¿Cómo afecta el cambio climático a las personas mayores?
El cambio climático no es una amenaza futura, sino una realidad presente que se deja notar en todas las regiones del planeta. Recuerdo que las primeras veces que oí hablar de cambio climático aparecían acompañadas de imágenes de osos que veían desaparecer el suelo bajo sus pies. Aquello nos parecía terrible – y es que lo era y lo sigue siendo-, pero ahora es una realidad mucho más cercana, tangible. De hecho, en los últimos años hemos asistido a una sucesión de catástrofes climáticas que muestran con crudeza hasta qué punto el calentamiento global está amplificando los riesgos naturales, con costes ambientales, pero también con enormes costes económicos y sobre todo, los más dolorosos: con enormes costes humanos y sobre nuestra calidad de vida. El cambio climático no solo pone en riesgo nuestra calidad de vida, sino que muchas personas mueren mucho antes de que llegue su tiempo.
Para situarnos, en términos de vidas, ¿qué es el cambio climático? Podríamos hablar del monzón de junio y julio de 2025 en Pakistán que, con sus lluvias, dejó más de 300 personas fallecidas y dejó sin hogar a miles de personas. Por si hubiese duda (aún muchos las tienen), los análisis científicos señalan que estas precipitaciones fueron entre un 10 y un 15 % más intensas de lo que habrían sido sin el calentamiento global. Tenemos ejemplos también en Estados Unidos este mismo año (justo país y momento en la que personas con capacidad de decisión niegan esta realidad) en el sur y en el centro del país. Sorprende no solo el negacionismo sino la insistencia en ignorar esta realidad eliminando sistemas de prevención: desde 1980 hasta 2024, este país ha sufrido 403 desastres que se cobraron casi 17.000 vidas y resultaron en más de 2,9 billones de dólares en costes directos. La frecuencia y coste de los desastres han aumentado drásticamente desde 1980 y las investigaciones calculan que este tipo de lluvias son ahora un 40 % más probables y un 9 % más intensas que en épocas preindustriales. Cuando decía que se eliminan los sistemas de prevención me refiero a que, para eliminar estos datos tan malos lo único que han hecho es cesar las operaciones de la base de datos de Desastres Meteorológicos y Climáticos de EE. UU. en mayo de 2025.
Podríamos hablar también de los incendios forestales que se han producido en California durante el verano de 2025, que devastaron amplias zonas, alcanzando comunidades históricas y obligando a miles de personas a dejar sus casas. La sequía prolongada y el aumento del calor extremo, intensificadas por el cambio climático, hacen que cada temporada de incendios sea más destructiva. Al mismo tiempo, diferentes regiones del planeta —desde Australia hasta Mali o Irán— han registrado olas de calor sin precedentes, con récords históricos de temperatura, lo que provoca un aumento de hospitalizaciones y fallecimientos, además de tener graves efectos sobre la producción agrícola y la disponibilidad de agua y energía.
Tal vez Estados Unidos o Pakistán nos resulten muy lejanos. A veces lo que sucede lejos, tan lejos, nos parece casi irreal. Sin embargo, España no es ajena a esta realidad. Sin querer siquiera hacer referencia a sucesos muy cercanos en el tiempo, según la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET), más de 32 millones de personas sufren ya de manera directa las consecuencias del cambio climático. En las últimas cuatro décadas se ha constatado la expansión de los climas semiáridos, el alargamiento de los veranos en cinco semanas respecto a los años 80 (que no las vacaciones), el incremento de noches tropicales y olas de calor, así como el aumento de la temperatura superficial del Mediterráneo en 0,34 °C por década. De nuevo, a veces establecer datos como la temperatura del agua, puede parecernos algo no tan relevante, pero resulta que entre 2000 y 2020, 1.072 personas perdieron la vida en España por desastres naturales asociados al clima: según los datos, 297 fueron debido a las altas temperaturas, 215 fallecieron como consecuencia de inundaciones, 179 por temporales marítimos, 124 por incendios forestales y 112 por vientos fuertes. Entre 2019 y 2023, además, las tormentas, inundaciones y deslizamientos provocaron 15.000 desplazamientos internos en el país.
