El aburrimiento y la demencia: un cóctel explosivo (1/2)
Lo prometido es deuda. En diciembre de 2020, cuando entrevisté a la psicóloga y artista Mercedes Carrillo para el post El efecto Lista de Schindler, aquel en el que narraba su experiencia como familiar de un paciente con demencia que vivía institucionalizado desde hace años en un centro especializado —y, por qué no reiterarlo, plagado de carencias—, prometí que un día contaría lo poco que sé —no por ignorante reconocida, sino porque apenas se sabe nada en general— acerca del papel que juega el aburrimiento en el día a día de las personas que padecen este tipo de enfermedad mental y en la vida de quienes les rodean. Puede que haya tardado un poco en cumplir lo dicho, pero aquí estoy al fin. También aseguré, por cierto, hace un par de artículos, que retomaría el tema en el que soy especialista, el aburrimiento, y dejaría de divagar sobre las distintas formas de discriminación que sufren las personas mayores. Sobre esto último no puedo prometer nada porque el tema me convierte en un mar de dudas que me veo en la obligación de dejar aflorar de cuando en cuando. Pero, por el momento, vuelvo temporalmente al redil.
El aburrimiento y la demencia; de una pareja así no puede salir nada bueno. Ambos fenómenos comparten el destino de llenar páginas y páginas de libros y artículos científicos sin prestarse, sin embargo, a que se les llegue a conocer a fondo. Cuando los oímos mencionar, todos sabemos más o menos a qué nos referimos; no es necesario ensayar una definición cada vez que usamos estas palabras para poder expresarnos acerca de su experiencia y comunicarnos con los demás sobre la misma. Y, con todo, no dejan de aparecérsenos como extraños que se resisten a todo ejercicio de aprehensión a pesar de los ingentes esfuerzos que los investigadores, de un lado y de otro, e incluso los que se dedican a estudiar ambas instancias a un mismo tiempo, llevan a cabo de manera incansable.
Del uno he hablado mucho en este blog desde que comenzó mi andadura hace ya casi un año. La otra me es remotamente cercana, porque la Tata “perdió la cabeza”, como se suele decir, después de sufrir su segunda trombosis cerebral. Cuando pienso, sin adentrarme en la literatura especializada, en la demencia, lo que se me viene a la mente es el recuerdo de mi abuela creyendo a sus 92 años que tenía que ir a cuidar de su madre enferma, que llevaba enterrada entonces un buen puñado de años. También la veo observándome llegar a la residencia y saludándome, diciendo “¡Hola Margarita!”; creo que me confundía con mi prima, o quizá con su difunta hija, o con cualquiera de los otros miembros femeninos de la familia a los que se les puso ese nombre en honor a este desafortunado fallecimiento temprano —y no son pocos—. En otro sentido bien distinto (¿metafórico?) me asaltan las palabras del filósofo y médico inglés John Locke (s. XVII) cuando decía, en el Ensayo sobre el entendimiento humano (1689), que, en el fondo, todos los seres humanos albergamos un cierto grado de demencia.
Estoy convencida de que a un buen porcentaje de los lectores le pasa esto mismo que me sucede a mí: que no tengo ni idea de qué es la demencia realmente. Y, para ser más concretos, no tendría forma de explicar a bote pronto cuáles son sus acepciones, causas, síntomas y consecuencias en las personas mayores; mucho menos podría hablar de tratamientos. Las preguntas se me acumulan si tomo el asunto en serio. ¿Todos los ancianos que sufren confusión o episodios de olvido tienen demencia? ¿Es la demencia algo común en los mayores? ¿En qué porcentaje? ¿Acabaremos todos de viejos sufriendo demencia? ¿Son todas las demencias iguales? ¿Tiene cura la demencia? ¿Cómo saber si alguien de mi entorno está mostrando síntomas de demencia? ¿La demencia es lo mismo que el Alzheimer? ¡¿Qué rayos es la demencia?! Y, probablemente, la pregunta más oscura de todas, volviendo al debate público: ¿es correcto emplear la expresión demencia senil?
