La sociedad de hoy día está viviendo un cambio transformador: La mitad de las personas que nacen hoy vivirán más de 100 años. Estos niños y niñas solo les separan dos décadas para empezar a pensar en su futuro profesional. José A. Herce reflexiona sobre los trabajos del futuro en las sociedades longevas de hoy y las que vendrán, sin pasar por alto la historia moderna del trabajo, además de tratar la jubilación en un contexto extraordinario de súper longevidad.
Siempre me ha gustado provocar… ideas. Una de las ideas más disruptivas que se me ocurren a medida que la sociedad se sumerge en la fase de súper longevidad en la que estamos es que el trabajo sea tan divertido y remunerador que nadie quiera dejar de trabajar mientras pueda. Sin embargo, basta repasar la historia moderna del trabajo para darse cuenta de que no son precisamente estas cualidades las que adornan a muchos de los trabajos surgidos de la modernización de la economía en los últimos años.
La revolución industrial multiplicó enormemente la gama y el número de trabajos que existían en la sociedad del Antiguo Régimen, a finales del siglo XVIII. Durante casi un siglo, los países avanzados asistieron a un portentoso aumento de la productividad, amén de un vertiginoso cambio social, político y geoestratégico. Las condiciones de los trabajadores, cuyos servicios se encontraban entonces en casi permanente exceso de oferta (ejército de reserva), sin embargo, llegaron a ser durísimas hasta que estos desarrollaron una notable capacidad de auto organización mediante la creación de sindicatos capaces de defender sus derechos y reivindicaciones.
El diálogo entre los trabajadores y los empleadores no fue nunca fácil, alcanzando elevados niveles de agresividad y violencia. Y, con objeto de evitar las tensiones revolucionarias del proletariado, la intervención del estado empezó a consistir cada vez más en el establecimiento de leyes protectoras y garantes de derechos de los trabajadores que en cuestiones de orden público.
Los trabajadores ganaron pues, duramente, los derechos que, en la primera mitad del siglo XX, acabaron materializándose en impresionantes conquistas sociales y, años más tarde, en una decisiva participación de las clases trabajadoras, junto a los empleadores y partidos socialdemócratas y democratacristianos en el consenso de posguerra que permitió alcanzar la “era dorada” del progreso social y económico que caracterizó a las sociedades avanzadas del mundo occidental en las dos primeras décadas de la segunda mitad del siglo XX.
Baste la apretadísima síntesis histórica de los tres párrafos precedentes para visualizar elocuentemente algo que a menudo se nos olvida, si es que en alguna ocasión llegáramos a saberlo. Las épocas en las que los derechos de los trabajadores han estado bien definidos y, a la vez, bien servidos de manera generalizada han sido muy escasas. Los trabajos de los años 1950 a 1970 en el mundo occidental, seguramente con menor protección nominal que hoy en día, permitieron a millones de trabajadores el acceso a la propiedad de la vivienda y al ahorro, las vacaciones pagadas, el progreso de sus hijos en sistemas educativos de calidad, la sanidad de calidad, la acumulación de derechos de pensiones de jubilación, invalidez y viudedad para los cónyuges.
El “Consenso Atlántico” que conjuró a líderes políticos occidentales, y a trabajadores y empleadores de ambos lados del océano, para lograr la paz social a través de un reparto primario decente de la renta, con salarios y derechos dignos, y la redistribución de aquella mediante esquemas de impuestos progresivos, se echa hoy en día en falta.
En 1960, la esperanza de vida al nacer en países como el Reino Unido, Francia, Alemania o los EE. UU. oscilaba alrededor de los 70 años. Una vez cumplida los 65 años, a los que, no obstante, llegaba aproximadamente el 70% de la población, y que coincidía también con la edad de jubilación más habitual, la esperanza de vida restante era algo superior a los 14 años. Hoy, la esperanza de vida al nacer supera los 80 años en los países avanzados. Más del 90% de la población de las cohortes nacidas hace 65 años llegan a cumplir esta edad, la vida restante a los 65 años es de más de 20 años, la mitad de estos completamente libre de discapacidad o enfermedad, y la edad efectiva media de jubilación está claramente por debajo de los 65 años.
