Del latín allucinatĭo, -ōnis ‘error’, ‘alucinación’, de hallucināri ‘divagar’, ‘equivocarse’, ‘sufrir alucinaciones’, quizá relacionado con el verbo griego ἀλύειν ‘vagar’.
Cuando una persona cree ver, oler, oír... algo irreal, imaginario, o lo percibe de un modo anormal, sufre de alucinaciones. No hay una estimulación externa del órgano sensorial implicado, pero quien la sufre la siente como si fuera real, ya sea visual, auditiva, olfativa, gustativa, de la sensibilidad, de la memoria, etc. Puede presentarse en estados psicóticos o de psicosis. La mujer cuyo cerebro examinó Alois Alzheimer en 1905, empezó a manifestar, cinco años antes de su muerte, una serie de alucinaciones, paranoia y trastornos de la conducta y del lenguaje. Cuando se manifiesta una alucinación no conviene rebatir al enfermo, pues lo contrario podría causar irritación o agresividad.
«Ojos que no ven, cerebro que alucina. Gafas, audífono y unas buenas lámparas disminuyen las alucinaciones y la paranoia. El cerebro inventa lo que no le llega por los sentidos. Para volver loco a alguien sólo hay que encerrarle en una habitación aislada: sin luz, sin sonido, sin olores, una persona normal sufre alucinaciones a los pocos días. Mucho más si el cerebro ya está dañado. Los dementes alucinan más al caer la noche, en habitaciones mal iluminadas y si tienen cataratas o miopía sin corregir» (González Maldonado, 2000: 133).
«Una paciente decía de cuando en cuando: Mira, ¡otra vez está ahí esa niña!» (Peña-Casanova, 1999d: 24).
«Un paciente daba órdenes a su esposa con frecuencia para que abriera la puerta, porque afirmaba que “están llamando otra vez”» (Peña-Casanova, 1999d: 24).
Percepción imaginaria de algo que no es real.