El cambio climático y las temperaturas abrasadoras ya no son una amenaza futura apocalíptica ni un asunto de académicos lejanos geográficamente que analizan los polos y cómo se derrite el hábitat de osos y focas. El efecto del cambio climático es lo que sentimos en la piel cuando el asfalto arde, cuando ni el ventilador parece mover la densidad del aire porque las noches son tan calurosas que no nos dejan dormir y abrir la ventana parece conectarnos con el volcán en el que Frodo tiró el anillo único.
También es parte presente y continua de las conversaciones cotidianas, parte de nuestra queja diaria y cuando alguien dice “ya no hay primaveras” no nos resulta ya ni original. Vivimos además en casas que no se diseñaron para resistir ese calor y los barrios parecen retener el calor, así que salir de casa tampoco es una escapatoria. De hecho, no solo parece que lo retienen, sino que de facto lo hacen (la isla de calor). Este cambio y el calor que acompaña nos afecta a todos, pero no afecta a todas las personas por igual, porque como tantas veces ocurre con los grandes procesos sociales, golpea con más fuerza a quienes ya vivían en condiciones más frágiles. La vivienda, de nuevo, es uno de los filtros diferenciadores más potentes.
Entre quienes más sufren el calor se encuentran las personas mayores, las que conviven con alguna discapacidad (o varias) o las que atraviesan situaciones de vulnerabilidad social y económica. Algunas personas, en esta lotería de la vida, están en más de una de estas categorías a la vez. En el caso de la vejez no es solo una cuestión exclusivamente de biología, aunque es cierto que el cuerpo envejecido se adapta peor a los extremos, responde más lentamente al calor y acumula enfermedades que hacen más difícil afrontarlo. Tampoco es únicamente una cuestión de recursos materiales, aunque quien tiene aire acondicionado y una vivienda fresca lleva una ventaja enorme frente a quien vive en un cuarto piso sin aislamiento (como yo, mientras escribo esto, y eso que al menos cuento con agua fría en el frigorífico). Es sobre todo una combinación de factores que se entrecruzan: la edad, claro, pero sobre todo el estado de salud, los recursos económicos, la calidad de la vivienda en la que residimos, pero también el nivel y calidad de nuestras relaciones y apoyos sociales, la accesibilidad al transporte y a la información, incluso cómo se procesa esta. Todo ello, en sus diferentes grados y conjugaciones, multiplica la vulnerabilidad.
Una ola de calor puede ser un episodio molesto y agobiante para quien goza de buena salud, pero cuenta con ciertos recursos (más agua, menos actividad física y algo de sombra) para hacerle frente; para una persona mayor que vive sola en un piso mal aislado, con movilidad reducida o con dolores, con ingresos ajustados y sin posibilidad de, por ejemplo, tener aire acondicionado (en un contexto en el que las malas construcciones lo hacen imprescindible), el calor supera el grado de molestia para convertirse en una amenaza seria para la vida. Los datos nos recuerdan que las muertes atribuibles al calor en personas mayores han crecido de manera alarmante en las últimas dos décadas y que la tendencia es ascendente.
Al calor extremo y a los efectos sobre el cuerpo se suman otros efectos menos visibles, pero igualmente dañinos. La salud mental se resiente, y el malestar emocional encuentra terreno abonado cuando la incomodidad es constante, cuando la falta de sueño se acumula o cuando la sensación de encierro se prolonga durante días. Lo del aislamiento durante la pandemia parece que se nos ha olvidado, pero muchas personas mayores se enfrentan a esta situación (y al riesgo de la soledad impuesta) en su día a día. En contextos de temperaturas extremas el aislamiento y la imposibilidad de salir a dar un paseo se intensifica. La dificultad para salir a la calle, la limitación para participar en actividades cotidianas o el simple miedo a deshidratarse o sufrir un golpe de calor pueden llevar a pasar jornadas enteras encerradas, en soledad (de la no deseada, de la impuesta por lo externo), con todo lo que eso implica.
