Comprender las necesidades, la desigualdad y la pobreza en la vejez
En el último post hablamos sobre la desigualdad que existe entre las personas que tienen más de 65 años (desigualdad intrageneracional, o sea, dentro de una misma generación). A pesar de lo que suele plantearse, las personas mayores no son “ricas” ni tienen solucionadas sus necesidades por el hecho de serlo. Como ya he dicho en otras ocasiones, los 65 (o la edad que consideremos entrada a la tan denostada etapa de la vejez) no son un umbral mágico que hace desaparecer nuestras necesidades ni las dificultades que hemos experimentado a lo largo de la vida. Además, cuando hablamos de personas mayores, de vejez, de viejos (que no, para mí no es despectivo, aunque comprendo que cada persona tiene su opinión) hablamos de una población muy heterogénea que está conformada por personas de hasta casi… ¡50 años! de diferencia de edad. Imaginaos: cuando hablamos de personas mayores de 65 años y asumimos heterogeneidad asumimos que son iguales personas que eran bebés cuando otras ya tenían 40 o incluso 50 años. Esa es una diferencia más (entre muchas) dentro del grupo de personas mayores: que nacieron en etapas muy, muy diferentes.
Tradicionalmente, se consideraba que, a medida que cumplíamos años, las personas teníamos una mayor capacidad de acumulación. Puede que los salarios aumenten con el paso del tiempo (por experiencia, por antigüedad), que adquiramos nuevas fuentes de riqueza (por ejemplo, una herencia, aunque sabemos que no todas y todos tienen el mismo acceso) pero, sobre todo, que tenemos no solo una mayor capacidad de ahorro, sino que hemos podido acumular (dinero, posesiones, hasta cucharas y platos desiguales) durante más tiempo. Digo tradicionalmente porque, aunque la acumulación progresiva es cierta (por lógica vital), este planteamiento no suele tener en cuenta dos aspectos clave: el primero, que la capacidad de ahorro no es igual para todas las personas. El planteamiento de que todas las personas pueden ahorrar 50 euros al mes, por ejemplo, para ponerlo en un plan de pensiones (argumento que he escuchado más de una vez), no es cierto: no, no todo el mundo acaba el mes con 50 euros sobrantes. Ojalá, pero no es así. Este argumento o creencia no tiene en cuenta las dificultades a las que se enfrentan muchos hogares. Que la pobreza no se vea (que no sepas cómo vive tu vecino) no significa que no exista.
El segundo aspecto al que me refiero es, simplemente, que las vidas son ahora más complejas de lo que fueron en otros momentos. Cuando digo más complejas no me refiero a las dificultades que enfrentamos como sociedad, como conjunto y como vivencia grupal histórica (en España o en Portugal no nos enfrentamos a guerras ni a situaciones de posguerra en este momento - ¡afortunadamente! - y además disponemos de un Estado de bienestar que, con todas sus limitaciones, nos puede proporcionar herramientas o apoyos en momentos de necesidad), sino a que, la vida, además de ser más larga, enfrenta nuevas complejidades asociadas a los comportamientos y sucesos vitales, individuales. Quizá, precisamente, la complejidad aumenta en parte porque las vidas son más largas. Sin ir más lejos, una de esas “nuevas” complejidades es el divorcio o la separación, que supone una división del patrimonio (además de muchas otras cosas a nivel personal, pero también organizativo). Vale que no es una complejidad tan nueva (el divorcio se legalizó en España en 1981), pero sí que es una que afecta cada vez a mayor número de personas (la tasa media de divorcios en la Unión Europea ronda el 40-50%, pero en España llega al 60%). Lo cierto es que la condición imprescindible para divorciarse es…haberse casado antes, así que ninguna persona casada está exenta, en teoría, de posibilidades.
