La pandemia, el tiempo que no hemos no vivido y las residencias. Una cuestión de derechos.
Algunas veces, cuando veo una serie o una película y los protagonistas se abrazan o se besan, me pregunto si se habrán hecho los PCR pertinentes. Me pregunto si estarán vacunados, si son grupo burbuja o si es que realmente son unos insensatos. Cuando estoy a punto de gritarles que se laven las manos me doy cuenta de que antes la vida no era así (aunque lo de lavarse las manos lo tenemos que hacer con y sin pandemia). En 2022 todos intentamos seguir con nuestras vidas anteriores a 2020. Empezamos a ir a yoga (aunque la profesora sea un poco negacionista), volvemos a celebrar los cumpleaños y ansiamos las vacaciones para viajar y ver a otras personas. Para algunos de nosotros, no obstante, la vida no será igual, porque la pandemia no ha pasado sin dejar profundas cicatrices, ya sea por los espacios que han dejado quienes ya no están, por los impactos en nuestra salud física y en nuestra salud mental, por todo aquello que vivimos, pero también por todo aquello que dejamos de vivir.
Se habla por ejemplo de los “pandemic babies”, esos bebés que han pasado su primer año (o primeros dos) en la realidad de su núcleo familiar más estrecho, aislados del resto del mundo. Ahora, de repente, salen a la calle y descubren esas maravillas que a veces nos brinda la vida, como los perros ajenos que en seguida se hacen nuestros amigos o la sonrisa gratuita de un desconocido. Viendo la sorpresa de estos niños al ver correr a un perro, esa sorpresa genuina, de alguna manera nos duele ese tiempo que han perdido de experimentar el mundo. Han pasado dos años de dolor y de miedo, de aislamiento en grado variable.
Desde esta perspectiva también podríamos pensar en los preadolescentes, que han iniciado su alteración hormonal entre cuatro paredes y lo difícil que ha debido ser para ellos esta etapa - aunque poco hablamos de sus padres, pobres -. O de aquellos que son un poco más mayores y se han perdido (han postergado) sus propios primeros besos. Más duele aún el recuerdo de quienes no van a poder recuperar el tiempo que se comió el virus porque ya no están. Lo cierto es que, sin importar nuestra edad, a todos nos ha trastocado la pandemia y, ni nuestra vida ni nuestra salud mental es la misma que antes de la COVID-19, aunque hayamos decidido correr hacia delante y olvidar, lo antes posible, esa experiencia comunitaria que cada persona ha experimentado de forma diferente.
A veces se nos olvida, durante algunos momentos, pero ahí está: es el tiempo no vivido. Hemos retrasado limpiezas bucales, el hacernos unas gafas nuevas y también revisiones médicas importantes, con consecuencias negativas. Hemos retrasado la decisión de tener hijos y eso supone, para algunas personas, el no poder tenerlos ya -dos años en la fertilidad, en un contexto en el que tenemos los hijos tan tarde, sí son importantes-. Hemos retrasado la posibilidad de conocer a una potencial pareja. Viajes. Reencuentros. Hemos retrasado…la vida.
Parece que nos olvidamos esto en el día a día; tal vez para sobrevivir psicológicamente, pero no me olvido de todo lo sucedido cuando escribo este post. No me olvido de la chica a la que ya nunca podré conocer, hermana de mi mejor amiga, que estaba enferma y tenía tanto miedo al COVID que postergó el conocernos en persona y que no pudo ver el “final” de la pandemia. No me olvido de quienes no se despidieron ni pudieron ser despedidos. No me olvido de que, para algunas personas, salir de esa especie de refugio ficticio en el que nos hemos metido durante dos años, está costando un mundo. No me olvido de que hay quienes siguen teniendo miedo, de que también hay adolescentes que llevan la mascarilla en espacios abiertos (la costumbre, el miedo) y de que seguimos evitando los sitios muy llenos. No me olvido de que estos dos últimos años han estado revertidos de pérdidas, de miedo y de dolor (aunque la vida siempre pueda ofrecernos cosas alegres, como las que sorprendían a los pandemic babies).