Los trabajadores que hoy se están jubilando en un país avanzado, cuando iniciaron sus carreras laborales, al inicio de los años ochenta del siglo pasado, ya fueron testigos de los avances laborales de los que disfrutaban sus padres, que se encontraban de lleno en la segunda mitad de su ciclo laboral, y van a vivir en jubilación seis o siete años más que sus padres. Pero habrán experimentado una serie de avatares laborales y económicos profundamente transformadores. Están siendo testigos, además, de cómo los trabajadores más jóvenes están viviendo estas transformaciones.
Las carreras laborales de quienes hoy entran en jubilación ya se han visto afectadas por la virtual desaparición del “trabajo para toda la vida”.
Una perspectiva que ya empezaba a amenazar a los trabajadores a raíz del cambio estructural, un tanto traumático, que provocaron las deslocalizaciones industriales en los inicios de la ola de globalización que se inició en la última década del siglo pasado. La recurrencia de episodios de desempleo, especialmente virulentos en las economías continentales y del sur europeas más rígidas. O la relativa desprotección, nunca plenamente corregida, de millones de trabajadores autónomos, muy numerosos en todas las economías.
Las transformaciones del trabajo de las últimas cuatro décadas han sido traumáticas, no deseadas, y han provocado una ruptura de la uniformidad laboral que tanto había avanzado desde el final de la Segunda Guerra Mundial, gracias al Consenso Atlántico.
Una transformación que nunca acabó de completarse, pero que instauró la sensación de que se respetaba a los trabajadores no solo como ciudadanos, también en tal condición funcional. Una época dorada, cabría insistir, que también coincidió con una fuerte expansión de la productividad y el bienestar.
La ruptura de la tendencia hacia la uniformidad laboral aludida, o cualquier otra ruptura de una tendencia cualquiera, no tiene por qué ser traumática, pero casi todas lo son en una u otra medida. En aquel caso, emergió la dualidad laboral, como una respuesta al estrechamiento de los márgenes que la deslocalización trajo no solo a la industria sino, en cascada, a toda la estructura productiva de las economías occidentales. Como antecedente, no inocuo, precisamente, a la perturbadora pérdida de hegemonía industrial occidental cabe mencionar aquí la larga crisis del petróleo de la segunda mitad de los años setenta.
La dualidad laboral es una respuesta de emergencia, para evitar el cierre de empresas y el despido masivo de los trabajadores, pero destroza el avance de la “cuenta de derechos sociales” de los trabajadores afectados. La reducción de jornada o la interrupción recurrente del empleo (mucho peor esta última que la primera) es letal para la consecución de una pensión decente. Y, en algunos países como España, la dualidad se ha enquistado. Es más, la ruptura de los avances de la “era dorada”, por las razones que fuera, acabó con el principio de trato digno de los trabajadores. Desde entonces no puede decirse que se haya vivido en Occidente en el desempleo masivo o la recesión permanente. Es verdad que a principios de los 1990 se vivió una grave recesión, otra recesión a principios de los 2000, la gran recesión en 2009… pero entre medias hubo periodos de portentoso avance de la productividad y, casi exclusivamente, los beneficios empresariales. El trinquete (racket, en inglés) de la calidad del empleo no subió. El Consenso Atlántico se había diluido, seguramente porque, mientras tanto, el mundo que lo provocó había cambiado radicalmente y quienes lo forjaron ya no eran la memoria viva de la sociedad.
Es inevitable responsabilizar al capital de este desarrollo, pensarán muchos analistas sesgados hacia la izquierda. Pero lo cierto es que los representantes del trabajo, seguramente, declinaron su papel por váyase a saber qué razones. Lo cierto es que hoy la inmensa mayoría de los trabajadores temporales no desean serlo, la mayoría de los trabajadores a tiempo parcial no desean una jornada reducida y una buena mitad de los trabajadores autónomos desean ser asalariados.