Imaginemos una pareja que se divorcia a una edad avanzada. Siendo propietarios de su vivienda, y sin meternos en mayores dificultades o supuestos, asumimos que, en su divorcio amistoso y de mutuo acuerdo (porque siguen siendo amigos) venderían la casa y dividirían el resultado de la venta a partes iguales. Incluso sin contar con otras dificultades (cargas familiares, como hijos dependientes y su cuidado) de la venta de una vivienda (estoy pensando en las clases media y bajas) no se obtiene dinero suficiente para la compra de otras dos nuevas viviendas. De un divorcio y de la disolución de un hogar, no olvidemos, resultan dos hogares y, por lo tanto, surgen la necesidad de dos viviendas (en el régimen de tenencia que sea) y una serie de demandas económicas asociadas correspondientes. Podríamos decir, además que el sistema económico actual está diseñado para la vida en pareja (eso que llaman economía de escala), lo que no responde a las tendencias sociales como el aumento de los hogares unipersonales, la disminución de matrimonios y parejas de hecho, el aumento de personas solteras a edades más avanzadas (que, por cierto, en demografía hace años se referían como “célibes”) pero ese es otro tema del que podemos hablar en otra ocasión.
Para mí, lo importante de mi desarrollo anterior es subrayar la idea de que no todo el mundo llega con los mismos recursos a la vejez, porque las vidas y las trayectorias son diferentes. Si el ejemplo del divorcio (insisto; tendencia en aumento claro desde 1981) no resulta ilustrativo, podemos pensar en situaciones más duras (fallecimiento de uno de los miembros de la pareja; enfermedad que impida trabajar) pero también en cuestiones tan habituales como el edadismo que impera en el mercado laboral y que hace que una persona que es despedida a los 45 tenga mayores dificultades para volver al mercado laboral. Y que esa dificultad aumenta a medida que aumenta su tiempo en el paro. Así que hasta ahora tenemos como fuentes explicativas de la desigualdad en la vejez la pobreza que nos acompaña a lo largo de toda la vida y que nos impide acumular para el futuro, el divorcio o división de recursos, el desempleo sobrevenido, la viudez, la enfermedad…Nos dejamos, sin duda, muchas otras.
Pero imaginemos otras situaciones que afectará a la que será la vejez del futuro, ¿qué sucederá en y con la vejez de los “riders”-trabadores de plataformas digitales- o los falsos autónomos? ¿De verdad pensamos que tendrán y tienen capacidad de ahorro? ¿creemos seriamente que podrán llegar a la vejez con todas sus necesidades resueltas? ¿qué pensiones podrán tener a partir de las cotizaciones respecto de sus salarios? Es probable que la desigualdad aumente para aquellos grupos poblacionales cuyas relaciones laborales estén caracterizadas por la asimetría y la debilidad a la hora de negociar. No solo aumentará la desigualdad entre las personas que llegan a la vejez, sino la pobreza y la vulnerabilidad.
Repito por lo tanto mi frase anterior: la edad de entrada a la vejez no es un umbral mágico que iguala las situaciones económicas de todas las personas. No hace desparecer necesidades ni deseos. Insistiré también en la idea de los deseos, porque tendemos a pensar que las personas mayores son una especie de eunucos sin voluntad más allá de hacer fabadas, cuidar de sus nietos y jugar a la petanca. Pero esta no es una imagen real.
Para comprender mejor la vejez, la desigualdad en recursos que caracteriza a las personas mayores será necesario incorporar la perspectiva del ciclo de vida a la hora de comprender la pobreza en la vejez y poder atajarla. Esto implica considerar a los mayores como sujetos biográficos (con una vida previa, cada vez más larga) insertos en un espacio histórico, simbólico y social que describen itinerarios y muestran probabilidades de trayectorias (algo similar señalaban los autores Casal, García y Merino en un libro en 2006). Esto significa, además de lo que ya hemos señalado, que ni las decisiones que se toman en la vejez ni las condiciones económicas que la enmarcan suceden en el vacío, sino que son conformadas a partir de las experiencias previas: “Las transiciones posteriores en la vida se ven influidas y moldeadas por las experiencias anteriores, y éstas, a su vez, moldean el curso posterior de la vida.” (Robison & Moen, 2000: 501).
Si no comprendemos esto y dejamos, por fin, de identificar vejez a clase social y de asumir una heterogeneidad en las condiciones sociales y económicas que no existe, no seremos capaces de comprender por qué es tan difícil escapar a la pobreza al final de la vida.