No aparentar la edad que se tiene, operaciones y el rechazo a la propia vejez
Tendemos a confundir el ego con el orgullo, igual que confundimos el temperamento con una suerte de predisposición al enfado. Tanto, que hemos asumido en nuestro imaginario que ambos, ego y temperamento, son aspectos negativos de nuestra personalidad (o de nuestra identidad) que conviene tener a buen recaudo. La idea de rechazar u ocultar partes de nosotros que pueden resultar menos agradables a los ojos de un tercero (un tercero indefinido, un tercero que tal vez ni nos esté mirando) aparece reforzada en el contexto de una sociedad que parece estar teniendo problemas para aceptarse a sí misma. Nuestra sociedad exalta lo que considera virtudes y determinados actos, como si fuesen actos heroicos o más simbólicos y profundos de lo que en realidad son, mientras que rechaza, oscurece o, simplemente, invisibiliza otros. Este rechazo no se debe necesariamente a que estos últimos sean malos, sino a que parecen no concordar con la línea más convencional de los valores actuales. Por decirlo de una manera más clara y probablemente más burda: la sociedad, ese ente a veces un poco tirano, ha decidido qué actitudes, características y valores molan y cuáles no molan nada o molan poco. Cuando uso “molar”, sí, soy tan hortera como lo fue Camilo Sesto cuando se le ocurrió que esa era una buena temática para una canción.
Cuando uso el concepto “valores” no me refiero a su concepción más moral, sino a la primera definición que nos ofrece la Real Academia Española, “al grado de utilidad o aptitud de las cosas para satisfacer las necesidades o proporcionar bienestar o deleite”. Qué valor tiene algo. ¿Qué valor tiene la vejez? ¿Mola ser viejo? Ahí es donde quería yo llegar.
A pesar de que nos consideramos una sociedad muy moderna, una que acepta identidades nuevas, renovadas, cambiantes y fluidas, nuestra sociedad sigue sin aceptar (o, si acaso, con reparos) algunos aspectos de las identidades que ya se rechazaban de antes. Hemos vivido un maravilloso cambio hacia la aceptación y cierta ilusión de inclusión, nos hemos dejado a muchas personas por el camino. A mucho más del 20% de la población. Es más: nos hemos dejado a nosotros mismos. Concretamente, a nuestro yo futuro.
De alguna manera, en ese camino hacia la modernidad (construida y definida de forma externa, no siempre consensuada) parecería que nos hubiésemos saltado algunos tramos, escalones que no reciben ni nuestra pisada ni, por supuesto, nuestra atención. Y pongo aquí el ejemplo clave: ¿Nos sentimos cómodos ante un cuerpo viejo desnudo? ¿Aceptamos los rasgos físicos definitorios de la vejez? ¿Cuántas mujeres de más de 50 años protagonizan anuncios de perfumes, de esos que nos bombardean con su sensualidad en navidad? Porque esta es otra cuestión: dependiendo de para qué, la vejez empieza a una edad u otra. Y en lo que refiere a lo físico, al cuerpo, a la belleza, empieza muchísimo antes de los 65. Y sí, especialmente en mujeres.
Resulta llamativo ese exaltamiento de la juventud, pero sobre todo el rechazo implícito hacia la vejez que conlleva. Y pongo otro ejemplo en modo de pregunta, ¿cómo de cómodo te sientes con respecto a tu propia vejez? Continuamente, sobre todo las mujeres, escuchamos comentarios emitidos en forma de halago que exaltan nuestra juventud: “ese corte de pelo te hace parecer más joven” “estás muy bien para tu edad” (este me parece el insulto de los insultos). Aparentar menos años, cumplido un determinado umbral, es una especie de valor en positivo. Un valor en positivo porque “contradice” el valor negativo asociado a, simplemente, aparentar la edad cronológica que uno tiene. En el podcast “bad feminist” la autora decía que estaba (como yo misma) en sus “30 tardíos” lo que equivalía a decir (reproducía ella las palabras de una productora de televisión) “años ancianos”. ¿Es una barbaridad considerar anciana a una persona que se aproxima a los 40? Bueno, pues veremos que lo tenemos más asumido de lo que parece.
