Cumplir años es uno de esos procesos individuales que, todas, absolutamente todas las personas experimentan, pero que vivimos como un fenómeno único y completamente personal. Es decir; si el envejecimiento es social, el proceso de envejecer es un proceso individual, biológico, pero también psicológico, que a veces nos empeñamos en experimentar desde el umbral de la distancia de los otros, en cierto aislamiento y sintiéndonos un tanto incomprendidos. Lo convertimos en un proceso de introversión y, en ocasiones, nos cuesta compartir algunas de las cuestiones que asociamos a la edad y que consideramos excesivamente personales.
No siempre resulta fácil eso de cumplir años, a pesar de que, como siempre decimos por aquí, es la única opción que nos conviene -especialmente, si tenemos en cuenta que es la única alternativa a morirse-. Nos cuesta tanto cumplir años que los conceptos “crisis de los 40” o “crisis de los 50” son referencias comunes, una especie de mal de todos (o de casi todos) y que tienen que ver con procesos reflexivos, indudablemente, pero también con ese edadismo que siempre hemos aplicado a los demás (la vejez de los otros) y que, más o menos de repente, empezamos a aplicar también a nosotros mismos.
Para sobrellevarlos, hacemos chistes que en ocasiones tienen que ver con motos, descapotables y que refieren a comportamientos alocados que no consideramos (de nuevo, edadismo al canto) “propias de la edad que se tiene”.
Son bien conocidas esas crisis de los 30, 40 y los 50, pero podríamos referir otras; parece que todas las edades acabadas en “cero” (tal vez con excepción de los 10) nos hacen pasar por una especie de micro trauma que cada persona afronta de una manera personalísima, única y exclusiva y que, en líneas generales, tiende a ser muy similar a la que emplearon (casi) todas las demás personas que pasaron por ese mismo proceso “traumático” de cumplir un año más.
A todas las personas, en algún momento de nuestra vida (o momentos), nos cuesta aceptar el paso de la edad y no siempre nos reconocemos en la edad que cumplimos. De ahí que a veces se reclamen cambios sobre el umbral de la vejez: tenemos unas ciertas ideas sobre los comportamientos y formas de sentir asociados a lo que entendemos que es la vejez que no se corresponden, en absoluto, a como sentimos y deseamos comportarnos cuando llegamos a dicha etapa.
Hace unos días hablaba con una señora con 61 recién cumplidos (una señora mayor o una jovenzuela, porque todas las edades son relativas y depende de a quiénes le preguntemos) sobre el “niño patilargo” presente en la habitación, a punto de cumplir 15 años. Vamos, nada de niño ya, aunque, en el recuerdo de todas las presentes todavía fuese un bebé precioso y adorable que poco (nada) tenía que ver con el adolescente larguirucho y desgarbado que respondía al mismo nombre. En esa conversación, tan manida de “parece mentira cómo pasa el tiempo” llegamos a la conclusión de los últimos 13, 14, 15 años no habían pasado solo para el bebé precioso, sino para el resto de quienes estábamos en la conversación. El tiempo pasa, pero nos resulta más fácil verlo en los demás que en nosotros mismos. Porque nuestra identidad prevalece sobre nuestra edad. Vamos, que las personas de nuestra edad son mucho más mayores que nosotros mismos.
Me pareció muy reveladora la reflexión de esta señora jovenzuela, que refería cómo, al escuchar en un programa a unas personas hablar de sus antepasados (los padres de los entrevistados), se dio cuenta de que se referían a gente de su generación. Es decir: “estos chicos no hablaban de la generación de mis padres, sino que se referían a la mía. Al oírlos hablar, sin pensarlo, me identifiqué con ellos, pero me di cuenta de que en realidad tendrían la edad de mis hijos”. Esto, que suena tan simple, no lo es tanto en nuestro imaginario. No era que mi interlocutora hubiese olvidado su edad, en absoluto: es que había pasado de ser protagonista, identificándose con esas personas que hablaban de sus antepasados, para ser “el antepasado”. Había pasado de ser sujeto activo (el que habla) para ser el “objeto” del que se hablaba.
Otro ejemplo, muy diferente y mucho más triste es cuando hace poco, alguien que acababa de perder a su padre me decía “además de echarle de menos, te das cuenta de que el siguiente en morir eres tú”. Aquí interviene otra variable, asociada a la edad de forma irresoluble: la percepción de la propia mortalidad. Tal vez la cuestión es mucho más profunda y conviene ahondar sobre ello en otro post.
Cumplir años tiene, sin duda, su dificultad. Significa, entre otras cosas, abandonar una edad a la que ya nos habíamos acostumbrado y enfrentarnos a una nueva edad desconocida. Después de haber pasado 365 días aprendiendo a tener una determinada edad, de repente (o como si lo fuese), tienes otra. Además, solemos acompañar el hecho de cumplir años de un proceso reflexivo, de introspección, que no siempre nos favorece: nos centramos en lo que no hemos hecho, o, como me decía un conocido hace poco, en todo lo que ya no podremos hacer.
Esta reflexión me sorprendía, porque le pregunté acerca de esas cosas que, a sus 44 años, consideraba que ya no podría hacer. Todo lo que me refirió eran cuestiones que, en realidad, nunca había querido hacer, o que no hacía por pura pereza. Es decir: si tuviese 20 años menos, postergaría esas “deseadas actividades” (hacer puénting, escalar el Everest, aprender a tocar el piano) hacia el futuro para descubrir, simplemente, que, incluso viviendo otra vida, son actividades que no quiso hacer.
No pretendo con estas palabras negar lo evidente; claro que hay actividades que ya no podremos hacer. Mi pregunta es si no podemos hacer ciertas cosas (esas que tanto arrepentimiento nos causan) por la edad o porque no queremos. Entiendo que nada nos garantiza el éxito de una actividad y que yo a mi edad ya no podría hacer patinaje artístico con triples tirabuzones. Pero lo cierto es que tampoco podía con 15 años y que entonces me daba el mismo miedo que ahora. Sí estoy convencida de que tenemos tiempo para empezar a hacer actividades nuevas, para aprender y desafiarnos a nosotros mismos sin importar la edad que tengamos. Y que a veces nos escondemos en la edad cumplida para no atrevernos a enfrentarnos a lo desconocido.
De hecho, nos enfrentamos a lo desconocido más a menudo de lo que creemos. Y nos enfrentamos a muchos más desafíos de los que nos creemos capaces de afrontar. Cumplir años significa abandonar edades que habíamos conseguido dominar, con sus misterios y sus retos, claro. Pero hay una ventaja que viene con nosotros, en el camino. Los pasados 365 días fueron días de aprendizaje, de experiencia. Cumplir años también nos permite conocernos más a nosotros mismos, conocer nuestros límites y hasta aprender a convivir con nosotros mismos. Y ese aprendizaje puede que no sea la deseada garantía de éxito ante los nuevos retos, pero sí nos ofrece la oportunidad de saber qué deseamos hacer con esos nuevos 365 días que tenemos por delante. Y si no lo sabemos, si no hemos aprendido a convivir bien con nosotros mismos, si no lo sabemos aún, tal vez es el momento de empezar a reflexionar sobre ello. Y esa decisión podemos tomarla en cualquier momento, sin importar nuestra edad. Ahora mismo, por ejemplo.