Los que no estamos metidos en su campo de estudio o no la vivimos en primera persona a diario tenemos más interrogantes que respuestas. Y no debe extrañarnos, porque es un tema tabú. La demencia está tan estigmatizada como el aburrimiento en nuestra sociedad. Ciertamente más. Del aburrimiento nadie quiere hablar porque es el correlato de la falta de productividad, de la impopular ociosidad castigada desde hace siglos de la que son víctimas los perezosos, los infructuosos, los que malgastan su tiempo o no tienen capacidad para emplearlo de manera significativa. Nadie quiere a su lado a una persona que se define como aburrida. Pero mucho menos a una que se reconoce como demente diagnosticada. Esa carta de presentación es vergonzosa para cualquiera en este mundo enfermo, porque la demencia es una enfermedad mental y el demente arrastra la vergüenza de una imperfección que ataca al órgano más valioso de todos: el cerebro, el que nos hace ser seres racionales y nos confiere una identidad como individuos y como especie. Puede que el aburrimiento se convierta en un trastorno mental en casos excepcionales —y, sin duda, su experiencia puede empeorar otros preexistentes—; pero la demencia es una enfermedad incapacitante que pone de manifiesto que ya no somos útiles para el grupo, cosa que ni de lejos es el aburrimiento. Quizá lo sea en el futuro, si así lo dictamina el DSM. Pero de momento no lo es. El aburrimiento suena a algo remediable; la demencia huele a desahucio. ¿Y juntos? ¿Es todo esto realmente así?
Visto lo visto, si queremos hablar de demencia (y aburrimiento) con algo de rigor, no nos queda otra que informarnos primero a partir de fuentes fiables. Yo ya lo he hecho. Y, antes de pasar a contar cómo se produce el baile entre estos dos castigos en las personas mayores, voy a compartir con todos de la forma más sencilla y rápida posible lo que he podido alcanzar a conocer tras mi búsqueda.
La demencia es la pérdida progresiva de las funciones cognitivas debido a daños o trastornos cerebrales. Puede afectar a cualquiera de las funciones de este órgano, pero especialmente a la memoria, a la atención, a las habilidades visuoconstructivas (dibujar o realizar construcciones bidimensionales o tridimensionales), al uso del lenguaje, a la capacidad para resolver problemas y para inhibir determinadas respuestas, así como a las habilidades motoras. Como consecuencia, las personas con demencia pueden tener problemas para orientarse en el espacio-tiempo, para identificarse a sí mismas, a otras personas e incluso elementos de uso cotidiano, para comprender lo que sucede a su alrededor y reaccionar frente a ello y para ejecutar determinadas tareas. Según avance la enfermedad, pueden aparecer también rasgos psicóticos, depresivos y delirios o alucinaciones y cambios conductuales y de la personalidad. Todo ello provoca incapacidad para la realización de las actividades más mundanas y obliga al enfermo a requerir el cuidado y la asistencia por parte de terceros.
La forma de demencia más frecuente es el Alzheimer. Se trata de una demencia de tipo cortical, degenerativa o primaria causada por la pérdida de neuronas y de conexiones neuronales por alteraciones del propio metabolismo neuronal, lo que significa que es irreversible y progresiva. Es la conocida como “demencia senil”, porque afecta principalmente a las personas mayores de 65 años, con una prevalencia que se dobla cada lustro a partir de esa edad. Desde luego, es la más famosa y temida, pero dentro de las demencias por neurodegeneración existen un par más de las que el común de los mortales apenas hemos escuchado hablar: la enfermedad de Pick (la neurodegeneración se da en el lóbulo frontotemporal) y la demencia de cuerpos de Lewy (la pérdida se centra en la corteza frontal, parietal y temporal y en el citoplasma neuronal). Esto es lógico, siendo el Alzheimer el tipo que recoge entre un 60% y un 70% de todos los casos de demencia en el mundo.
