Este es el segundo post que empiezo, intentando evitar el tema del coronavirus. Estos días todos estamos asustados y pensando en el virus del que no sabíamos nada hasta hace muy poco. Yo no sé de este tema en realidad más allá de lo que puedo leer en las redes. Intento no hacerlo, porque últimamente parece que todos nos hemos convertido en epidemiólogos, biólogos químicos y capitanes “a posteriori”. Por eso no voy a hablar del virus, más allá de repetir que hay que lavarse las manos, toser/estornudar en el codo y que os quedéis en casa. Pero confío en que los lectores de este blog ya lo hacen incluso desde antes de que se empezase a poner multas.
Sobre la cuestión de quedarse en casa es sobre la que quiero hablar hoy. Antes, os contaré la anécdota del codo. Al llegar a Estados Unidos me sorprendió lo de toserse o estornudarse en el codo. En España somos más de la mano o de usar un clínex. De verdad que me sorprendió y sé que no fui la única, porque era algo que los españoles comentábamos. Me parecía artificioso, una rareza más de los americanos, que de manera automática dan un paso hacia atrás cuando te ven estornudar. Con el tiempo me di cuenta de que era mucho más lógico lo de toserse en el codo, más limpio y que así evitábamos contagiar a las personas que estaban a nuestro alrededor. En pocos meses lo incorporé a mis prácticas (en Boston es normal estar siempre con un ligero resfriado al que aquí -ilusos- llaman alergia). También me di cuenta de que, en un contexto sin sanidad pública, el terror a un estornudo tenía su parte de razón: tener una gripe puede ser una tragedia. No es solo el precio del médico ante cualquier complicación, sino lo que cuestan los medicamentos.
Pero vuelvo a lo de quedarse en casa y los efectos psicosociales derivados. La casa es un escenario de protección, de seguridad y es fundamental en nuestra socialización. La vivienda es fundamental para la integración social, para no enfermar, para desarrollar sentimientos de pertenencia incluso. Sobre esto hablo muy a menudo (escribí un libro y todo) así que voy a insistir lo justo. La vivienda es el lugar en el que aprendemos las cosas más básicas, como a relacionarnos con nuestros padres y nuestros hermanos. Es nuestro espacio de seguridad. Fijaos en algo tan básico como que en los juegos de los niños se grita ¡Casa! cuando llegan al espacio seguro, donde no les pueden atrapar, donde no la pueden ligar. La que consideramos “casa” nos aporta una sensación de seguridad. Cuando llegamos a casa nos sentimos seguros, a salvo. Como nota, no obstante, señalaré que soy consciente (y así lo indiqué en mi tesis) de que la vivienda no siempre es un sitio seguro o no lo es para todo el mundo. Pienso en las personas que sufren abuso y maltrato, pienso en las personas que están en una situación residencial vulnerable.
En estos días en que nuestra cabeza no deja de girar (nuestra familia, nuestros amigos, nosotros mismos, la economía, quién y para qué necesita tanto papel higiénico) pienso también en cómo nos va está afectando y qué efecto tendrá el aislamiento en España. En cómo afectará esta situación forzada a las relaciones familiares, pero, sobre todo, en cómo hacerlas más llevaderas en un contexto de mucha tensión. Disponer de un hogar, de una casa en la que poder quedarse un fin de semana sin salir es maravilloso (al que no todo el mundo tiene acceso, pienso en las personas sin hogar) pero cuando te ves obligado a hacerlo…ah, ese es otro cantar. La incapacidad de poder salir a pasear afecta a nuestro estado de ánimo. No olvidemos que estamos en un contexto de mucho estrés, así que no nos pidamos estar felices y contentos. Veamos qué podemos hacer en un contexto en el que nuestras posibilidades de socializar están muy limitadas.
Las personas mayores que viven solas y los niños van a ser las más afectadas por esta situación. En el caso de los niños, no voy a decir gran cosa: quienes tienen niños pequeños en casa estos días saben a lo que me refiero y cómo les afecta estar todo el día en casa. La desigualdad residencial aquí tiene un impacto claro: no es lo mismo pasar el encierro en una casa de 45 m2 que en una casa con patio. Pero son las personas que viven solas, y especialmente las más mayores, las que me preocupan más. Estar encerrado en casa es muy difícil, más en una situación en la que todo es tan extremo. Más en una situación en la que nos dicen “no puedes salir” (prueba a no rascarte la nariz, que te picará tres veces más. Pues así es). Pero estar solo estos días…eso es otra cosa. Aquí si hablamos de soledad, azuzada por el miedo ante algo ante lo que nos ha tocado aprender a reaccionar con un periodo de tiempo muy limitado (no, en cabeza ajena nadie escarmienta. No, en USA hasta hace bien poquito no creían que la realidad europea y china les pudiese afectar. En otros países, gente informada de lo que está pasando en España sigue creyendo que a su país no va a llegar).
Aunque cuando escribo esto ya han prohibido los desplazamientos no justificados, tenemos que ser conscientes de que las personas mayores son la más vulnerables ante este virus y que por ese motivo no debemos ir a verles. Pero eso no significa que tengan que estar tan solos. Podemos estar más presentes en el teléfono, por ejemplo. Llamar cada pocas horas, para recordarles que no están solos. Hablar con el vecino desde el balcón no es mala opción. Hasta con el que te cae mal. Lo necesitamos.
Podemos utilizar estos días para ser más partícipes de la vida de los demás, utilizando todas esas maravillosas tecnologías que tenemos para estar cerca de quienes se sienten solos. Pero también las antiguas (teléfonos fijos, esas maravillas del pasado).
Podemos también aprender algo de esta situación, horrible, que es la de valorar más las cosas. No solo de la importancia de la sanidad pública (cuando ataque el coronavirus fuerte en Estados Unidos no quiero ni pensar qué va a suceder) y de la labor del personal sanitario, del personal de limpieza y de quien nos atiende en el supermercado (personal que repone, atiende en caja, de quienes hacen los envíos). O de los y las profes del cole, que protegen a nuestros hijos e hijas (y de otros 30 a la vez) a la vez que les enseñan (y que no siempre son valorados). Este es un momento en el que valorar las profesiones en las que no se piensan (las personas que conducen los camiones que llevan ese papel higiénico que ahora necesitas por kilos, por ejemplo). Es también el momento de valorar las interacciones cotidianas con las personas de nuestro alrededor y cómo forman parte de nosotras. Piensa en qué persona mayor conoces que puede sentirse sola estos días, no solo en los más cercanos o los más queridos, sino también en aquellos (los tíos abuelos, el vecino del quinto que tiene tres gatos) a quienes una llamada les puede ayudar a sentirse más conectados en un momento que es muy difícil para todos.