La ciudad, que tantas veces se presenta (o presentaba, empiezo a pensar) como espacio de oportunidades, se convierte en un horno que nos asfixia. Entra aquí el llamado efecto “isla de calor” al que hacía referencia, que hace que las ciudades concentren y amplifiquen las temperaturas; cuanto más gris nos parece una ciudad, más calor encierra. El hormigón es nuestro enemigo y las plazas de cemento lugares de tortura. En lugares como Madrid basta caminar un poco (lo que el cuerpo aguante) por sus calles para comprobar que no todas las zonas sufren el mismo calor ni con la misma intensidad. Los barrios con más vegetación, con parques cuidados y calles arboladas, logran mitigar en parte el impacto, mientras que en otros la ausencia de sombra convierte el verano en una carrera de resistencia. Podríamos hablar de la Puerta del Sol, pero para qué. En Madrid, como en tantas otras ciudades hay numerosas viviendas mal aisladas, edificios altos donde el calor se acumula en los pisos superiores, y barrios donde la precariedad urbana y un mal pensado mobiliario urbano (gris, de cemento, absorbiendo el calor) multiplica los riesgos y la incomodidad. No olvidemos que no todas las personas tienen la posibilidad de refugiarse unos días fuera, de huir de Madrid ciudad al norte en los días más invivibles de la ciudad; no todas las personas disponen de redes familiares que acompañen en estos días abrasadores o que nos inviten a pasar el calor en una casa más habitable. Cuánto echo yo de menos estos días de 40 grados tener esta posibilidad, al menos.
Si queremos ahondar aún más, añadamos la cuestión energética como capa extra de desigualdad. Adaptarse al calor requiere de recursos: ventiladores, aires acondicionados, frigoríficos funcionando a pleno rendimiento. Todo ello supone un gasto que no todos los bolsillos pueden asumir. La pobreza energética deja a muchas personas en la disyuntiva de elegir entre soportar el calor sin medios suficientes o reducir otros gastos esenciales. No es raro encontrar hogares que apenas ventilan para no gastar en climatización, incluso más allá del calor, cuando conviven con humedades y mohos que agravan enfermedades respiratorias y reumáticas. El cambio climático, en este sentido, no solo trae temperaturas extremas, sino que también destapa y agrava otras desigualdades habitacionales.
Si miramos más allá de los muros de las casas, descubrimos que la vulnerabilidad se extiende también a otros espacios destinados al habitar. Las residencias, los centros de día, los hospitales y hasta los transportes públicos deben adaptarse a un clima que ya no responde a los patrones del pasado. No obstante, muchas veces los protocolos no contemplan suficientemente las necesidades de las personas mayores (no hablemos ya de las personas con discapacidad) en situaciones de emergencia climática. Evacuar un edificio, encontrar un refugio temporal o simplemente acceder a información clara y accesible no son tareas menores cuando la movilidad está reducida, cuando los dispositivos electrónicos no se manejan con soltura o (imaginemos) cuando la información llega en un lenguaje poco accesible.
Frente a esta realidad, la pregunta que se impone es qué podemos hacer como sociedad. Y la respuesta no puede limitarse a recomendaciones individuales como beber más agua o evitar salir en las horas centrales del día. Se necesitan políticas urbanas que apuesten por más arbolado, sombra y fuentes de agua en los espacios públicos (por favor). Se requieren planes de emergencia inclusivos desde el punto de vista etario, que piensen en quienes no pueden evacuar por sí mismos o en quienes necesitan asistencia específica. Es imprescindible reforzar los servicios sociales y comunitarios para que nadie se vea obligado a enfrentar en soledad una ola de calor desde un piso mal aislado, recalentado. Resulta también urgente combatir la pobreza energética con medidas que aseguren que la adaptación al cambio climático no sea un privilegio reservado a quienes más tienen.
El cambio climático está alterando nuestras condiciones de vida, pero también nos está mostrando con claridad las grietas de nuestras sociedades. En su crudeza, nos señala dónde hemos fallado en garantizar derechos básicos como la vivienda digna, la energía asequible o la atención a la dependencia, que supera ciertas concepciones limitadas acerca de qué son los cuidados. La vejez en el siglo XXI no puede pensarse al margen del cambio climático. Si ganar años de vida ha sido uno de los mayores logros de nuestra sociedad, ahora el reto es que esos años se vivan con dignidad en un entorno seguro. De poco sirve hablar de longevidad si el calor extremo encierra, agota y amenaza la vida de las personas mayores. De poco sirve celebrar que viviremos más si no garantizamos que esos años adicionales no se convierten en tiempo de sufrimiento. Reconocer la necesidad de atender al impacto del cambio climático en la vejez es un ejercicio de responsabilidad colectiva.