Seguramente, nunca, en las últimas siete décadas, haya habido tanta insatisfacción laboral como en la actualidad. Y la gran cuestión es ¿por qué hemos dejado que esto sucediera? Descártense respuestas fáciles, como la visión simplista de la lucha de clases, la desaparición del comunismo o la voracidad de un capitalismo incontrolado.
Guy Standing, profesor de economía del desarrollo en la Universidad de Bath, popularizó el elocuente término “precariat” (precariado) en 2011, cuando publicó The Precariat: The New Dangerous Class. Con esta expresión, Standing tendía un puente, largo de siglo y medio, con el término que acuñara Karl Marx: Proletariat. Y, como recurso, hay que admitir su gran acierto.
A todos los desarrollos anteriormente aludidos, desde el fin de la gran revolución industrial, cuando Marx y Engels diagnosticaron acertadamente la situación de los trabajadores en los países avanzados de la época, el acontecimiento global solo comparable a esa revolución que, en opinión de sus contemporáneos, solo era comparable a la revolución neolítica, es la revolución digital.
En realidad, llevamos medio siglo conviviendo con robots (que no sean tostadoras de pan, claro) y ya empezamos a saber lo que puede suceder con el trabajo. De hecho, está cundiendo la sensación, entre muchas personas corrientes, de que se va a producir una hecatombe del trabajo humano (primera vez que se explicita esta expresión en este ensayo) a manos de los robots. Hecatombe cuyos heraldos son los “riders” de las plataformas de entrega a domicilio.
Nada más lógico y, a la vez, más equivocado. No el avance de la precariedad, claro, que es innegable. Precariedad de salarios, de acumulación de derechos, de trabajo a jornada completa o recurrente, etc. Todo esto, desgraciadamente, está a la orden del día. ¿Quién no tiene un familiar o amigo que sufra algún tipo de precariedad laboral? ¿Es esto lo que nos espera bajo el titular genérico de “el futuro del trabajo”?
El futuro del trabajo es malo, cuanto antes lo sepamos mejor. Pero el trabajo del futuro no tiene por qué ser malo.
Es más, podemos lograr que los trabajos del futuro sean mucho mejor que los trabajos actuales, y tan divertidos y remuneradores que nadie quiera jubilarse y nos veamos en la necesidad de abolir los sistemas de pensiones por falta de uso.
No soy proclive a las utopías y lo que acabo de decir tiene todos los visos de serlo. Pero admitiendo que cada vez más trabajos convencionales y repetitivos están siendo automatizados o, simplemente, desapareciendo, me apresuro a recomendar que cambiemos radicalmente nuestro sistema formativo para adaptarlo a los trabajos del futuro. No es cuestión sencilla, porque muchos de estos trabajos no se han inventado todavía. Los trabajos que vemos emerger y creemos que son los trabajos del futuro, como los trabajos asociados a la cadena logística del ecommerce, en su eslabón de entrega, van a ser automatizados, como los trabajos de muchos otros eslabones de esa misma cadena se automatizaron hace ya lustros, empezando los de los eslabones del diseño, la manufactura, y la distribución mayorista de los productos que hoy se entregan, todavía, manualmente.
El ser humano merece trabajos más nobles, para los que hay que prepararse. Estos trabajos tienen que ver con las personas, el conocimiento y la creación. Tiene que ver con el autocuidado y la autosuficiencia, que es otra forma de autocuidado. Tienen que ver con la conquista de fronteras personales y sociales todavía inexploradas. Tienen que ver con la sostenibilidad frente a un colapso climático, quien sabe si irreversible en algunos de sus aspectos más perturbadores.