A medida que cumplimos años se nos presupone, socialmente, el cumplimiento de una serie de hitos vitales. Curiosamente, y a pesar de lo “modernos” que somos, esto no ha cambiado; quizá somos un poco más sensibles y nos contenemos de darle voz a nuestra duda (o preguntarle a Marijuani, la del quinto, que cuando va a tener su primer bebé, que se le pasa el arroz) pero siguen existiendo unas expectativas asociadas a la edad que no hemos superado. Además, no solo se nos exige el cumplimiento de esta serie de hitos (que igual no hemos podido o no hemos querido cumplir) sino que hemos añadido un logro más: no aparentar la edad que se tiene. Este “noaparentismo” esconde un rechazo frontal, completo, a la vejez y al envejecimiento individual, el físico, el celular, si queremos expresarlo así. Si Dorian Gray (el hermoso personaje de Wilde) haría cualquier cosa por mantener su juventud, por peores procesos pasan muchas mujeres (y cada vez más hombres) con el fin de mantener la juventud o corregir todo aquello que se desvíe de ella: peelings químicos (que no es otra cosa que abrasar las primeras capas de la piel, con el fin de sacar a la luz otras “más jóvenes”); botox; blefaroplastia (quitarse la grasa de los párpados); lifting y otras cuantas operaciones acabadas en -plastia que parecen bastante dolorosas. Modificaciones de uno mismo, de nuestra cáscara, en búsqueda de una definición estereotipada de belleza y de una juventud (que a veces es “más joven” de la que se tuvo en tiempos) que hizo que los españoles, en plena pandemia (2020) se gastaran más de 2.600 millones de euros en tratamientos estéticos.
Se produce aquí una situación paradójica: podemos ser capaces de aceptar la vejez de los otros, tener una actitud incluso positiva hacia esta etapa vital (tal vez un tanto paternalista) pero no ser capaces de aceptar el hecho de que (si todo va bien) formaremos parte de ella. Como el niño pequeño que no se quiere bañar y retrasa el momento todo lo posible. Courtney Cox (la actriz que daba vida a Mónica en Friends) declaró arrepentirse de las operaciones realizadas en ese intento por mantener la apariencia de juventud eterna. El rechazo al propio envejecimiento es, en realidad, una forma de violencia contra nosotros mismos.
Recojo aquí la referencia previa al ego. El ego, simplificando enormemente el concepto, sería el “yo”, o la instancia psíquica que permite que un individuo se reconozca a sí mismo y a su propia personalidad. Entiendo que este es un concepto complejo que tiene muchos más matices, pero usaré esta palabra para definir aquella parte que somos nosotros mismos, que no cambia, esa parte constitutiva de nosotros mismos a la que añadimos años, experiencias, pero que permanece, aunque seamos más sabios, o más impulsivos, o más viejos. Esa voz que a veces necesitamos escuchar y con la que a veces es bueno dialogar. Si partimos de la premisa de que siempre somos la misma persona, el mismo “yo/ego”, aunque le añadamos nuevas experiencias, nuevas penas y alegrías, ¿qué se esconde tras ese deseo de modificación de lo físico?
Desde mi perspectiva, este “autorrechazo” tiene que ver con la omnipresente asociación entre juventud y belleza que es constantemente reforzada desde los medios de comunicación y la cultura, y que se ceba especialmente sobre las mujeres cuando a determinada edad encasilla a las actrices a interpretar personajes con escaso interés. Tanto, que a menor edad somos más viejas que ellos; me explico: la actriz que daba vida a la madre de Forrest Gump solo era 10 años mayor que el actor. Angelina Jolie solo era un año mayor que Colin Farrel en Alejandro Magno. No sucede así cuando la relación entre los protagonistas no es filial sino romántica; así, podemos ver a una jovencísima Jennifer Lawrence enamorarse de un Javier Bardem 21 años mayor que ella. Ellos envejecen con más posibilidades, en este sentido. Vin Diesel puede seguir siendo un tío duro pasados los 50 (y maravilloso que me parece), Tom Cruise sigue siendo un héroe-galán, pero a Carrie-Anne Moss (la actriz de Matrix) le ofrecieron interpretar un papel de abuela el día después de cumplir los 40 años.
Más allá que resaltar el machismo (y la cosificación) que gobierna la industria del cine (esa es, sin duda, otra lucha) sí quería reflexionar sobre esa idea que todos, según parece, hemos decidido comprar de que no solo la belleza va asociada a esa juventud a veces imposible (por la errónea equiparación que se hace con la percepción), sino que constantemente se nos refuerza la idea de rechazo a la vejez. ¿Por qué nos empeñamos en rechazar al yo, en auto rechazarnos solo porque la “cáscara” cambie? Este es un rechazo enormemente dañino, porque es el rechazo a la vejez propia, al propio envejecimiento. A nosotros mismos. Y la alternativa a no envejecer, no lo olvidemos, es morir.