En ocasiones me preguntan acerca de cómo ha cambiado la vejez. Es una pregunta, en realidad, infinitamente compleja, aunque generalmente lo que me pidan sean respuestas cortas. “Al punto”, decía alguien que conocí, como si eso existiese en cuestiones complejas o fuese incluso útil querer sintetizar en extremo lo complejo. Podemos (puedo) dar un montón de datos estadísticos que tienen que ver con cuestiones descriptivas sobre la vejez y su comparativa en el tiempo: su composición, la esperanza de vida a determinada edad, el nivel de estudios a edades avanzadas o cómo ha cambiado el estado civil (con muchos más divorcios, lo que implicaría una mayor capacidad para elegir). A través de las entrevistas que he realizado a lo largo de los años y, junto con esos datos y lo que he leído al respecto, puedo aventurar cuestiones o explicaciones más o menos comprensivas, incluso. Puedo analizar cuestiones comportamentales, cómo cambian las apetencias o cómo se comportan las personas mayores de ahora con respecto a determinados indicadores.
Lo cierto, no obstante, es que hay millones de cuestiones ante las que tengo más dudas que certezas, porque lo experiencial es, precisamente por su carácter subjetivo y cambiante, difícil de comprender. Y es difícil de comprender porque es difícil de explicar. ¿Seríamos capaces de explicar cómo nos sentimos frente a un hecho concreto? Es probable, aunque no necesariamente lo que queremos transmitir es lo que le llegará al otro. ¿Seríamos capaces de explicar cómo nos sentimos ante vivencias mantenidas en el tiempo? Esto lo veo más complejo, incluso a la hora de desvelar individualmente esos sentimientos. ¿Seríamos capaz de expresar cómo se experimentan etapas por las que ya hemos pasado? ¿Somos capaces de recordar todos los matices de lo que sentimos en ese momento, en un momento que ya no existe? Creo que uno de los grandes problemas para entendernos es que ni siquiera somos, en ocasiones, capaces de entendernos a nosotros mismos. Comprender a nuestro yo de ayer tampoco es necesariamente fácil, y a veces nos sentimos muy desconectados del yo del mañana.
La raíz más profunda acerca de cómo se vive, cómo se experimenta la vejez es una cuestión subjetiva. Además, me parece una etapa más compleja que otras, que tienen sus propias dificultades y urgencias. Como socióloga, puedo aventurar conclusiones o respuestas con cierto atino (me voy a atrever y a decir que bastante) gracias a todos esos datos que refiero, a años de entrevistar a personas envejecientes, al análisis de literatura infinita que se acaba almacenando en mi memoria. Pero, sin duda, surgen dos dificultades: una de ellas es esta dimensión experiencial, subjetiva y única. Una persona mayor sabe cómo es su envejecimiento, pero el propio, no el del otro, de la misma manera que sabemos cómo nos enfrentamos al dolor, por ejemplo, pero no necesariamente sabemos cómo lo hace el otro. Ni siquiera la misma persona (el yo del ayer, el yo del mañana) experimenta los diferentes dolores o pérdidas a lo largo de su vida de la misma forma, porque interaccionan diferentes variables, porque añadimos experiencias y estas influyen en cómo entendemos el mundo (también el dolor). No se experimentan del mismo modo las diferentes rupturas (amorosas, de amistad): la misma persona puede experimentar una vivencia similar con resultados muy diferentes.
Ciertas experiencias son completamente subjetivas, aunque podamos (incluso debamos) buscar los aspectos compartidos. Necesitamos, sin duda, comprendernos como conjunto, entender al otro. Cuando refiero la subjetividad, y para ejemplificar su complejidad, recojo de nuevo el ejemplo del “yo del ayer”: puede que una persona no comprenda, pasado el tiempo, la reacción que tuvo en determinado momento o que, con el paso de los días, los meses, los años, olvidemos qué nos motivó a tomar una gran decisión o no nos sintamos igual de identificados con esos motivos. Puede que en el momento analizásemos una cuestión con nuestro cerebro más lógico, más objetivo, pero que lo recordemos desde la emoción y nos cueste conectar con esa decisión. Que nos cause dolor, incluso. Pero decía que había otro problema a la hora de intentar comprender el cambio de la experiencia de la vejez y que está conectado con el primer impedimento: no podemos saber cómo se experimentaba la vejez hace 30 años, por ejemplo. Porque quien tenía entonces 80 años ya no los tiene hoy, y cómo lo vivían esas personas, pues quedará sujeto a su memoria, a su experiencia y a su vivencia.