Apoyados en tecnologías potenciadoras, distribuidas y accesibles a todas las personas, los seres humanos podrán ganarse los medios de vida de forma libre, colaborativa y remuneradora. La distribución primaria de la renta debe basarse en un acceso legítimamente adquirido a la propiedad, en un entorno de defensa de la competencia y sin privilegios de ningún tipo. De forma que la redistribución (o distribución secundaria) no sea tan necesaria (e imperfecta) como lo es hoy.
Quien trabaje para la comunidad, voluntariamente o porque sus servicios carecen de mercado organizado, debe tener reconocidos derechos a una remuneración y se le deben reconocer cotizaciones sociales “en la sombra” cuya contrapartida serían derechos diferidos en el tiempo.
No estamos acostumbrados a experimentar crecimientos espectaculares de la productividad, pero estos existen. Si bien no se dan a la vez en todos los sectores productivos, ni en todas las empresas de un sector dado, por novedoso que sea. Muchos sectores están en declive, muchas empresas fracasan, especialmente en los sectores emergentes. La destrucción de recursos que estos procesos conllevan reduce la productividad media y estos continuados percances ensombrecen las ganancias de productividad de las empresas y sectores con los que se escribe el futuro de la economía.
Surge aquí otra gran cuestión: ¿estamos midiendo bien la productividad? Porque no es intuitivo que el progreso tecnológico al que asistimos no se refleje tan pobremente en las estadísticas. Esta es una pregunta perversa. No se trata de cuestionar las refinadas mediciones de la productividad, uno de los empeños más tradicionales de los economistas. Sino de preguntarnos acerca de los sumideros de la productividad, es decir, ¿dónde estamos quemando recursos para que las estadísticas de productividad rindan tan poco?
En el avance de la productividad (de forma sostenible, claro) radica el bienestar de la sociedad. Pero este bienestar no será completo si no está adecuadamente distribuido entre individuos que trabajan para sí y para la comunidad, con acceso solvente a la propiedad y sin privilegios adquiridos gracias a un poder de mercado basado en el falseamiento de la libre competencia.
Sobre estas bases, ¿es posible vislumbrar la emergencia de trabajos plenos, flexibles, no onerosos para la salud, vocacionales, remunerados y divertidos para cualquier persona? Esta es la gran cuestión.
La mitad de los niños y niñas que nacen hoy vivirán más de 100 años. Solo les separan dos décadas para empezar a pensar en su vida laboral en serio, pero alguien tiene que ir preparando ese futuro y no queda mucho tiempo. Mientras tanto, los brotes de ese futuro, si las semillas han sido plantadas en tiempo y forma en el suelo adecuado, ya habrán nacido para cuando ellas y ellos tomen el relevo productivo en la sociedad. Su cometido, hasta entonces, será formarse a fondo, no sin esfuerzo, como si fuesen estudiantes de las “maestrías industriales” de los años 60 del siglo pasado, cuando despegó la industrialización española que tantos buenos trabajos y salarios dio a muchos trabajadores. No será fácil, pero es posible, es un futuro posible.
-Seguramente, nunca, en las últimas siete décadas, haya habido tanta insatisfacción laboral como en la actualidad. Y la gran cuestión es ¿por qué hemos dejado que esto sucediera?
Según los estudios las causas de la insatisfacción laboral son un salario bajo, mala relación con los compañeros o jefes, escasa o nulas posibilidades de promoción, personas inseguras, dificultad para adaptarse al ambiente laboral, malas condiciones laborales, circunstancias personales y laborales, problemas para la conciliación laboral.
Estas causas de insatisfacción laboral tienen su origen tanto en el propio trabajador como en la empresa y/o en el mercado laboral. La causa de muchas de ellas puede encontrarse en el hecho de que eliminarlas, o al menos reducirlas, no ha sido uno de los objetivos del mercado de trabajo.
La insatisfacción laboral es un aspecto que tiene especial relevancia a la hora de plantear medidas de incremento de la edad efectiva de jubilación. De poco servirán estímulos para incentivar la jubilación demorada o la jubilación flexible si no se atajan los problemas de insatisfacción laboral.
