La jubilación se plantea como una etapa no solo desconocida, sino como una etapa que a la vez anhelamos y tememos. La anhelamos como solución a vidas laborales excesivamente demandantes y penosas, a nuestras largas jornadas laborales en las que sabemos cuándo entramos, pero no cuando salimos; como solución o remedio al tiempo que empleamos en el camino al trabajo, como reparación del tiempo que se nos consume en los atascos, esperando al tren o al autobús bajo la lluvia cuando vamos a un trabajo que, además, no nos gusta. La jubilación entendida como remedio a cierto estado de infelicidad, porque podemos sentir (y sería legítimo) que nosotros aportamos más de nosotros al trabajo (a la empresa, al sistema que representa) de lo que el trabajo nos revierte. Como señalamos en Sociología de las Organizaciones, para que se produzca la satisfacción laboral es imprescindible que la parte del salario esté adecuadamente cubierta, pero no es suficiente. Por ello, puede aparecer una idea general de jubilación como remedio, como anhelo, porque el trabajo no “nos funciona”, ni en lo social ni en la dimensión personal, como debería. Esa es, sin duda, una de las posturas ante la jubilación, con una gran parte de idealización, pero comprensible. Una etapa anhelada y esperada.
Pero también es la jubilación una etapa un tanto temida por lo desconocida, porque tradicionalmente ha sido planteada como el rol sin rol, como si nuestra vida quedase vacía de significado una vez que dejamos lo que se considera el mercado productivo. No para todo el mundo resulta fácil el proceso de jubilarse.
La jubilación es, por tanto, también un “estado”. Ser “jubilado” parece un identificativo de lo que somos (quiénes somos, qué posición tenemos en la sociedad) más que una relación contractual (o su ausencia). Aparece aquí fuertemente asociado a la idea de nuestro yo más profundo: ¿Qué o quién eres cuando el mercado laboral dice que ya no formas parte de él? Imaginemos en el contexto de una prejubilación no deseada, aunque tal vez no hace falta que nos vayamos al extremo. En el contexto de una sociedad que nos educa para trabajar y que desde nuestra más temprana infancia nos dice que hemos de formarnos para ser adultos productivos (“y tú, ¿qué vas a ser de mayor?”), dejar de formar parte del colectivo trabajador puede ser traumático para muchas personas. En este ejercicio comprensivo de una de las experiencias asociada a la vejez, no nos dejemos nublar por ese deseo de evitar lo malo que asociamos al mercado laboral (y que es completamente cierto): para muchas personas (seguro, no para todas, y con un infinito abanico de casuísticas), dejar de trabajar puede ser una experiencia personal en distinta medida traumática y difícil.
La jubilación, como apuntaba un poco antes es, en realidad, otro aspecto del envejecer: si el paso de la edad nos indica lo que ya no somos y nos permite compararnos continuamente con lo que fuimos (por eso es tan difícil), la jubilación y el consecuente rol de jubilado se define en esencia por lo que se deja de ser. Cabría preguntarse cómo se asocian la vejez y la jubilación; ¿nos jubilamos porque somos viejos o es la jubilación la que nos hace envejecer?
Sobre la parte traumática del proceso, aquí entran en juego distintos aspectos: para algunas personas (como ya escribí aquí) la profesión es parte central de su presentación en la vida cotidiana, se convierte a lo largo de muchos (muuuuchos) años el eje central de su identidad y se definen a sí mismas a partir de su saber y su hacer en ese marco laboral. Esta sería una especia de comprensión de la profesión como extensión del yo. En ciertos casos, las personas se definen por su empresa (especialmente si es una empresa grande y reconocida) más que por la profesión y algunos pocos (quizá muchos) se definen por la posición dentro de la empresa. Entra aquí en juego una cuestión cultural; en Japón será más común que las personas se identifiquen con su empresa. En España suele ser más habitual la identificación con la profesión. También influye el género; en mis entrevistas, los hombres se definían a sí mismos como si continuasen en activo, a partir de la profesión que les había representado durante años (soy médico, soy jardinero). Las mujeres, sin embargo, hablaban en pretérito, diferenciando mejor entre su yo y su profesión. No tengo, no obstante, suficiente muestra para decir que esta es una realidad sin duda, así que me gustaría que el lector o lectora me dijese qué piensa al respecto.
Vuelvo al hilo principal para reflexionar acerca de otra postura: si hemos visto el miedo y el anhelo, reflexiono ahora acerca de cómo ciertas visiones refieren la jubilación o hablan de ella como si fuese una especie de estado unificador, que delimita no solo esa relación contractual con la productividad o lo que ya no se es, sino que parece cambiarnos hasta la personalidad. Se habla de “los jubilados” como si fuesen una especie de club ideológico, uniforme y homogéneo. Como si las personas pudiésemos ser parte de diferentes grupos a lo largo de nuestro ciclo vital, pero fuésemos “propiedad” o parte de uno solo (los jubilados) cuando nos retiramos de la vida laboral. Antes eras patinador y jardinero. Ahora eres jubilado. Aunque sigas patinando. Eso pareciera.
Esta idea plantea un “ellos-nosotros” en torno a esa relación laboral. Me llena de perplejidad cómo en el marco de estos planteamientos se anulan variables tan determinantes como la clase socioeconómica y, simplemente, refieren si se está o no en activo, si se cotiza o si se ha dejado de cotizar.
Recientemente, algunos periodistas incluso hablaban de “guerra intergeneracional”, planteando problemas de nuestra sociedad actual como un enfrentamiento “jóvenes contra viejos”, sin mayor análisis, en un simplismo que no viene sino a identificar que tener una determinada edad nos pone en uno u otro lado de dicho conflicto. Como si pasásemos a pensar o sentir diferente solo por el hecho de cumplir años. A tener en lo material, incluso. Una especie de contradicción continua en la que los jubilados son catalogados a partir de estereotipos tan negativos como cuando los aplicamos a cualquier otro grupo de personas. “los jubilados son” es el nuevo “los inmigrantes son”. En el caso de las personas jubiladas, con la vuelta de tuerca extra que supone que, si tenemos suerte (de nuevo, si no morimos antes) llegaremos a ser jubilados. No todo el mundo sabrá la dureza de tener que migrar, pero todo el mundo (con suerte) tendrá la experiencia de jubilarse. ¿Pasaremos a ser parte del denominado grupo de los “otros” entonces?, ¿comprenderemos entonces mejor a los jubilados, ese “club” homogéneo? ¿O dejará de serlo entonces?
La jubilación: deseada, temida y, desde las visiones más negativas, despreciada.