Los vecinos más antiguos y la importancia de la identidad espacial
Este fin de semana, de camino a un lugar llamado “El fin del mundo” tuve la oportunidad de hablar con un bostoniano en la parada del tren. Además de conocer estupendamente el área de Boston y las posibles rutas, este señor resultó ser un enamorado de España (había estado primero un tiempo durante la etapa franquista y de nuevo en 1981) y de Italia. Su conversación me llevó a reflexionar sobre la importancia del apego al espacio en la vejez y cómo la identidad espacial es un elemento fundamental en la vejez. También, y se que insisto aquí, sobre la importancia de hablar con las personas que nos rodean, de compartir. Aunque a veces suponga perder un tren (en sentido real, no figurado). En este caso, me encontré con una persona que conocía bien la historia de Boston y la de los Estados Unidos, y que además defendía con vehemencia la importancia de lo público como motor clave para el desarrollo social. Y ahí se ganó su espacio en este blog, claro.
Este señor era un bostoniano que superaba con seguridad los 65 años, aunque no sabría estimar su edad. Iba con su bicicleta y sin abrigo (estábamos a 0 grados Celsius, con una sensación térmica bastante más baja). Se acercó al verme perdida (yo me pierdo con facilidad, lleve o no mapa, GPS o similares, pero es que perderse es la mejor manera de conocer lugares nuevos) para ayudar y de paso, a convencerme para que visitase su ciudad, que le parecía una de las más interesantes de todo Massachusetts. El equivalente bostoniano al “y tú de quien eres” (que me preguntaban de niña en el pueblo de mi abuelo) es el “y a ti qué te trae por Boston”. Al contarle que investigo sobre la desigualdad residencial y sobre cómo viven las personas mayores de 65 años, aprobó mi tema de investigación: “Entonces investigas sobre mi. Eso está muy bien”. Habló sobre la importancia de su ciudad, Quincy, en el condado de Norfolk y de cómo había sido construida. No solo habló de la piedra específica con que se había construido el edificio del Ayuntamiento y de qué parte de Massachusetts provenía (sí, realmente conocía estos detalles), sino que habló de la construcción social del área. De cómo los servicios públicos (incluyendo entre estos los centros escolares) habían sido fundamentales para que se desarrollase el área: “Ahora se nos ha olvidado, pero antes todo era público. Y funcionaba bien. Hoy somos lo que somos gracias a eso”. Habló de cómo a veces perder la memoria sobre nuestra historia nos impide darnos cuenta de lo irracional de muchos de nuestros prejuicios “Todos somos emigrantes en algún momento de nuestra vida. Pero se nos olvida eso y que este país sin los emigrantes no sería lo que es”.
La conversación me pareció muy interesante, pero sobre todo me gustó el amor con el que hablaba de su tierra. Una tierra que a mí a veces se me hace árida, fría. Para él significaba algo más, y veía más allá de lo que podía ver yo. Habló con tanto afecto de su ciudad y de cómo formaba parte de su historia personal, de cómo había sido importante para él ser parte de ese lugar, que no pude evitar acordarme de algunos de mis entrevistados en España. A pesar de las distancias y de las diferencias culturales, el amor por el barrio y la identidad social asociada al espacio eran muy similares a las de las personas que entrevisté para mi tesis. Me pareció importante y revelador encontrar ese nexo que une a las generaciones mayores en distintas culturas y que tienen que ver con las relaciones que se crean con el espacio, con cómo lo simbólico se convierte en una parte fundamental de nuestra identidad. Este señor me habló de su ciudad, Quincy (cuna de dos presidentes, nada menos) con el mismo orgullo que hace años me habló en España una señora de su pueblo en Castilla y León, y que a su vez era el mismo orgullo que otra señora transmitía al hablarme del barrio de Madrid donde nació y vivió toda su vida. Los espacios de los que podían separarse de forma temporal, pero a los que siempre volvían, aunque fuese en la memoria. Insisto: el espacio en el que se crece y se vive, en el que socializamos y donde nos relacionamos, es muy importante en nuestra identidad. Es importante durante toda nuestra vida, pero su importancia aumenta a medida que cumplimos años. Porque sabemos más, porque aprendemos a mirar con otros ojos, porque nuestro apego aumenta con el tiempo.
La conversación con este señor fue estupenda por una serie de motivos. En lo más urgente, me ayudó a encontrar el tren adecuado, además de hablarme de las mejores vistas en “El fin del mundo” (sí, se llama así de verdad). Me invitó a reflexionar sobre cómo, más allá de las fronteras, para las personas mayores la identidad local es importante, también en Estados Unidos. Además, me contó muchas cosas interesantes de una ciudad a la que de otro modo no hubiese prestado mayor atención. El mejor embajador posible de Quincy era este señor.
También es cierto que atesoré más ese momento porque no es tan habitual tener conversaciones así de amplias con desconocidos. Ya dije en un post anterior que la forma de relacionarse con desconocidos, tal y como la he experimentado en Estados Unidos, es diferente de la nuestra. Me refiero a que en España es más habitual hablar con alguien en la calle, en el parque, o mientras esperamos en la pescadería. Por supuesto que en España también hay enormes contrastes en la forma de relacionarnos entre generaciones o lugares, que hay numerosos matices y que parece que en las grandes ciudades esto está cambiando, que lo estamos perdiendo. Pero algo fundamental es que nos importa, porque a menudo nos “quejamos” de que se pierde el carácter social, de que nos hablamos menos y de que nos perdemos delante de la pantalla. Tal vez debido a esa queja (lo que significa el hecho de que no nos guste) es importante reflexionar sobre el valor de las pequeñas interacciones o de cómo una pequeña conversación mejora nuestro día y el de nuestro interlocutor.
Pero ante esto, ante el posible cambio y el riesgo de la pérdida de esa parte de nuestra identidad social, conviene recordar la importancia que tiene conversar con los vecinos y no vecinos, saludar, prestar atención a qué sucede en nuestro entorno social. Compartir una conversación. Revalorizar y recapacitar sobre esas pequeñas conversaciones que enriquecen la vida cotidiana y que nos ratifican que somos parte de una comunidad, de una sociedad. Me refiero a esas breves interacciones que nos recuerdan que no estamos solos y que son tan importantes no solo en nuestro día a día, sino incluso para nuestra salud mental, a largo plazo, y para nuestro bienestar de manera inmediata. La prueba es sencilla: probad a no hablar con nadie durante un día entero. Puede que el primer día, si habéis estado muy ocupados, los efectos sobre cómo os sentís, no sea tan mala. La sensación de malestar se reduce si tenéis una mascota, pero un día sumado a otro día afecta de manera clara sobre nuestro ánimo. Pues a los demás les pasa igual. Pero, además, si no hablamos con la gente que nos rodea, podemos quedarnos sin saber cosas así de interesantes.