Por cuidado se entiende el apoyo o asistencia que se proporciona a las personas que lo necesitan. La RAE define cuidar, en su segunda acepción, como “Asistir, guardar, conservar. Cuidar a un enfermo, la casa, la ropa”. En su primera acepción, que complementaría a la anterior si hablamos no solo de cuidados, sino de cuidados de calidad, la RAE establece cuidar como “Poner diligencia, atención y solicitud en la ejecución de algo”.
Sobreentendemos que los potenciales demandantes y receptores de estos cuidados serían los niños y niñas, las personas mayores y personas dependientes en general. Es decir, personas que necesitan los cuidados. No obstante, todos podemos ser receptores de formas de cuidado en distintos momentos de nuestra vida, incluso aunque no quepamos a priori en la definición de dependientes o hayamos dejado de necesitar asistencia de forma estricta. Por ejemplo, recibimos cuidados cuando estamos enfermos. Pero también en otros momentos en los que no hay una necesidad real, como cuando vamos de visita “a mesa puesta” a casa de la abuela y ya de paso nos llevamos cuatro tápers. Concibo el cuidado de forma amplia, refiriendo todas aquellas atenciones que facilitan tanto nuestra vida y que no son remuneradas de forma ninguna.
Es decir, sin necesitar asistencia podemos ser receptores a diario de labores de cuidado que hacen que nuestra vida cotidiana sea más fácil. Estas pequeñas formas de cuidado (como los tápers) suelen pasarse por alto (a pesar del enorme impacto que tienen sobre la calidad de nuestra vida) pero, en gran medida, también las grandes manifestaciones de cuidado parecen faltas de prestigio.
Los cuidados han sido tradicionalmente desprestigiados y considerados completamente al margen de las labores productivas. Y esto tiene una consecuencia terrible sobre el propio cuidado, invisibilizando el esfuerzo de la persona cuidadora, pero también asumiendo la calidad del cuidado emitido y la capacidad del cuidador. En lo que refiere a cuidados, y a diferencia de otras actividades que no resultan tan fundamentales para el mantenimiento de la vida humana y el bienestar, se tiende a asumir que cualquiera, por el mero hecho de querer o (peor) disponer de tiempo o no tener una actividad productiva reconocida (es decir, no cobrar) puede hacerlo. Y que, además, lo hará bien.
Esta es una cuestión que debiera preocuparnos enormemente. Pero hay otras sobre las que cabe reflexionar.
Hace unos días publiqué este artículo sobre la sobrecarga de cuidados en el hogar y la externalización de los mismos a través de la contratación de servicio doméstico, que sería otra opción distinta de la que hablamos hoy. Lo que apuntaba en ese artículo es cómo ante los cambios sociales y demográficos (menos cuidadoras para un mayor número de demandantes de cuidado) se produce una situación enormemente difícil, que no encuentra soluciones optimas ni desde lo privado ni desde lo público. Esta dificultad apuntaría a tres cuestiones: la sobrecarga de la familia, que no puede dar respuesta a la necesidad creciente de cuidado; la inexistencia de respuestas públicas adecuadas y suficientes por parte del Estado; y por último, la regulación del servicio doméstico, que sumerge a las trabajadoras en situaciones de vulnerabilidad demostrando la escasa valorización social que tienen los cuidados en la sociedad actual (sin que esto signifique que en el pasado se valorasen mejor). Respecto al primer punto, además de la sobrecarga familiar, que no puede dar cobertura a la necesidad de cuidados por cuestiones de tiempo, es necesario recapacitar sobre si es capaz de darlos en calidad.
Como hemos señalado en otras ocasiones el aumento de la esperanza de vida (en 2016 Eurostat señala a las españolas como las más longevas de Europa, con 86,3 años y a los hombres los séptimos, con 80,5 años) hace que se asuma una mayor necesidad de cuidados, lo que no es necesariamente cierto, o al menos no lo es de una forma simplista. Más personas llegan a edades más longevas, lo que hace que haya una mayor cantidad de potenciales demandantes de cuidado. Pero, además, y esta sería la parte importante, cuando necesitamos cuidados, los necesitamos durante más tiempo (porque incluso afectados por enfermedades, la esperanza de vida sigue siendo más larga). En relación con esta cuestión, aquí aparece algo que me resulta fundamental y sobre la que necesitaríamos reflexionar a la hora de abordar los cuidados desde el Estado de Bienestar: esta mayor supervivencia también se produce en personas que sufren discapacidad y/o enfermedades crónicas, aumentando la complejidad de los cuidados que necesitan. No obstante, se sigue asumiendo que la capacidad de cuidar (y de hacerlo bien) depende de la voluntad y se relaciona en el imaginario con el amor que se les tiene a quienes necesitan cuidados. Y eso provoca a veces esfuerzos ímprobos por proporcionar esos cuidados a los seres queridos. Esto concuerda con una preferencia generalizada en España, frente a otros países europeos, por el cuidado por parte de las familias o la corresidencia (vivir con uno de los hijos que sería quien proporciona los cuidados):
Fuente: Costa-Font (2017).
No dudo de la enorme buena voluntad de los hijos (hijas, no nos vamos a engañar, que aunque los cuidados de la infancia parecen empezar a cambiar, los cuidados hacia dependientes mayores continúan en las manos, llenas a rebosar, de las mujeres) pero sí dudo más de la capacidad y el conocimiento para poder proveer de los cuidados necesarios que permitan hablar de un envejecimiento de calidad.
Pero además hay una cuestión fundamental sobre la que tal vez no se ha reflexionado lo suficiente: la mayor esperanza de vida en salud hace que se retrase la necesidad de los cuidados asociados a la vejez. Pero esto también significa que quien proporciona los cuidados (las hijas, las nueras) también son más mayores cuando tienen que empezar a cuidar. Y, sobre todo, al aumentar la esperanza de vida en situación de dependencia, los cuidados se emiten durante más tiempo. Finalmente, esto significa que somos cuidadores hasta edades más avanzadas, pudiendo solaparse en ocasiones la necesidad de cuidados propia con la emitida. Y aquí la pregunta ¿Puedo dar cuidados o los necesito? ¿Está dando cuidados quien ha pasado a necesitarlos? Cuando esto sucede, y cada vez sucede en mayor medida, no solo estamos dificultando la autonomía en la vejez y sobrecargando a los cuidadores, sino que de forma inevitable se verá disminuida la calidad de los cuidados y por lo tanto, la calidad de vida de ambas partes.