También existen las llamadas demencias subcorticales o secundarias. La causa es la misma, la degeneración neuronal, pero lo que las provoca es algo externo al metabolismo neuronal, por lo que son tratables. En esta categoría se incluyen la demencia vascular o multiinfarto (el segundo tipo de demencia más recurrente en adultos mayores —el tercero es el de los cuerpos de Lewy—, provocado por lesiones en los vasos sanguíneos del cerebro), el complejo de demencia del SIDA (encefalopatía metabólica inducida por la infección del VIH), la pseudodemencia depresiva (fuerte depresión que implica síntomas de la demencia como la desorientación y la disminución de la atención), la hidrocefalia normotensiva (aumento de líquido cefalorraquídeo en el cerebro, también típica en las personas mayores), los estados de delirio, el hipotiroidismo, las deficiencias de vitamina B6 o B12, algunos tumores, los traumatismos craneoencefálicos, la enfermedad del Parkinson, las enfermedades de Huntington y Creutzfeld-Jakob (ambas de carácter hereditario) y el síndrome de Down.
Finalmente, están las que se (des)conocen como demencias mediadas inmunológicamente, como la enfermedad celíaca, el síndrome de Behcet (inflamación de los vasos sanguíneos del cerebro), la esclerosis múltiple, la sarcoidosis (crecimiento de pequeñas acumulaciones de células inflamatorias), el síndrome de Sjögren (destrucción de las glándulas que producen las lágrimas y la saliva) o el lupus, todas ellas tratables en mayor o menor medida y en proceso de estudio en la actualidad.
En dependencia de si un caso de demencia es reversible o no, en función de su naturaleza, los tratamientos, si fuesen aplicables, varían desde los antipsicóticos hasta las benzodiacepinas, pasando por los antidepresivos, los ansiolíticos y otros medicamentos que actúan sobre los niveles de serotonina y, cómo no, los sedantes o neurolépticos de los que tanto se quejaba Mer en su entrevista. Por supuesto, tanto si el tipo de demencia tiene cura como si no, es imprescindible la terapia ocupacional —que, por suerte, no siempre consiste en poner a los enfermos a hacer figuritas con miga de pan— y los cuidados que pueden ofrecer quienes están a cargo de las personas y que, en ocasiones, se distancian de los remedios tradicionales, como tendremos ocasión de comprobar.
Tras esta breve introducción parece que sí, que, después de todo, mi abuela padecía una mezcla entre Alzheimer y demencia vascular. Nunca le hicieron ninguna prueba para diagnosticarla, pero por ahí debía andar la cosa. Y ella se aburría mucho en aquellos años en la residencia, ¡vaya si se aburría! ¿Cómo afectaba el aburrimiento a su estado particular de salud mental? ¿Y este último a su propensión al aburrimiento? ¿Y qué partido podía tomar la institución en la que se encontraba para ofrecerle la mayor calidad de vida posible teniendo en cuenta la relación entre aburrimiento y demencia? Mejor dicho, ¿qué sabía la institución sobre la relación entre aburrimiento y demencia? ¿Y qué sabía sobre si ella se aburría o no? Me pregunto algo mucho más duro que no quiero verbalizar, pero no puedo evitar hacerlo: ¿Qué le importaba todo esto realmente a la institución? Yo creo que nada en absoluto, para desgracia de mi Tata y de otros tantos que se encontraban en su misma situación. Pero a mí me importa, y sé que a vosotros también. Por eso lo voy a contar, aunque no va a ser en esta ocasión. Hoy ya me he extendido bastante; he conseguido captar vuestra atención y sembrar la semilla de la duda y la curiosidad. También he proporcionado una buena cantidad de información que seguramente desconocíais o manejabais de manera confusa y toca procesarla. Ahora solo tendréis que esperar a la siguiente publicación para averiguar cómo se influencian mutuamente las partes de este triste matrimonio.