-¿Estamos midiendo bien la productividad?
Si entendemos únicamente que mayor será la productividad cuanto más trabajo sean capaces de realizar los trabajadores en el menor tiempo posible, estaríamos realizando un análisis sesgado de la misma y dejando muchas cuestiones importantes atrás. Medir la productividad en el trabajo, de manera adecuada, permite a las empresas detectar áreas de mejora, plantear nuevas estrategias o tomar decisiones sin improvisar.
De hecho, según el estudio de la Universidad de Warwick del Reino Unido, los empleados que son felices en su puesto de trabajo son un 12% más productivos. Incluir indicadores sobre la satisfacción laboral en la medida de productividad permitirá que esta esté valorada de manera adecuada y con ello llevar a cabo medidas de mejora.
En relación a los sistemas de pensiones basados en el modelo de reparto; donde las cotizaciones de los trabajadores financian las pensiones de los jubilados; incrementos de la productividad conllevarán un incremento en los ingresos del sistema. Además, y puesto que las pensiones se calculan en función de los salarios de la vida laboral, una mayor productividad implica una pensión mayor.
- ¿Dónde estamos quemando recursos para que las estadísticas de productividad rindan tan poco?
La medición de cualquier variable es fundamental; pero esta ha de estar bien realizada. Tanto en lo que mide, como en la desagregación de la misma. De esa forma se podrán analizar medidas para mejorar lo que se esté valorando.
En el caso de la productividad, cuanto más se explore sobre la misma y cuanto más se analicen las relaciones de causalidad de las variables explicativas, mejor podremos medirla y utilizar los resultados que de esa medición se obtenga.
- ¿Es posible vislumbrar la emergencia de trabajos plenos, flexibles, no onerosos para la salud, vocaciones, remunerados y divertidos para cualquier persona?
En el momento actual sinceramente creo que todo es posible. Todo es tan posible como ha sido el teletrabajar durante casi dos años; lo que en 2019 solo lo veíamos como ciencia ficción. En estos días se está iniciando el debate en el Parlamento Europeo sobre la jornada laboral de cuatro días; por lo tanto está claro que todo es posible.
Hay consenso en que los trabajos del futuro van a ser muy distintos a los actuales; yo me atrevería a afirmar que esto ya ocurre con los trabajos del presente. Los tiempos cambian y en los últimos años estos cambios han sido más continuos y rápidos que nunca. Ello conlleva un cambio en cómo ha de entenderse la formación. A mi juicio esta formación ha de ser continua y permanente y no limitarse a la recibida durante el período universitario o de escolarización. Además, la formación ha de ser específica, sin duda, pero también multidisciplinar para poder obtener competencias que permitan a los estudiantes y trabajadores la mejor adaptación a las situaciones cambiantes; que en el momento presente no somos capaces ni de prever.
Otro aspecto a mencionar es el cambio en la estructura por edades de la población. Según datos del INE, en España en 2020 la población con edades entre 16 y 64 años supone el 64,8% de la población, siendo el 19,6% mayor de 64 años. Sin embargo, en 2050 la población mayor de 64 años supondrá el 31,4% del total y la de edad entre 16 y 64 años el 55,2%. Los trabajos que tendrán este colectivo sin duda tendrán mucha relación con las necesidades de los mayores de 64 años.
Seguramente, nunca, en las últimas siete décadas, haya habido tanta insatisfacción laboral como en la actualidad. Y la gran cuestión es ¿por qué hemos dejado que esto sucediera?
Las grandes tendencias macroeconómicas son difíciles de prever y una vez que sus efectos son conocidos las bases para cambiarlas son complejas. No cabe duda de que estas pueden profundizarse, por lo que sería conveniente proceder a llevar a cabo medidas de compensación, tanto regulatorias como de transferencias que permitieran evitar una profundización en estos costes.
