En numerosos medios aparece, eterna, la cuestión de la sostenibilidad de las pensiones. Se plantea desde ciertas perspectivas que el Estado de bienestar no será sostenible y que la buena voluntad de los jóvenes (y las, aunque a estas siempre se las deja de lado) no tendrá recompensa en el (su) futuro. Y sobre esto podemos discutir y argumentar mucho, como que las alternativas planteadas se acercan mucho a posturas privatizadoras, pero hoy estoy terriblemente cansada. Estoy terriblemente cansada de estas posturas que se engarzan en la limitación de lo público, de eso que nos ha costado tanto conseguir y que ahora aparece estrujado y demonizado incluso. En mi cansancio, en este cansancio específico, lo que me pregunto en realidad es si lo que es sostenible o no es la vida que llevamos.
Quizá sea el cansancio el que me empuja a la pregunta, pero resulta que la vivienda es cada vez más cara, mi ciudad es más cara y cada vez más inhabitable. Todo es más caro y me pregunto cómo piensan esos señores que podremos ahorrar para la jubilación y por qué se pretende imponer este mecanismo. Sube el coste de la cesta de la compra, pero no necesariamente el de los salarios (no digo aquí nada nuevo). Voy más allá: suben los precios a la par que suben las exigencias sociales (ser delgado y joven, ser deportista, ser exitosa en el trabajo y, si es posible, hasta un poco más alta) y las laborales (¡ama lo que haces para no tener que trabajar nunca!), pero lo cierto es que los deseos se cronifican y las fuerzas se agotan. No hablo aquí solo de mí. Hablo también de tantas personas que, incluso habiendo llegado a una edad avanzada, siguen preguntándose si esta vida —así como está organizada— es realmente vivible. Porque, más allá de las cifras sobre esperanza de vida, que no han dejado de aumentar en las últimas décadas (afortunadamente, incluso con la protesta de algunos), la pregunta que deberíamos hacernos con urgencia es: ¿cómo vamos a vivir esos años añadidos?¿También con exigencias y pesares?
Nos decimos, con una mezcla de admiración y vértigo, que vamos a vivir más. Que es una suerte. Que lo difícil es conseguir que esos años añadidos sean años de calidad, de salud, de autonomía. Que hay que “prepararse” para una vida más larga. Y se nos olvida preguntarnos si estamos colectivamente preparados —no solo económicamente, sino política, cultural y emocionalmente— para esa vida extendida. Me lo pregunto partiendo desde esa especie de culpabilización “privatizadora” que parece extenderse como una mancha de aceite.
Porque la sostenibilidad de las pensiones, siendo importante, no es más que un fragmento del todo. ¿Qué pasa con la sostenibilidad de la vida cotidiana? ¿Con la de los vínculos sociales en el contexto de jornadas interminables? ¿Con la de los espacios urbanos, diseñados muchas veces de espaldas a las personas mayores, a la infancia, a la discapacidad? ¿Y con la de los tiempos que impone un mercado laboral en el que todo caduca rápido y desde el que se exige estar siempre disponible?
Se dice que los sistemas públicos “no aguantan”. Que el envejecimiento es un problema. Que no hay suficientes personas jóvenes para mantener a las más mayores. Pero lo que se pone poco en cuestión es que tal vez el problema no sea tanto vivir más, sino vivir mal. Vivir en un sistema que concibe la longevidad como un gasto, una carga, un reto técnico o contable, pero no como una oportunidad para repensar el pacto social y reorganizar los recursos y los cuidados.
Ante esta queja tan difusa, podrían preguntarme (con razón, claro, porque si te quejas de algo, ¿cuál es tu aporte?; ¿Qué solución das?) sobre cómo sería para mí una sociedad verdaderamente sostenible en tiempos de longevidad. Y otra cosa no, pero opiniones tengo un montón.
