La transición hacia la longevidad: la necesaria adaptación del sistema para que seamos más felices
Las transiciones demográficas han sido los grandes avances de la humanidad. Cuando digo que no es internet, ni las nuevas tecnologías y sus aplicaciones o la Inteligencia Artificial, sino que el gran logro de nuestra sociedad es el aumento de la esperanza de vida, lo digo completamente convencida. Que más personas vivan más tiempo y en mejores condiciones de salud me parece la mayor riqueza de la que puede presumir una sociedad. Aunque no nos demos cuenta, aunque se utilice como una especie de amenaza económica, aunque se plantee como un desafío. En los últimos años, la esperanza de vida, superada la mortalidad infantil (hace no tantos años, tan habitual, tan general, pero igual de dolorosa), se acumula en los últimos años de nuestra vida. De nuevo, insisto. No es tanto que antes no hubiese personas nonagenarias (por ejemplo) sino que pocos llegaban a edades avanzadas. Era un privilegio de unos pocos.
Esta ganancia de vida en la vejez (sea lo que sea eso, incluso si no estamos de acuerdo en lo que significa esa etapa) ha supuesto que estemos ante una nueva transición: de la transición demográfica (pasando ya por dos) hemos avanzado hasta la transición hacia la longevidad.
La de la longevidad es una transición para la que, a pesar de que hemos contado con tiempo y ejemplos de otros países (pues no es un fenómeno nuevo), no hemos sido capaces de prepararnos. A pesar de las pistas que otros países nos iban dejando, a pesar de lo relativamente fácil que hubiera resultado hacer un ejercicio de prognosis ante la evolución demográfica, la de la longevidad es una transición que parece habernos cogido desprovistos de nuevas ideas. De nuevo, parece que llegamos tarde y con la lengua fuera.
Los planteamientos de cómo enfrentar la longevidad, concebida como un aspecto negativo en torno a la idea vivir demasiado, son completamente monotemáticos e incluso han sido monopolizados desde determinados sectores. Sectores de intereses particulares, que no sociales. Por ejemplo, pocos abordajes se centran en el sistema de las relaciones laborales más allá del hecho remarcado (una y otra vez) de que debemos alargar la edad de jubilación. Como en tantas otras ocasiones, se pone el foco sobre el individuo (tú debes trabajar más años) sin pedirles cuentas al sistema: de qué forma, en qué condiciones.
En términos de justicia social, resulta difícilmente justificable que no se produzca un cambio de fondo (y de forma) en la naturaleza de las relaciones laborales mientras que sí se exigen (continuamente) adaptaciones desde el prisma individual. Si queremos que funcione, si queremos contar con sociedades no solo longevas sino felices, a las exigencias que se les hace a los individuos deben saber adelantarse las instituciones con cambios enfocados en el bienestar de las primeras. El esfuerzo de adaptación a la nueva situación demográfica no puede ser asimétrico. Solo cuando se produzca una situación de equilibrio, una situación de adaptación bidireccional a esta realidad nueva (y positiva) como es el alargamiento de la vida, podremos alcanzar los dividendos de la longevidad.
Es decir: si deseamos optimizar las características de nuestras nuevas sociedades longevas, deberemos cambiar los discursos y avanzar hacia una visión en positivo de lo que supone vivir más. Pero además deberemos adaptar la nueva sociedad a las nuevas personas, al nuevo ciclo vital, haciendo que las expectativas vitales asociadas a la vida más longeva sea algo positivo y no un castigo. Para ello, será necesario que las instituciones, el sistema, sea capaz de aumentar su flexibilidad y adecuación a las necesidades. Dejemos de forzar el encaje de las piezas del puzle (los individuos) y seamos más flexibles en el marco. Las relaciones laborales, los horarios, la forma de entender el trabajo (que ahora mismo nos absorbe y domina nuestra vida y organiza nuestras horas, de modo que sobrevivimos al lunes como si de una tortura se tratase) tendrán que ser cambiadas en su concepción y aplicación. Insistiré en la idea de que la longevidad y la transición hacia la longevidad es algo positivo. No obstante, para que pueda serlo desde el punto de vista tanto económico como social y experiencial (vital, personal), las diferentes instituciones, empezando por las laborales, tendrán que adaptarse. Flexibilizarse.
Con esto me refiero a que necesitamos dejar de plantear el aumento de la vida como una situación a la que responder con políticas de austeridad y que plantean el retraso de la jubilación como una tortura necesaria, como una suerte de castigo por vivir demasiado. Si es así como lo entendemos, deberemos preguntarnos qué es lo que funciona tan mal en el diseño de los empleos y de los puestos de trabajos como para que lo consideremos una tortura necesaria: los horarios, los descansos o su inexistencia, el excesivo control, las exigencias absurdas, las formas de concebir la entrega a trabajos que son insatisfactorios y por qué lo son, la inexistente conciliación entre vida personal, laboral y familiar. Las empresas deberán invertir en sus departamentos de relaciones laborales para encontrar los medios que mejoren una situación que ahora mismo no es buena ni positiva para personas de ninguna edad. Nuestro modelo laboral no es amistoso para las personas mayores, pero tampoco lo es para los jóvenes. Cuando una persona aún joven desea jubilarse, preguntémonos por qué. Trabajamos demasiadas horas y con un coste personal y psicológico muy elevado. Nuestras expectativas laborales, de forma general, son bajas e insatisfactoria, lo que está señalando problemas de gran calado.
Desde el punto de vista individual, sin duda necesitaremos reflexionar sobre cómo aprovechar o hacer más de este regalo que es el vivir más años. Una de las cuestiones clave también será cómo la dimensión estructural y la individual van a dialogar entre sí para dar lugar a acuerdos que satisfagan a ambas partes (primando siempre el bienestar social). No nos olvidemos de que la longevidad positiva no se trata solo de vivir más años, sino en la calidad de vida de estos. No solo en la dimensión de la salud física, sino también en la psicológica y la social.