Sobre el rechazo a la vejez como palabra y como concepto
“La edad es relativa: si tenés 40 años y estás vivo, sos un viejo, si te morís, eras muy joven”. Colaboración No797. La gente anda diciendo.
En mis post y en general en todos los trabajos que realizo relacionados con vejez y envejecimiento, siempre tomo los 65 años como umbral de comienzo. También refiero esta etapa como vejez y en ocasiones aún soy más atrevida y parezco mezclar proceso (envejecer) con estado (vejez). Asumo el estado (vejez) como un proceso cambiante en el que los días añaden, suman y cuentan. Y por eso llego a convertir el estado en proceso.
En un artículo reciente, un lector señaló como erróneas estas decisiones y llegó a calificarlas de discriminatoria (edadista diríamos aquí). Mi decisión de establecer la vejez a los 65 años no le parecía adecuada, como tampoco se lo parecía cuando refería la etapa como “vejez” o “senectud” (y que la RAE define como período de la vida humana que sigue a la madurez). Está claro que lo primero que sentí fue una punzada (¡Edadista! ¡A mí!), pero también me pareció muy interesante, pues me di cuenta de que posiblemente no había justificado suficientemente el uso de determinados conceptos en ese artículo concreto. Tal vez es necesario reflexionar sobre estas palabras y conceptos de una forma más explicita de cómo suelo hacerlo.
Soy consciente de que la vejez es una etapa difícil de definir. Ya lo decía Caradec (entre otros autores), así que no es nada novedoso ni que nos deba sorprender. También soy consciente de que parte de la dificultad, cuando definimos la vejez, es que es una etapa muy heterogénea (lo hemos visto en numerosos post previos) y de que no todas las personas la viven igual. De que hay una intersección entre lo biológico, lo psicológico y lo social, en la que influyen numerosas variables. Y que el hecho de que desde fuera te consideren viejo o joven no es necesariamente coincidente con cómo te sientes tú.
Que los demás piensen o crean que tienes más o menos años de los que se pueden calcular desde el día de tu nacimiento, afecta en realidad poco a la edad que tú sientes.
No creo que debamos vestirnos o actuar de una determinada manera por el hecho de haber cumplido un número de años. No hay un determinante biológico que predetermine a qué edad me apetece o deja de apetecer llevar una minifalda o una camisa con cafés estampados, por ejemplo. Y aunque biológicamente, la vejez, lleva asociados una serie de cambios, estos no son iguales en todas las personas, ni se manifiestan de la misma forma ni a la misma edad. Podríamos incluso decir que la vejez tiene diferentes umbrales en función de cada persona. Pero entonces, ¿no estamos asociando la vejez solo a una serie de cambios negativos? ¿Qué es la vejez entonces? ¿Debemos dejar de hablar de vejez?
Uno de los problemas más importantes cuando analizamos la vejez (sí, sigo empecinada en el uso de la palabra) y su definición, pero especialmente de su vivencia, es resultado de la carencia de socialización para esta etapa. Durante la infancia nos preparan (mejor o peor) para ser adultos. Nos preparan para ser (¡qué errado! Como si no fuéramos ya, como si ser niño o niña no fuese ya suficiente). Pero cuando pasamos a y por la etapa de la “adultez”, dejan de prepararnos a nivel social para una etapa posterior. Como si hubiéramos llegado al “top” de nuestra existencia. Cierto es que nos pueden preparar en todo caso para la jubilación desde una perspectiva económica (véanse anuncios varios de planes de pensiones privados), pero no para vivir la etapa de la vejez. Parece que la misma sociedad que nos prepara para ser adultos no nos quiere preparar para ser viejos porque viejo parece ser una etapa terrible y a rechazar (inserte aquí su crema antiarrugas). Y aquí entran en conflicto otras cuestiones, como las que me señalaba esa persona que decía que no debía utilizar la palabra “vejez” sino optar por otras alternativas. En inglés, por ejemplo, tienen palabras que, a priori, pueden parecer más atractivas, como “seniors”o “elderly” o incluso, puestos a innovar, “grey citizens”. En su traducción, chirrían. En español tenemos también otras palabras, como “tercera edad” (“pero es que no se cuál es la segunda”, me decía un demógrafo, con quien estoy de acuerdo) y numerosos autores optan por utilizar “adultos mayores” evitando la referencia a la vejez como etapa. Pero ¿por qué el rechazo a la palabra vejez? ¿cómo llamamos a la etapa o estado?
Para mí, el problema aquí es que, a la carencia de socialización, se une el desprestigio social que tradicionalmente ha tenido la vejez como etapa vital. Que vivimos en una sociedad que valora de forma diferente las etapas vitales, es claro. A la exalcaldesa de Madrid se le señalaba su edad como una crítica en sí misma. En otros políticos (políticas, sobre todo) se ha señalado su exceso de juventud para acceder a determinados cargos, antes que la falta de experiencia. Y ojo, que son cosas diferentes. En cualquier caso, parece que hay edades que se consideran adecuadas: para llevar minifalda, para ser alcaldesa. Tal vez, la lucha debamos tenerla con los estereotipos que hay detrás de la palabra “vejez” más que con la palabra en sí y aceptar, por fin, que no son los años los que nos hacen más o menos aptos, sino toda una serie de cosas, vivencias, experiencias, aprendizajes, que hay detrás de la edad que tienen las personas.
Respecto al umbral, seré breve. Hay una mayor facilidad estadística para analizar la vejez como etapa al poner el umbral en los 65 años. Se podría argüir que la edad de jubilación, como sabemos, ha cambiado. Pero, para mi, la vejez nunca fue sinónimo de vejez, pues también sabemos que hay personas que se jubilan más tarde, antes, o nunca (especialmente las mujeres, que siguen cuidando de los demás como hicieron durante toda su vida). Por ese motivo la jubilación, en sí, no es un indicativo de vejez, sino un proceso que acompaña la vejez de un gran número de personas, pero que no lo determina necesariamente. Su umbral, además, está cambiando. Sin embargo, y aquí está el motivo de mi elección de los 65 como umbral, para acceder a diferentes servicios y programas orientados a las personas mayores se exige una edad mínima: los 65 años. Lo señala así por ejemplo la ley de dependencia, la normativa sobre prestaciones no contributivas, pero también diversos programas dirigidos a la integración social de las personas mayores o el último plan de vivienda, que incluye un programa dirigido a personas mayores (¡Bien!). Por eso sigo optando por los 65 años como umbral de la vejez, a pesar de que sea una edad que en el futuro próximo puede cambiar y que está sujeto a debate, claro.
Pero de nuevo, mi preocupación se dirige hacia el rechazo, no ya de la etapa, sino de la propia palabra que determina tradicionalmente la etapa. Decía Bordieu que “la juventud no es más que una palabra”. La vejez, sin embargo, aparece tan cargada de conceptualización negativa que su uso nos repele. ¿Cómo podemos quitarle esa carga negativa?