A vueltas con la intergeneracionalidad en la empresa: demasiado nuevo, demasiado viejo

El entorno laboral (y las políticas de las empresas) es uno de los espacios donde más claramente podemos ver plasmadas las ideas que sobre las distintas edades (y su convivencia) tiene una sociedad. No sólo por los márgenes legales que definen quién puede trabajar y hasta cuándo —entre los 16 y los 65 o 67 años—, sino porque, como en tantos otros ámbitos, se entretejen los estereotipos y prejuicios que marcan las relaciones, las trayectorias y las oportunidades. Insistamos en que las empresas no dejan de ser uno de los escenarios principales de socialización (ese aprendizaje de normas que continua a lo largo de toda nuestra vida) y sociabilidad (la capacidad y acto de relacionados con nuestros pares, con los otros) de nuestras comunidades y, por lo tanto, tendemos a reproducir en ellos los mismos errores que caracterizan nuestra concepción de otros espacios.
En muchas organizaciones, una persona de 50 años ya empieza a ser vista como “mayor” (uy si eres mujer, que resulta que aquel umbral baja aún más), mientras que en otros aspectos o escenarios de la sociedad solemos reservar esa etiqueta para quienes tienen una edad muy superior. Es una diferencia que parece sutil, pero que tiene consecuencias profundas: marca expectativas, condiciona decisiones y contribuye a hacer del trabajo un espacio donde la edad no siempre se valora, sino que a menudo se convierte en motivo de sospecha o de (directamente) descarte.
Al edadismo que caracterizan tales ideas no ayuda que sigamos hablando del trabajo como si fuese una línea recta: se entra siendo joven, se “crece” (si tienes suerte, también, no solo hace falta trabajo duro, sino que tienes que tener la posibilidad, el espacio, para crecer), y se abandona ese puesto laboral (al que hemos dedicado gran parte de nuestra vida) siendo mayor. Pero esa lógica no se ajusta ni a las trayectorias reales ni a los cambios que estamos viviendo, pero, sobre todo, no se ajusta a nuestros deseos. Hay quien entra más tarde, quien cambia de rumbo, quien cuida, quien interrumpe, quien vuelve. Y, sin embargo, seguimos imaginando que la juventud es la puerta de entrada y que cumplir años es motivo de salida. Como si las necesidades y deseos personales no tuviesen nada que decir en esta ecuación excesivamente lineal.
Esa mirada (edadista, insistamos) se traduce en muchas cosas. Por ejemplo, en cómo se comunican las personas dentro de una empresa. Si desde arriba se transmite que las personas mayores no son útiles, que ya no están al día, que no dominan ciertas herramientas y que tienen una fecha de caducidad, estas visiones acaban calando en las relaciones laborales. No sólo afecta a la autopercepción de estos (y estas) trabajadores, sino que también transforma el modo en que interaccionan los equipos. Y así, a veces esto que se etiqueta como “conflicto generacional” no es más que el resultado de políticas que no promueven la colaboración (ni la interdependencia) ni reconocen el valor de los distintos momentos vitales.
También arrastramos una serie de estereotipos funcionales: se asume que ciertos departamentos son cosa de jóvenes —como marketing o comunicación, informática— y otros de personas mayores —como legal o administración, por ejemplo—. Estos apriorismos ignoran cómo ha cambiado el trabajo y cómo se distribuyen las tareas hoy o, incluso, cómo los propios puestos laborales (las tareas que se desarrollan en ellos) se relacionan con otros. Indudablemente, no es nuestra edad la que define la capacidad, pero sí sigue influyendo en la posición que se ocupa. Tanto en los extremos —quienes empiezan como quienes ya tienen una larga trayectoria—, se acumulan situaciones más vulnerables, con puestos peor valorados, en mayor riesgo de desaparecer (incluso a pesar de la antigüedad en los más mayores, que puede desaparecer por cuestiones relacionadas, por ejemplo, con un cambio de titularidad de la empresa).
Pero no nos pensemos que este edadismo afecta solo a los recién llegados y a quienes tienen una edad más elevada. Parece que pocas veces se “acierta” con la edad idónea (habría que acordar, no obstante, idónea para qué. O para quiénes). También que para determinados puestos pasamos de ser “demasiado jóvenes” a “demasiado mayores”. En estas consideraciones, se sospecha del rendimiento futuro del trabajador, de la trabajadora. Es una visión no solo errónea, sino dañina. Mientras sigamos midiendo el valor de las personas por su fecha de nacimiento, estaremos reforzando la idea de que lo inevitable —el paso del tiempo— es también una amenaza.
En cuanto a los tan citados “problemas intergeneracionales” (tan fomentados por determinados medios), no son muy distintos de los que vemos en la sociedad en general: poca paciencia con quienes empiezan (generaciones de cristal), poca valoración del tiempo de aprendizaje (que además se entiende ceñido a etapas breves e iniciales o, si acaso, temporales y a modo de parche), y poco reconocimiento a quienes han sostenido el trabajo de forma efectiva durante años. A los y las jóvenes se les exige mucho y muy rápido, sin espacio real para formarse. A las personas mayores se les pide actualizarse, pero sin ofrecerles condiciones dignas para hacerlo. Y todo ello en contextos donde la formación suele recaer fuera del horario laboral, sin compensaciones ni reconocimiento.
El resultado es una especie de bucle: no se crean condiciones para la convivencia generacional, se fomenta una extraña (e irreal) competencia para después culpar a las personas —y a su edad— de los problemas (roces, malas interacciones) que puedan aparecer. Como si la edad fuese el problema, y no la manera en que organizamos el trabajo.
Tal vez debamos empezar por lo más básico (la propia empresa y cómo estructura las relaciones laborales) y dejar de hablar del “problema intergeneracional”; empezar por fin a hablar del problema de cómo entendemos el trabajo y por qué es un vértice tan importante de la infelicidad de las personas, de los conflictos.