¿Qué es la vejez? Mi vejez, tu vejez y la de los demás
Una de las cuestiones que más me discuten cuando doy charlas para personas más adultas (más que mis estudiantes de universidad, que tienen una visión un tanto más difusa y en exceso alejada de lo que es y supone la vejez) es acerca del comienzo de la vejez.
Lo que suelen plantearme es que los 65 no marcan ya el umbral de esta etapa vital, pues se aleja mucho de la imagen de sí mismas que tienen estas personas. Desde mi perspectiva, no es más que un matiz que está en realidad en el enfoque, pues partimos de la idea de vejez como etapa no solo de declive, sino de una mezcla de muchas cosas negativas con las que cuesta mucho (muchísimo, normal) identificarse. Por lo tanto, daría igual que retrasásemos el umbral a los 68 años y 6 meses, o a los 77, porque muchas personas (la mayoría) no se identificarían con ello a medida que su edad se acercase a ese número.
De hecho, partiendo de esas premisas, la propia identificación no sería sino una derrota. Esto tiene mucho que ver con cómo vivimos nuestra propia vejez (la vejez de los otros siempre es más fácil, porque opinar de lo ajeno es mucho más cómodo), que es tan difícil como definir nuestra vida. Al respecto, una persona de 95 años a la que entrevisté, por cierto, me decía: “Hemos trabajado, pero nada más, y aquí estamos”. Así resumía una vida entera en pocas palabras.
Para este post he analizado algunas de las entrevistas que hice a personas mayores para recopilar cómo lo veían ellas. En mi investigación consideré los 65 años como entrada en la vejez partiendo de la relación que las personas tenemos con el Estado del bienestar en España; es a partir de los 65 años cuando podemos acceder a diferentes servicios o recursos específicos. Es decir; nuestra edad marca la relación con las políticas públicas (o algunos de sus aspectos, mejor dicho). Incluso si se nos piden requisitos extra, tener determinada edad es el aspecto clave. Por ejemplo, las pensiones; aunque ha cambiado la normativa -y además se nos exija un número de años cotizados- los 65 es (o era) la edad a partir de la cual se puede acceder a este específico sistema de protección. De la misma manera, los 18 son el umbral que marca la adultez, la posibilidad de votar o de comprar alcohol, por ejemplo (en España, no así en otros países).
Este es el único factor que nos es común, que nos une: el umbral. Después la vejez puede presentarse de forma diferente para cada persona, tanto en la reconsideración subjetiva del umbral (a qué edad fui yo viejo) como en la forma en que la vivimos o en la forma en que la definimos. No olvidemos que el envejecer no tiene guión único, aunque sí muchos estereotipos. Cuando escuchamos a quienes atraviesan esta etapa, queda claro que la vejez, más que una edad o un evento, es una experiencia subjetiva, cambiante, y a menudo resistida.
Entre sus contenidos (qué la conforman, qué la delimitan) estaría la jubilación, que se presenta a veces como un antes y un después, aunque no siempre es vivida como el comienzo de la vejez. Tampoco supone lo mismo para todos. Para algunas personas supone una liberación; para otras es un completo desconcierto. “Desde que te jubilas, tú mismo piensas que ya no vales pa ná”, me decía el abuelo de Diego, de 82 años. Lo cierto es que hay algo en la jubilación que desactiva el reconocimiento social: lo que antes daba identidad (el trabajo, el rol público) desaparece y no siempre hay un relato alternativo para llenar ese hueco. Vamos, que nos quedamos un poco vacíos de “contenido”, por así decirlo. Aunque también hay quienes lo viven con alivio: “Después de 46 años cotizados, una persona ya necesita un descanso”, me contaba otra persona con 70 años.
Otra persona, a quien ya referí en otro de mis post (me afectó saber que había fallecido y quise así rendirle homenaje) me decía: “Yo no me considero ex nada (…) Es como cuando dicen ex torero. Un torero sigue siéndolo hasta que se muere”. La frase puede parecer exagerada, pero encierra una verdad muy simple: hay quienes no aceptan eso de que la edad o dejar de ejercer una profesión determine lo que uno es.
Y es que ahí está el meollo: ¿cuándo empieza la vejez? ¿Cuándo se deja de ser adulto para ser “persona mayor”? ¿Lo determina el DNI, el acceso a la pensión -como señalaba antes- una caída, o la mirada ajena? ¿Somos viejos cuando queremos serlo o cuando deciden desde fuera que lo somos? ¿Tenemos algo que decir frente a ello?
“No sé… es según la persona, la mentalidad que tenga”, planteaba otra de mis entrevistadas con sus 85 años. “Yo no me considero mayor”, me decía otra mujer de 67. Hay quien rechaza la etiqueta de “vieja”, como si al nombrarla se invocara algo que aún no corresponde. “Viejos son los muebles”, bromeaba una mujer de 67 años, pero no era así para todas las personas con las que hablaba. No era así para Emilia, de la misma edad, que me decía, sin rodeos: “La palabra que más me define es vieja… es que ‘mayor’ no me dice nada”.
La vejez no se acepta fácilmente, y no tanto por la edad en sí, sino por lo que implica en términos de capacidad. De autonomía. De fuerza. De dignidad, siendo muy directos. Pero creo que sobre todo por cómo afecta a la propia imagen. La línea, y aquí parecían coincidir, no está en el calendario, sino en el cuerpo. “Me da miedo subirme a la escalera”, “ya no puedo con las bolsas”, “no puedo apretar un tornillo” … Estas eran las frases comunes, alejadas en realidad de cualquier dramatismo, las que marcaban los verdaderos umbrales. La vejez aparece cuando se depende de otros, o cuando la comparación con el yo anterior se vuelve dolorosa.
Pero también encontraba discursos de resistencia a la acepción de la vejez como cambio de uno mismo o de las costumbres, de pérdida de la capacidad: “Yo me levanto a las siete, me voy a andar una hora, haga frío o calor”, me decía una mujer de 73 años. “Ayer estuve arreglando el grifo yo mismo”, afirmaba un hombre con reuma y 82 años a cuestas. Y otra mujer, de 82 también, explicaba por qué prefería hacer las tareas de la casa a externalizarlas: “Porque si no me quedo como mi marido (con demencia en ese momento). Si me empiezo a sentar, ya no me muevo”. Es decir, también se plantean diferentes formas de resistencia a cumplir con todos esos estereotipos marcados desde fuera.
Mis entrevistados y entrevistas me mostraron que envejecer no es necesariamente ni siempre entrar en un territorio nuevo, sino continuar una forma de estar en el mundo, aunque con ciertos ajustes. La clave para mí está en si ese mundo sigue permitiendo ejercer agenda, tomar decisiones, organizar la vida cotidiana. Aquí es donde entra en juego (qué insistente soy con esto, lo sé) el apego a la vivienda, al barrio, a espacios donde ejercer la rutina. Si es que nos permiten permanecer y ejercer la rutina. La permanencia en el entorno representa continuidad, capacidad, control.
Volviendo al umbral, muchas personas marcan un límite simbólico: “La vejez, auténtica, a los 85… si es que se llega”. Pero mi sensación es que esto lo plantean personas que ven esa edad muy lejana (esa persona tenía entonces 70 años). Antes de eso, lo que hay es “menos juventud”, pero no una identidad claramente reconocida como “persona mayor”. Falta tal vez una categoría intermedia que no nos suscite tanto rechazo, que no sea ni infantilizadora ni terminal. Tal vez porque la vejez, como experiencia subjetiva e intimísima, rara vez se vive de forma lineal y, sin duda, no es igual para todos.