¿Estás triste? ¡No estés triste! ¿Te sientes solo? ¡Toma un robot!
Estoy convencida (o quiero estarlo) de que, a pesar de todas las barbaridades que suceden en el mundo (no hace falta ni citar las más recientes, que se nos eterniza el post), somos hoy una sociedad más sensible en lo que respecta al malestar psicológico de los demás. Somos, al menos, conscientes de que ese malestar existe y que hay que abordarlo. También empezamos a darnos cuenta, aunque sea a trompicones (y perdonadme el contraste), de que la intervención de las nuevas tecnologías en nuestras vidas no siempre es inocua. A veces entra como un elefante en una cacharrería: desordena nuestra atención, reconfigura nuestras rutinas, altera el sentido del tiempo libre e incluso, a veces, lo que es importante y lo que parece dejar de serlo. Pero también nos resistimos, así que quiero creer que no todo está perdido. Como ejemplo, ese pequeño gran gesto colectivo que hemos empezado a protagonizar hace muy poco: hemos reconocido, por fin, que no nos gusta recibir correos de trabajo los fines de semana (menos aún llamadas). Y hasta hemos reconocido legalmente algo tan básico como que tu jefe no debería escribirte al móvil en tu tiempo de ocio para contarte su última ocurrencia (que igual es hasta interesante, pero que puede esperar al lunes).
Volviendo al primer punto, somos más conscientes —o quiero pensar que lo somos, insisto— de que hay sufrimientos que no dejan marca física pero que duelen igual o más. El dolor emocional, el vacío, la ansiedad, la angustia: palabras que hoy se escuchan con menos pudor y con más empatía que hace unos años. Una sociedad más sensible, sí. O al menos, más atenta. Aunque no siempre acertada en su abordaje y soluciones.
Un buen ejemplo de esto es la forma en que hablamos —y tratamos de abordar— la soledad (esa que a veces denominamos “no deseada” y que está en momento de revisión). Desde el mundo académico y desde algunas políticas públicas, se ha hecho un esfuerzo importante para entenderla mejor. Hemos aprendido, por ejemplo, que vivir solo no es lo mismo que sentirse solo. Ir a comer sola, al cine sola, no es negativo ni implica soledad en su sentido negativo. Que la soledad es algo mucho más complejo. Que no se concentra únicamente en la vejez, aunque esta etapa de la vida la haga más visible. Y que, sobre todo, no es un fenómeno que se resuelva desde un enfoque paliativo o tecnológico. ¿O esto último no lo hemos aprendido?
Porque a veces, cuando menos te lo esperas, llega la respuesta mágica: “¿Te sientes solo? ¡Toma un robot! ¡Habla con Siri o con esta foca robótica y todo mejorará!”
Y una no sabe si reír o llorar.
Somos una sociedad que ha desarrollado una enorme sensibilidad hacia ciertas injusticias, pero que también cae con frecuencia en la trampa de las “felices ocurrencias”. Como esas ideas de bombero retirado —permítaseme la expresión— que buscan resolver problemas complejos con soluciones aparentemente simples, llamativas, tecnológicas, y profundamente desconectadas de la realidad humana. Como si ser humano, vivir y convivir fuese sencillo. La propuesta de poner un robot a “hacer compañía” a una persona que se siente sola es exactamente eso: una respuesta simplista a un problema complejo. Es como decirle a alguien que atraviesa un duelo o una depresión un alegre y entusiasta: ¡No estés triste! Es no entender nada. Es ser, incluso sin quererlo, un poco cruel, desmereciendo las emociones de quien tenemos enfrente.
Como socióloga, insisto mucho en una idea que intento transmitir a mi alumnado: los seres humanos somos seres sociales. Nos necesitamos los unos a los otros desde el momento en que nacemos y lo hacemos hasta el último día de nuestras vidas. Incluso cuando no nos soportamos, incluso cuando huimos de las aglomeraciones, incluso cuando idealizamos la vida del ermitaño. Que, por cierto, es uno de los mayores mitos modernos: hasta el abuelo de Heidi bajaba al pueblo a intercambiar el queso por otras viandas. No es posible vivir en total aislamiento. Incluso el tipo borde de tu barrio necesita a otros seres humanos (igual o menos bordes que él) para sobrevivir física y psicológicamente.
La soledad tiene poco que ver con la mera ausencia de personas alrededor. Tiene que ver más bien con no sentirse parte, con no tener con quién compartir lo cotidiano, con carecer de vínculos que reconozcan, sostengan y devuelvan la mirada. Y eso no se arregla con circuitos, sensores ni algoritmos. No importa cuánto se esfuerce un robot en parecer simpático: si no hay alguien del otro lado que escuche de verdad, no hay vínculo. Es necesaria también una devolución, no en el formato de “psicología de Instagram”, sino lo más humana posible. Incluso (y fijaos la contradicción) si es errónea.
Cuando proponemos un robot como solución a la soledad, estamos además diciendo algo muy serio sin darnos cuenta: estamos asumiendo que ya no sabemos, o no queremos, organizarnos de modo que seamos capaces de estar presentes unos para otros. Que no podemos —o no merece la pena— reconstruir las comunidades, fomentar relaciones vecinales, sostener servicios públicos que cuiden y acompañen. Y es que no todo malestar se soluciona con soluciones individuales (y ahí el problema central de la idea del “robot”). No todo se resuelve con gadgets, ni con consejos bienintencionados envueltos en papel de autoayuda. No, la soledad no deseada no se arregla con un robot que te pregunte si quieres jugar al tres en raya o que te diga que hoy estás muy guapo. Porque la soledad no deseada no es un fallo técnico, es un síntoma social. En lugar de hacernos preguntas incómodas sobre cómo hemos llegado hasta aquí, ponemos un parche brillante y programable enchufable a la red. Con leds de colores.
No trato con esto de demonizar la tecnología ni de desmerecer la ayuda que puede darnos. Puede ser una aliada importante si está bien orientada. Puede facilitar conexiones, apoyar tareas, complementar cuidados. Pero una cosa es que ayude, y otra muy distinta es que suplante. Lo primero suma; lo segundo reemplaza lo esencial. La vida social no se externaliza. No se subcontrata (sobre esto habría mucho que hablar). No se simula.
Por eso, cuando oigo hablar de robots contra la soledad, no puedo evitar pensar que estamos entendiendo todo al revés. Lo que necesitamos no es una máquina que finja estar, sino una sociedad que verdaderamente lo esté. Que no delegue el vínculo, que no transforme el afecto en un servicio, que no resuelva el abandono con entretenimiento. Tal vez, simplemente, alguien, de carne y hueso, con quien compartir el silencio y que de alguna manera te diga “estoy aquí”. Aunque no sepa muy bien qué decir a continuación.