- ¿Estamos midiendo bien la productividad?
Nunca creo que se haya hecho. Quiero decir, es muy complejo medir algo que incluso es difícil observar. Es por ello que siempre cabe la duda de que se haga convenientemente. Y más aún en un momento donde no sabemos si somos capaces de medir otras variables sobre las que anteriormente no teníamos tantas dudas, como el PIB e incluso las horas de trabajo, determinantes que ofrecen a posteriori la productividad.
La precariedad del trabajo por cuenta de los modelos económicos eficientistas sin visión social, la contratación por labor, por horas o por proyecto; no vinculan a las personas a planes laborales y vitales duraderos,asistimos a la era del precariado temporario. De otro lado las tecnologías no han cumplido la promesa de mejorar las comunicaciones y la productividad, a veces pareciera que trabajamos para la tecnología y no la tecnología para mejorar la vida y el trabajo humanos.
El atractivo del proyecto en general me resulta muy atractivo y este artículo en concreto llamo mi atención con el asunto del “fin del trabajo. Y aún compartiendo el marco conceptual y el análisis histórico de las relaciones laborales en el mundo desarrollado me. Ha dejado perplejo la propuesta de participación de los lectores sobre cómo estamos midiendo la productividad. Y digo perplejo desde la buena voluntad. Porque más parece que se pregunta a especialistas estadísticos que al público en general, como yo había supuesto. Lo digo porque mi aportación al coloquio es nula. Pero considero que iniciativas de este tipo son necesarias dado el desperdicio absoluto de la energía de tantos miles de personas jubiladas y con 20 o 30 años por nuestra parte como individuos y por el ostracismo social al que nos vemos abocados. Sin ninguna acritud, os envío esta reflexión aunque no sea muy productiva.
Es importante y necesario seguir evaluando este tema, especialmente en los sectores laborales especializados, para en el futuro clasificarlos, sin tomar en cuenta bases políticas laborales que afecten el desarrollo del trabajo futuro y el trabajo moderno en todos los campos de desarrollo laboral, para así tomar en cuenta mejoras en todos los campos, sean éstas de mejoras de remuneración de sueldos y salarios en favor de las nuevas generaciones que vendrán a transformar y desarrollar proyectos de desarrollo para los pueblos olvidados del planeta, este análisis ayudará en el futuro a mejorar la calidad del envejecimiento, ya que es la actividad mental y la actividad laboral que mantendrá joven a la persona sin tomar en cuenta su edad, su educación, y su especialización laboral.
En países como el Perú el sistema de remuneraciones y pensiones necesita actualizar hay pensionistas con más de 40 años de aporte reciben una miseria.
Formo parte de una minoría, aún menor en España, de mayores de 50 años con un grado variable de enfermedad y/o discapacidad, pero que aún no sufren dependencia, cuya vocación no es envejecer en un lugar a la espera de llegar a una “máxima incapacidad de movimientos o enfermedades graves”. Nuestra aspiración es la de atrincherarnos para aprovechar los avances en la Ciencia y la Tecnología, y con ellos resistirnos activamente al Envejecimiento y a sus Enfermedades Asociadas, e incluso Rejuvenecer Activamente. Queremos Alternativas para residir en lugares lo más adecuados posibles para ayudarnos a Extender nuestra Esperanza de Vida Independiente lo más posible.
Me parece horroroso buscar soluciones para el momento en el que necesitemos cuidados de enfermería en forma de cambio de pañales, colchones anti escaras y cosas peores. Todo diseño o planificación debe tender a retrasar o evitar ese momento de máxima dependencia para el máximo número de personas. Que una parte cada vez mayor de la población llegué a ese punto de Dependencia es un fracaso monumental. Las alternativas de vivienda no deben ir dirigidas a “aparcar mejor” a los mayores Dependientes, lo que tienen es que contribuir a que los Mayores vivan la mayor parte de su cada vez más larga vida, de forma Independiente.