Sobrevivir a la navidad y al Blue Monday: tristeza, soledad y nuevas metas
Estamos todavía resacosos de festividad y de comida en exceso, de roscón y de turrones, pero sobre todo de emociones. La Navidad es una temporada llena de significados y de recuerdos, al margen incluso de la religión, que para cada persona y para cada familia significa algo completamente diferente. Si para quienes son religiosos supone una referencia (la conmemoración del nacimiento en Belén del niño Jesús), no son fechas menos importantes para quienes no son practicantes o siquiera creyentes. He conocido a musulmanes practicantes que celebraban la Navidad (no en sus hogares de origen, pero sí cuando eran invitados a cenar con amigos) y familias de dos confesiones celebrando navidad y Hannukah. Es una etapa común porque, a pesar de que podamos tener distintos comienzos de año (el año chino o el año judío no empiezan el 1 de enero, sino que el año nuevo chino se guía por el calendario lunar y la festividad de Rosh Hashana es en septiembre) entendemos que se cierra un ciclo, de alguna manera. Un ciclo muy corto, pero que nos hace reflexionar por todo lo vivido ese año.
Cada familia, cada persona incluso, tiende a repetir comportamientos de años atrás o a intentar emular ciertas emociones, olores, sabores y sonidos. Hasta el menos supersticioso come uvas el día 31, como lo hizo desde niño o lo hacían sus padres. No son tanto las fechas “cumbre” (el 24, el 25, el 31 o la Noche de Reyes) sino todo lo que implica. Si lo pensamos, resulta un tanto sorprendente; en esta época del año intentamos vernos con esos amigos con los que hace un año (desde la cena de navidad del año pasado) que no compartimos mesa. Compramos regalos e intentamos celebrar, aunque no sintamos motivos para ello. Realizamos nuestros particulares recorridos, repetidos año tras año (a la Plaza Mayor de la ciudad, por ejemplo, a comprar musgo para el Belén que el día 7 tanta pereza nos costará quitar), como lo hacen otros miles de familias. Nos homogeneizamos, porque se espera de nosotros y nosotras que sigamos una serie de comportamientos. Como decía la canción de Mecano, refiriéndose a las campanadas del 31 de diciembre, “entre risas y pitos, los españolitos hacemos por una vez, algo a la vez”.
Para quienes no conozcan esta tradición, en España el 31 de diciembre nos tomamos las 12 uvas al compás de las campanadas de medianoche, después de una cena copiosa en familia o con seres queridos (no siempre son coincidentes los primeros con los segundos, vaya). En Madrid los más atrevidos las toman en la Puerta del Sol, y en diferentes partes de España esa misma tarde (antes de la cena, las uvas y los posibles Karaokes de las primeras horas del año nuevo) se corre la San Silvestre. La más multitudinaria de España es la San Silvestre Vallecana, que tiene dos ediciones, la San Silvestre Popular y la San Silvestre Internacional. Se llama San Silvestre porque el 31 de diciembre se celebra el santoral del último día del año, San Silvestre, que fue papa de la Iglesia Católica entre el año 314 hasta su muerte en el 335, aunque no es necesario conocer nada de esto para poder correr los 10 kilómetros que recorre esta carrera.
La navidad, ya digo, es tiempo de costumbres raras (algunas casi sanas; se corre y se come fruta, aunque solo sean las uvas y la escarchada del roscón) y de aglomeraciones. Y de quejarnos mucho, no nos engañemos.
Pero la navidad es también tiempo de reflexión; se cierra el año y tendemos a hacer evaluación de lo sucedido y a programar incluso lo que sucederá en los próximos 12 meses. Y lo hacemos al son de cancioncillas pegadizas y películas de navidad que exaltan lo bonito de los humanos y en los que siempre alguien muy triste con un trabajo asfixiante encuentra el amor en Vermont. El contexto es el idóneo para pensar que todo el mundo es más feliz y tiene mejores relaciones familiares que nosotros. ¡Pero si hasta esa señora de mal carácter ha encontrado al amor de su vida en Vermont! Luego llega enero y nos preguntamos por qué nos sentimos tristes, decaídos y por qué nuestra casa no tiene chimenea.
A finales del año, por si las películas, canciones y encontrar el regalo perfecto (oh, blanco capitalismo) no fuese suficiente, nos presionamos pensando en nuevos proyectos, nos proponernos metas (escribir mis posts a tiempo, por ejemplo) que no necesariamente nos harán más felices y que a veces nos estresan de más, pero que también nos ayudan con cierto empuje. Año nuevo, vida nueva. Además, hacemos balance de lo bueno y malo y, a veces, lo malo tiene mucho peso. Vemos tal vez que no hemos cumplido las metas del año anterior (quería perder 3 kilos; ahora ya solo me faltan 5) y que no estamos necesariamente mejor de lo que estábamos hace justo un año. Lo recordamos perfectamente porque estábamos haciendo exactamente lo mismo: evaluar nuestra vida desde un punto fijo, atendiendo a hitos materiales o memorables. Y eso es, en realidad, poco justo con nosotros mismos.
Es también una época en la que echamos mucho de menos a quienes ya no están. Quizá por las costumbres que ya no podemos compartir, porque es en esos días cuando año tras año compartíamos espacio alrededor de la misma mesa, hacíamos balance del año en conjunto, o intercambiábamos regalos. Las navidades eran más reales porque estaba la risa de esa persona. Echamos de menos a estas personas prácticamente cada día, o a menudo, pero en navidad parece que esa falta se agudiza. Al menos, así me sucede a mí.
La navidad, además, es una etapa no solo de gran estrés (comprar regalos, envolverlos, cocinar, seguir horarios y rutinas diferentes, ver a personas a quienes no vemos durante el resto del año, y hacerlo todo con un no siempre auténtico sentimiento de felicidad) sino de gran presión social y en la que la soledad puede aterrorizarnos de forma extrema. Ay de quien diga que cena solo o sola en nochebuena…Aunque cene solo o sola todas las noches del año. La exaltación de la felicidad, de la compañía, nos obliga a veces a aparentar lo que y quienes no somos. ¿y nos extraña sentirnos tristes en enero? Hemos puesto nuestras emociones sobre la mesa, hemos compartido espacio con quienes no solemos hacerlo, hemos añadido presiones por ese inalcanzable de “pasarlo muy bien” y nos hemos evaluado a nosotros mismos con ojos muy duros. Y en seguida tenemos que ponernos a correr, de nuevo, porque el año comienza y queremos cumplir todos esos propósitos que no cumplimos el año pasado. Un profesor británico calculó hace unos años que el tercer lunes de enero era el día más triste del año, motivo por el que se habla del “blue Monday” (lunes triste). A los motivos que he señalado se suman la cuesta de enero, la desmotivación, el frío, entre otros. Y encima, lunes. ¿Cuánto vamos a permitir que este “lunes triste” nos afecte? ¿Cuánto nos vamos a “fustigar” por los propósitos no cumplidos?
Seamos más benevolentes en esta ocasión. Démonos un poco de margen y mucha tranquilidad y paciencia. Quedan aún 12 meses de este año nuevo para hacer muchas cosas, aunque probablemente metamos la pata en más de una ocasión. Podemos incluso decidir cuándo empieza y acaba nuestro año, para empezar con menos presión cuando lo necesitemos, y para que podamos repartir ese amor que reservamos para navidad el resto del año. Seamos mejores este año, pero también con nosotros mismos.