Los cambios asociados al cambio climático afectan de forma especial a las grandes ciudades y a la costa mediterránea. Es decir; no todos los territorios están igual de afectados (aunque ninguno se escapa) de la misma forma que tampoco afecta a todas las personas por igual. Entre las personas más vulnerables ante el cambio climático y sus efectos, los datos internacionales confirman una y otra vez que las personas mayores son las más afectadas en situaciones de desastre. Durante el huracán Katrina, hace ya veinte años, el 71 % de los fallecidos eran personas mayores de 60 años, a pesar de que constituían apenas el 15 % de la población. En el terremoto y tsunami de Japón (2011), más de la mitad de las víctimas mortales tenía 65 años o más. En la ola de calor en Francia (2003), que provocó 14.802 muertes, la mayoría correspondió a personas mayores de 65 años. Y durante el huracán María en Puerto Rico (2017), el 82,6 % de las muertes fueron de personas de 65 años o más, aunque estas solo representaban una quinta parte de la población. Es decir: las personas mayores mueren en mayor medida ante las crisis climáticas.
También en España tenemos ejemplos recientes. En las inundaciones en Valencia, se registraron 216 víctimas mortales y entre ellas, más de la mitad —104 personas— tenían 70 años o más, a pesar de representar solo el 15 % de la población en los municipios afectados. Quince de las víctimas superaban los 90 años, lo que evidencia la desproporcionada mortalidad en los grupos de mayor edad. Muchas de estas muertes se produjeron en viviendas situadas en plantas bajas que se inundaron con rapidez, y afectaron sobre todo a personas con movilidad reducida que no pudieron ser evacuadas a tiempo. Parece que no estamos preparados para proteger a las personas mayores de los desastres asociados al cambio climático.
La explicación de que las personas mayores sean las más afectadas y registren una mayor mortalidad (aunque no son las únicas, no estoy diciendo eso) está en una combinación de factores: la movilidad reducida, las condiciones de salud preexistentes, la dependencia de medicación, las limitaciones económicas o el hecho de que vivan solas, incluso la soledad o no tener redes de apoyo que las ayuden ante la preparación de una catástrofe hacen que su capacidad de reacción sea menor. La desinformación a la que estamos sometidos tampoco es menor; ciertos programas de televisión se empeñan en meter miedo con determinados sucesos (como los que favorecen a las empresas de alarmas) pero no se ocupan de proteger a sus espectadores mayores, por ejemplo, hablándoles de qué hacer ante determinadas situaciones o poniéndoles en preaviso. A veces sucede eso de “Juan y el lobo”; se les atemoriza tanto que pueden no creerse cuando el peligro es real. Si a eso se suma la falta de planes de evacuación adecuados, el resultado es una mortalidad mucho más elevada entre quienes ya eran vulnerables antes de la catástrofe.
En definitiva, el cambio climático multiplica desigualdades ya existentes. Como comenté en otro post (en este), no todas las personas tienen la misma capacidad para escapar de una ola de calor en un piso sin ventilación, para pagar un aire acondicionado o para reconstruir su casa después de una inundación. En este contexto, la edad, la salud, el género y el nivel socioeconómico se entrelazan para determinar quién sufre más intensamente los impactos. También quién puede recuperarse mejor.
Necesitamos proteger a las personas más vulnerables ante los posibles desastres que, como hemos visto recientemente, también golpean a nuestras comunidades. En el caso de las personas mayores, esto pasa por incluirlas en los planes de emergencia, garantizar sistemas de alerta temprana accesibles, asegurar viviendas adaptadas y promover. Porque la vulnerabilidad no es inevitable: se construye socialmente, y puede reducirse con políticas públicas adecuadas, con servicios sociales sólidos y con un enfoque de justicia climática que reconozca la desigualdad en los riesgos. Recordando las investigaciones de Klinenberg sobre los incendios en Chicago, reforzar el valor de la comunidad, promoviendo redes de cuidado vecinal y comunitario puede ser clave para salvar la vida. Quizá convenga otro día hablar más ampliamente sobre los hallazgos de Klinenbert, pero aquí quería hacer énfasis en que las personas mayores están en la primera línea de la vulnerabilidad climática. La pregunta que debemos hacernos no es si habrá nuevas olas de calor, incendios o inundaciones sino cómo nos preparamos como sociedad para que los más vulnerables no paguen el precio más alto.