En España, casi 3 de cada 10 personas viven en riesgo de pobreza o exclusión social. Esta no es una cifra estática: el porcentaje de población que se encontraba en situación de carencia material y social severa en 2023 aumentó hasta el 9,0%, frente al 7,7% de 2022. El 9,3% de la población llegó a fin de mes con “mucha dificultad”, frente al 8,7% de 2022 (datos ECV, INE).
En el proceso de triaje de la desigualdad social, cuando la demanda y las necesidades superan a los recursos (o amenazan con hacerlo), el Estado de Bienestar gestiona como mejor puede los flujos de las demandas no cubiertas. Más de una vez es la urgencia la que marca las decisiones de acción. Este modus operandi no solo desplaza, en ocasiones, lo importante, sino que parece justificar el enquistamiento y normalización social de ciertas situaciones. Y, como suele pasar, lo que se normaliza pasa a ser aceptado y deja de tener importancia. Deja de existir en la dimensión simbólica, aunque no en la vida de las personas que la sufren.
Así, la creciente dificultad que encuentran las generaciones más jóvenes (que han crecido y se han socializado en medio de enormes crisis, como la de 2008, la del COVID, la derivada de la ocupación de Ucrania…) ocupa titulares, aunque, se podría decir, no tanto recursos ni soluciones. Uno de los efectos es que esta creciente dificultad invisibiliza otras pobrezas existentes e, incluso, ciertos sectores se apoyan en la idea del conflicto por los recursos (sobre esto hablé en el post “esos viejos acaparadores”) en un intento por desplazar la culpabilidad del sistema (que es el que no funciona) a la propia población.
Así, el aumento de malestar en ciertos grupos impone una especie de “comparativa del sufrimiento” a partir de la cual aplicamos una extraña (y cruel) teoría de juegos emocional en la que, finalmente, todos pierden. La comparación de pobreza entre grupos de edad, con el constatable ascenso del riesgo de pobreza a edades más tempranas, parece diluir las inequidades intragrupo (las desigualdades dentro de los grupos de edad, que olvida -parece- la importancia de la clase socioeconómica). Estas presentaciones de la pobreza olvidan además que subir posiciones en el comparativo de la desigualdad no siempre implica una mejora real: a veces no es tanto que unos mejoren como que otros empeoran. Sobre esta cuestión he escrito un capítulo en el libro “La desigualdad en España” coordinado por Berna León, Javier Carbonell y Javier Soria (Lengua de Trapo y Círculo de Bellas Artes). En resumen, una de las ideas centrales que desgrano en el artículo y que recupero aquí es la que vengo analizando desde hace ya unos años: no, los 65 no son un umbral mágico que haga desaparecer necesidades, deseos, problemas ni, por supuesto, la pobreza. La supuesta tranquilidad de ingresos asociada a la pensión no siempre es tal ni siempre consigue disipar la necesidad ni la pobreza en la vejez que es la eclosión de toda una vida de desigualdad.
Empecemos por señalar que el grupo de las personas mayores de 65 años se caracteriza por una gran heterogeneidad: al margen de otras cuestiones, hablar de personas mayores en España significa hablar de más de 9 millones de personas nacidas entre 1958 y 1907. Es decir, hablamos de un rango temporal ¡de hasta 50 años! Sin embargo, hablamos como si “la vejez” estuviese compuesta por un conjunto de personas iguales en condiciones y deseos, nos refiramos a ellos y ellas como “personas mayores”, “viejos”, “ancianos” (a mí, la que menos me gusta de todas) o “ciudadanos sénior”. Da igual: el gran problema está en la connotación que cada uno imponga a esas denominaciones y en asumir que personas de tan diferentes edades, vivencias y vidas componen un grupo homogéneo. De hecho, lo que nos dicen los datos es que existe una fuerte desigualdad intragrupo.
Esta minimización de las diferencias internas que esconde la media pensional no la “compramos” (aceptamos como cierta) cuando analizamos otros grupos de edad; por ejemplo, creo que somos plenamente conscientes de que el dato del salario medio mensual en España (2.341,35€ brutos para la jornada a tiempo completo, según la estadística de Salarios Medios del INE) esconde en su interior sueldos de miseria. No, no todo el mundo cobra más de 2.000 euros brutos mensuales; lo sabemos.
Sin embargo, no parece tan evidente, que la pensión media de jubilación (1.441,5€ según los datos de mayo de 2024) es también un valor promedio que implica una diferencia de algo más de 2.349 euros mensuales entre la pensión máxima (que alcanza los 3.175,04€ mensuales en 2024) y la mínima, de 825,2€. Esta desigualdad no suele tenerse en cuenta cuando, tras plantearse el blindaje en torno a la capacidad adquisitiva de las personas jubiladas, este se presenta a menudo no solo como exageradamente oneroso para las arcas del Estado sino, incluso, como base para un discurso sobre la injusticia intergeneracional que (podemos hablar de ello en otra ocasión). Estas ideas obvian una serie de inequidades intragrupo y la referida desigualdad en ingresos.
Además de que la media de la pensión (incluso si solo incluimos el análisis de las pensiones contributivas por derecho propio, excluyendo las no contributivas y las pensiones de viudedad) acusa una clara disminución de su cuantía a medida que avanza la edad, las mujeres con derecho a su propia pensión (es decir, por jubilación propia, sin incluir la de viudedad) cobran menos que los varones de su misma edad en todas las franjas etarias. De hecho, los datos nos indican que casi 3 de cada 10 mujeres con derecho a pensión de jubilación cobran la pensión mínima. Respecto a la pensión media de viudedad, esta de 896,2 euros al mes, siendo la mínima de 825,2€ mensuales. Para comprender el cariz de esta desigualdad, de la pobreza que supone, es necesario recordar que el umbral de pobreza en España en 2024 se sitúa, para una persona, en 10.989 € anuales por unidad de consumo o, lo que es lo mismo, 916 € al mes.
Si analizamos las Pensiones No Contributivas (PNC) dirigidas a las personas mayores de 65 años, que son las que cobrarían las personas mayores carentes de recursos y que no han cotizado o no han cotizado lo suficiente -lo que no significa que no trabajaran, sino que no tuvieron contratos, en la mayoría de los casos-, nos encontramos con cuantías exageradamente bajas para el coste de vida actual. A pesar de las subidas (considerables en los últimos años, aunque insuficientes para garantizar la calidad de vida de quienes las cobran) en 2024 estas pensiones oscilan entre un mínimo de 129,48 euros mensuales y un máximo de 517,90 euros mensuales en 14 pagas (siendo la media de 483,07€ en última fecha disponible)). No olvidemos que cobrar estas Pensiones No Contributivas de jubilación es totalmente incompatible con cualquier otra prestación y es la que cobran en España 269.424 personas mayores de 65 años, de las que el 72,41% son mujeres (datos diciembre 2023).
Los datos, desde mi perspectiva, son lo suficientemente ilustrativos de la diferencia de situaciones que encontramos entre las personas mayores de 65 años, aunque podríamos (y lo haremos) analizar muchas otras variables que contribuyen al bienestar económico en la vejez. Cuando analizamos la desigualdad es importante no asumir que la edad es equivalente a clase social, y nunca debemos olvidar que la desigualdad es algo que se sufre a lo largo de toda la vida. Desafortunadamente, la edad no se convierte en una especie de protector ante el padecimiento de necesidades ni de pobreza.