A pesar de todo lo que señalo aquí, me atrevo a decir con seguridad (aunque parezca contradictorio) que la experiencia de la vejez ha cambiado. Y hago referencia hoy a una cuestión muy concreta y en gran medida, objetiva: la perspectiva del tiempo por delante. Esa, sin duda, ha cambiado radicalmente. Nuestra expectativa es la de vivir muchos más años, aunque esta es una pregunta que realmente no nos hagamos. Tener más tiempo por delante implica disponer de un ámbito de actuación mayor. Y eso, aunque es positivo, puede enfrentarnos a un gran estrés, porque la incertidumbre también aumenta. Especialmente cuando en torno a la vejez y lo que significa tenemos, principalmente, ideas negativas: aparición potencial de dependencia, pérdida de memoria, pérdida de lo que somos. Esto añade una dimensión de dificultad que, entiendo, la vejez que no esperaba vivir tanto no tenía.
Uno de los cambios en la forma de experimentar la vejez es, precisamente, la idea de la muerte. Uno de esos cambios comportamentales generalizados apunta a esto, a cómo la planificación para la muerte ocupa un lugar menor en nuestro imaginario, en nuestra previsión. No me refiero a cuestiones religiosas o espirituales acerca del “después”, sino a cuestiones puramente prácticas y terrenales. Recuerdo a mi abuela pagando toda la vida el que denominaban “seguro de muertos”, pago que mis padres que hoy tienen su edad no piensan hacer. No es solo una cuestión económica; nos preocupa menos qué pasará con nosotros el día que ya no seamos, que dejemos de existir (al menos en lo que a la existencia que conocemos compete).
Recuerdo, pensando en vejez anteriores, a Juana. No es un nombre inventado (aunque es común en mis ejemplos); la Juana (porque era la Juana, la de la tienda del final de una calle larguísima que iba desde el cementerio hasta la plaza vieja) vivía en un pueblo manchego casi al lado de la casa de mis abuelos. Me enseñó a bordar de niña, afición que ya entonces se me daba fatal y en lo que no he mejorado lo más mínimo. Me iba a la puerta de su casa a que, mientras ella cosía, me dijese que el revés de mi bordado era una cosa espantosa y que las puntadas se daban más cortas. Razón llevaba Juana, que no se caracterizaba por una dulzura destacable, aunque a mí siempre me cayó estupendamente bien y quería seguir bordando con ella (sin hacerle ningún caso, si analizamos el revés de mis bordados), vete tú a saber por qué.
Lo que más me sorprendió de Juana (una mujer fuerte y con carácter) fue el día que vino del cementerio contentísima. Venía de visitar su tumba. “Si no estás muerta, Juana” (he sido yo siempre muy dada a señalar lo obvio). Juana venía de comprobar que su tumba era exactamente fiel a su diseño, con el tipo de piedra que ella deseaba, con la inscripción que ella quería y a falta solo de poner la fecha. Juana había diseñado y pagado el lugar donde quería pasar la eternidad. Juana estaba completamente preparada para la muerte, que veía además como algo no muy lejano, pero sin ningún tipo de drama, mientras secaba pimientos en su terraza. Murió, de hecho, no muy mayor, pero con todo resuelto. De vez en cuando, me acuerdo de ella y de esa tranquilidad al hablar de un futuro que consideraba lo suficientemente cercano para planificar. No pensó (que yo supiese) en la enfermedad o en otras cuestiones; solo en los aspectos prácticos en torno al final de su vida.
Lo que me evoca esta historia de Juana es cómo su planteamiento del futuro era muy específico. Lo que pienso, en relación con la vejez actual, no es acerca de si secamos o no pimientos en la terraza o si enseñamos a bordar a la nieta del vecino (mi abuelo, sea dicho, me enseñó a coser botones, aunque sin demasiada atención a la técnica) sino cómo ha cambiado esta perspectiva sobre la propia existencia y la línea temporal. Si esperamos vivir mucho más es poco probable que nos pongamos a pensar en cuestiones como dónde nos van a enterrar cuando muramos, pues veremos la muerte como algo lejano. Puede que, simplemente, no nos apetezca pensar en ello, pero la cuestión es que entre la vejez de antes era algo más habitual, y pienso (con un convencimiento medio-fuerte) que tiene que ver con esta idea de lo que está por venir, de la esperanza de vida. Otra cosa es que nos hayamos quedado en cierto limbo; no pensamos en la muerte, pero tampoco en cómo aprovechar los años de vida de más que hemos ganado (esos 2 años que dice Andrew Scott que ganamos cada 10).
Y es por esto, por esa ausencia de planificación, por la que me inclino a pensar que tal vez la expectativa de vivir más también nos introduce una nueva variable de incertidumbre, pues nos obliga a diseñar un universo posible (el nuestro, el de nuestra longevidad) que entra en conflicto con todas las dificultades que tiene el existir, el ser, el sentir. ¿Tomaré las decisiones adecuadas? ¿Estaré eligiendo bien? La pregunta, tal vez, como sociedad, es cómo acompañamos en este proceso, cómo logramos que esas dudas existenciales asociadas a vidas más largas sean un poco menos pesadas, menos estresantes. Tal vez necesitamos, también aquí, poner en común todas nuestras dudas ante una etapa que se nos presenta como mucho más compleja de lo que nunca antes ha sido.