por mi tenacidad, vaya) también la vejez comienza a plantearse de forma diferente; ya no es una mera sala de espera, sino que deja de ser una etapa de penuria para ser, sencillamente, una parte de la vida que merece ser experimentada y disfrutada.

La vejez puede ser definida desde muchos puntos de vista; para mí, la vejez tiene un origen social. Sería una etapa en la que intervienen aspectos biológicos, sociológicos, ambientales y psicológicos, y que refiere tanto una dimensión individual como una dimensión poblacional, una realidad que es definida por la persona envejeciente y que estaría delimitada por la interacción entre nuestra biografía (propia, individual), la estructura social y también por la historia (Lebrusán, 2019).  Pero, sobre todo, la vejez es una conquista social, una etapa renovada, resultado del envejecimiento y de las dinámicas demográficas, que tiene implicaciones sobre la estructura poblacional, sobre las relaciones intergeneracionales y sobre muchas otras cuestiones en el marco del Estado del Bienestar, pero, fundamentalmente, tiene implicaciones sobre nuestra propia vida y nuestro modo de plantearla. 

Es necesario que aceptemos que la vejez es una etapa más de la vida. Porque, mientras no lo hagamos, no dejaremos de tenerle miedo.

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