Uno de los mayores dolores, en mi opinión, es lo que sucedió en las residencias. Casi una de cada tres muertes registradas como consecuencia de la COVID-19 en España durante estos dos últimos años se produjeron en las residencias de personas mayores. Según la Organización Mundial de la Salud, estas muertes, en España y en otros países europeos, son resultado de la falta de presupuesto y de personal sanitario. Es decir: algo evitable. El 11 de mayo de 2020, 146 países de las Naciones Unidas emitieron una declaración conjunta (aquí) alertando de las situaciones de negligencia y discriminación hacia las personas mayores durante la pandemia, basadas en el más puro edadismo. Los países, parece, pedían “ampliar nuestros esfuerzos y fortalecer las medidas para proteger a las personas mayores, en particular a las mujeres mayores, de cualquier forma de violencia y abuso de género”. Pero ¿ha cambiado la situación desde entonces?
En España, el 70% de las personas mayores que fallecieron en residencias no fueron derivadas al hospital para evitar el colapso sanitario, lo que, al margen de otras cuestiones, sigue un principio claro de discriminación por edad. No quiero aquí señalar con un dedo inquisidor a residencias o administraciones; no por falta de ganas, sino por la falta de las herramientas que creo necesarias para ello. Ni siquiera quiero ahondar en los datos o en el horror que ya sabemos que se vivió en las residencias. Lo que sucedió nos acompaña como sociedad e indica una forma de ver el mundo. Mi reflexión se dirige hacia cómo el edadismo (asumido) nos permite a veces, como sociedad, vulnerar derechos humanos que podrían parecer básicos pero que parecemos olvidar, así que no deben serlo tanto. A lo que aspiro, con este post, es a recordar la necesidad de proteger los derechos de las personas mayores y de toda persona en situación de fragilidad. Considero que lo que sucedió en la pandemia impone una deuda social con quienes fallecieron en las residencias, con sus familiares, con quienes sobrevivieron, tanto residentes como trabajadores, y con el conjunto de la sociedad en realidad. No podemos permitir que algo así vuelva a suceder. No podemos permitir que los derechos humanos de algunos, de algunas, se vulneren sin que los demás reclamemos, pongamos el grito en el cielo y que lo impidamos. No podemos olvidarnos de lo que sucedió ni de cómo.
Las residencias reciben escasas sanciones y adolecen de una generalizada falta de transparencia en la información. Ni siquiera sabemos cuántas personas residen en instituciones colectivas (sobre esto, escribí aquí) a las que no deseo demonizar. La pandemia, al menos, ha puesto sobre la mesa la necesidad de volver la vista hacia una realidad que tiene que cambiar: la de los cuidados, la de quienes viven en residencias, la de quienes cuidan. Esto no supone, en absoluto, demonizar las residencias, pero sí es necesario que destaquemos la importancia que tiene una buena gestión, una que priorice los derechos de las personas por encima de todo, que no olvide que los derechos humanos han de cumplirse sin importar absolutamente nada: la edad nunca puede ser excusa para olvidar que el bienestar de las personas está por encima de cualquier otra cuestión. Y por supuesto, muy por encima de los intereses económicos.
Tal vez los fondos Next Generation -o Próxima Generación UE, un Fondo de Recuperación que garantiza una respuesta europea coordinada con los Estados Miembros para hacer frente a las consecuencias económicas y sociales de la pandemia- permitan la posibilidad (económica) de cambiar el sistema de cuidados de larga duración. La cuestión, sin embargo, es más profunda que la necesidad económica, y tiene que ver con cuestiones de cómo se conceptualiza el cuidado y a las propias personas mayores, en especial a las personas dependientes. Las residencias tienen que ser espacios seguros y protegidos.
Tenemos la obligación y el compromiso social de proteger a quienes están en situación de fragilidad; no podemos permitir que estén en situación de abandono. Lo que ha sucedido en las residencias y la vulneración de los derechos de sus residentes no podemos ni debemos olvidarnos nunca.