Desde mi perspectiva, sostenible sería una sociedad en la que envejecer no fuese sinónimo de irrelevancia, vulnerabilidad. Una sociedad en la que los años vividos sumasen derechos a la experiencia, no temores acerca de cómo voy a “aguantar” económicamente esos años que me quedan. Sería una sociedad en la que se valorase la experiencia acumulada y la propia existencia, sin más, donde el relevo generacional no sea una guerra encubierta sino una conversación entre personas de diferentes edades, con sus diferencias y similitudes, honesta y enriquecedora, alimentada por la búsqueda de soluciones a objetivos comunes. Una sociedad que no se limite a alargar la vida, sino que se preocupe de “ensancharla”, de hacerla más habitable, más justa, más (y mejor) compartida. Por todos, por todas, edades al margen.
Además, sería una sociedad que distribuyese de manera más equilibrada los tiempos del trabajo, del cuidado, del ocio, del aprendizaje. Porque si vivimos más, quizás también debamos repensar cómo se reparte el esfuerzo y las contribuciones a lo largo de la vida. Tal vez podamos trabajar más años, sí, pero de otra manera, más satisfactoria. Con más pausas, con más (y mejor) formación, con más espacios para cuidar y para ser cuidados. Para cuidarnos. Con mejor trato y menor pesar. Una forma que nos permita entender que coger una baja no es “una falta”, que no sea un peso personal, que no sea una situación que nos hace sentirnos culpables de no aportar lo suficiente o de “perder posicionamiento”. La sostenibilidad, en este sentido, no es una tabla de Excel o un asiento contable con “deberes y haberes”, sino la respuesta a una pregunta ética sobre cómo queremos vivir y acompañarnos. Entiendo que también es una respuesta política, pero sobre todo debe partir de lo individual, para que podamos creer en las potenciales transformaciones.
Sería, además, una sociedad que no medicaliza el envejecimiento como si fuera una enfermedad ni lo convierte en una trinchera de gasto sanitario. Sabemos (o debiéramos saberlo) que buena parte de lo que determina nuestra salud no ocurre en los hospitales ni en los centros de salud, sino en la vivienda, en el transporte, en los entornos sociales y urbanos, en la calidad del aire, en la alimentación. La longevidad no se sostiene a base de más pastillas, sino de mejores políticas sociales, de más vínculos, de más y mejor accesibilidad en el entorno. De más comunidad. De más sociabilidad.
La pregunta por la sostenibilidad es, en el fondo, una pregunta por el sentido que deseamos tomar como sociedad y del sentido individual. ¿Qué sentido tiene añadir años a la vida si no añadimos vida a esos años? ¿Qué sentido tiene pedir a las personas que ahorren más para su vejez si no garantizamos no solo que puedan hacerlo, sino que no garantizamos condiciones dignas en el presente? ¿Qué sentido tiene vivir más, si lo hacemos en ciudades hostiles, en mercados laborales excluyentes, en relaciones atravesadas por la competencia y la autoexigencia? Y, ¿qué sentido es el que queremos tomar como sociedad?
Volvamos para finalizar a la imagen del cansancio. Quizás no sea un síntoma individual, sino una señal colectiva de que necesitamos ciertos cambios, y no en cuestiones referentes al modelo de financiación. Porque hay algo profundamente insostenible en este modo de vida que nos exige ser eternamente jóvenes, productivos, disponibles, autosuficientes.
Tal vez vivir más no consista tanto en alargar la carrera como en cambiar el rumbo. En aprender a sostenernos mutuamente. En resignificar la longevidad como un bien común, no como una amenaza. En dejar de temer a la vejez como un despojo y empezar a construirla como una etapa valiosa, activa, creativa, digna.
Porque la sostenibilidad no debiera ser solo una palabra que acompaña informes económicos o estrategias climáticas. Es, también, una forma de cuidar lo que importa, que son para mí las personas que conformamos eso que llamamos “sociedad”. Es también preguntarnos por el tipo de vínculos, de ciudades, de políticas y de narrativas que harán posible que tengamos vidas más largas, sí, pero también buenas y merecedoras de ser vividas.
Y eso —ahora que lo pienso, incluso desde el cansancio— no es poca cosa.