Una cuestión que me parece de gran importancia (aunque recibe escasísima atención) es la cuestión del diseño espacial en el desarrollo y mantenimiento de las relaciones sociales. Aunque algunos autores han abordado la importancia de la creación de comunidad gracias a los diseños espaciales que permiten interaccionar (el caso de Klinnenberg, con estudios como “Palacios del pueblo” o en su propia tesis doctoral), lo hacen desde una visión en “positivo”, analizando qué hace que en unos lugares haya más apoyo social y que las redes vecinales funcionen mejor que en otros.
Menos se ha estudiado lo contrario: ¿qué sucede cuando los espacios no fomentan o incluso impiden el desarrollo de lazos sociales? Yendo un paso más allá, lo que me pregunto de manera específica es cómo se relacionan la soledad con el diseño espacial. Me apoyo para ello en un texto con el que contribuyo al libro Soledad(es): Estudio de un fenómeno global (Pirámide, 2024) y que se acaba de publicar. Este es solo un pequeño planteamiento, pero me parece un tema lo suficientemente importante como para ahondar en ello todo lo posible.
En primer lugar, y para comprender la importancia del espacio en estos fenómenos, conviene recordar que la soledad tiene una dimensión subjetiva y podría definirse como el sentimiento causado por una discrepancia entre la expectativa que tenemos sobre nuestras relaciones sociales (lo que deseamos) y la realidad de dichas relaciones. Dentro de la soledad, podríamos distinguir entre la soledad social, entendido como la falta de pertenencia a una comunidad o círculo de amigos, y la soledad emocional, que aludiría a la falta de conexiones más profundas con figuras de apego. Así, aunque las personas que carecen de vínculos sociales podrían ser más propensas a sentirse solas, también podrían sentir soledad quienes tienen muchas conexiones sociales: la soledad tiene más que ver con la percepción de la calidad de las relaciones que con su cantidad.
Distinguiremos, por otra parte, la soledad de aislamiento social, que se refiere a la ausencia objetiva de integración social. A diferencia de la soledad, tiene una connotación más objetiva y podría aludir al contacto físico mínimo con otras personas. El aislamiento social y la soledad están estrechamente relacionados, pudiendo el primero actuar como un factor determinante de la segunda: el aislamiento social reduce las oportunidades de interacción y tiene efectos directos sobre la disponibilidad de apoyo social, aumenta el estrés y puede iniciar un ciclo de retroalimentación negativa que perpetúa la soledad. Además, el aislamiento social limita las oportunidades para las interacciones sociales regulares, que son cruciales para mantener conexiones emocionales. Sin estas interacciones, las personas pueden sentir una desconexión y falta de pertenencia, lo que, a su vez, puede conducir a la soledad. Además, al erosionar las redes sociales y las relaciones significativas (esas que proporcionan apoyo emocional y práctico) las personas quedan sin el apoyo necesario en momentos de necesidad, lo que aumenta a su vez los sentimientos de soledad. Vamos, un asco.
Pero, ¿cómo se relaciona el aislamiento físico con los fenómenos anteriores? El aislamiento físico se refiere a la separación objetiva de las personas de sus redes sociales, lo que puede ocurrir debido a diversas circunstancias, como enfermedades o movilidad reducida, pero también por cuestiones que tienen que ver directamente con el espacio y su diseño, como podría ser el vivir en áreas mal conectadas o no accesibles. También podría deberse a circunstancias poco habituales como las que experimentamos durante la pandemia de COVID-19 debido a las medidas de confinamiento y distanciamiento social: aunque parece que ya se nos ha olvidado, muchas personas experimentaron un aumento significativo en los niveles de soledad debido a las medidas de confinamiento. Durante la pandemia constatamos en primera persona como este aislamiento impuesto tuvo efectos muy negativos sobre la salud mental, incrementando la prevalencia de ansiedad, depresión y soledad en la población general. Nadie estuvo a salvo: fueron condiciones generales, no propias de cada persona.
Durante la pandemia y las medidas de aislamiento (las impuestas por las autoridades, pero también las propias) diferentes autores mostraron cómo el aislamiento físico y la imposibilidad de utilizar espacios públicos contribuyen directamente a aumentar la soledad percibida. Por ejemplo, en Reino Unido se constató cómo la imposibilidad de utilizar los espacios públicos y la reducción de las interacciones sociales aumentaron significativamente el sentimiento de soledad; en general, las personas físicamente aisladas e incapaces de participar en la vida pública presentan mayores niveles de soledad. Otros estudios señalaron cómo la imposibilidad de acceder a espacios públicos como parques, centros comunitarios y cafeterías se relacionó con una mayor soledad, sobre todo entre las personas mayores y las personas que viven solas. En general, diferentes estudios destacaron el papel de los espacios públicos para facilitar la interacción social y cómo no poder acceder a ellos durante los cierres exacerbaba la sensación de aislamiento. El Informe sobre la felicidad en el mundo de 2021, en el capítulo redactado por Okabe-Miyamoto y Lyubomirsky, incluyó una reflexión sobre cómo durante las restricciones a la movilidad, la reducción en el uso del espacio público, el aislamiento físico y la incapacidad de participar en prácticas sociales regulares fueron predictores significativos de la soledad y produjeron una clara disminución del bienestar de las personas. No se trata, por lo tanto, solo de amistades profundas, aspectos personales o cuestiones muy íntimas. No poder acceder a los espacios públicos y a aquellos lugares donde “ver gente” hace que nos sintamos peor, que nos sintamos más solos, más solas.
La cuestión que me preocupa, planteado todo este antecedente teórico, es cómo el diseño espacial que excluye, que nos echa o que no nos acoge, provoca en nosotros estos sentimientos tan desagradables y con efectos tan negativos sobre nuestra salud y sobre el bienestar social. ¿Qué sucede entonces con quienes tienen problemas de movilidad y no encuentran accesibilidad en los espacios públicos? Tendemos a culpabilizar a quienes se sienten solos (“es que tienes que cuidar más a las amistades” “tienes que relacionarte más”) pero ¿permitimos que se desarrollen relaciones sociales espontáneas en nuestros entornos?
Distintos estudios subrayan el papel fundamental que desempeñan los espacios públicos y las interacciones sociales en la mitigación de la soledad. Pero ¿nuestros barrios, nuestras ciudades, permiten el acceso a estos espacios públicos? De no ser así, ¿vivimos en ciudades que fomentan la soledad?