¿Y si no quiero vivir tanto? Longevidad desde el escepticismo
Vivir más no siempre significa vivir mejor. En medio del entusiasmo por la ciencia de la longevidad, hay una corriente silenciosa —y cada vez más lúcida— que se pregunta si realmente deseamos alargar indefinidamente la vida. El escepticismo no nace del rechazo a la salud o al progreso, sino de la intuición de que el valor del tiempo vivido no puede medirse solo en cantidad.
El cansancio de los días largos
Las sociedades longevas celebran cada año añadido como un logro colectivo. Pero en muchos casos, la extensión del tiempo vital no se acompaña de bienestar, sentido o compañía. Envejecer más puede convertirse en un horizonte vacío si los años añadidos se viven con soledad, enfermedad o pérdida de propósito. El filósofo Byung-Chul Han hablaba del “agotamiento del sujeto contemporáneo”: una vida prolongada, sí, pero saturada, sin pausas ni profundidad.
En un mundo que idolatra la juventud y teme el deterioro, vivir más tiempo puede parecer una especie de castigo estético o emocional. La pregunta que algunos se hacen —y que pocos se atreven a formular en voz alta— es simple: ¿hasta cuándo vivir tiene sentido?
Contra la obligación de ser eternos
La cultura de la longevidad a veces se desliza hacia una nueva forma de moralidad: la de la obligación de mantenerse siempre joven, activo y productivo. En esta narrativa, morir a los 90 parece un fracaso y mostrar signos de fragilidad, una falta de disciplina. Pero una vida larga no puede convertirse en una carrera contra el tiempo.
La escritora Susan Sontag ya advertía del peligro de convertir la salud en una religión moderna. La longevidad no debería ser una meta en sí misma, sino un espacio de libertad: el derecho a decidir cómo, y hasta cuándo, queremos vivir. Martha Nussbaum ha recordado que la dignidad humana se juega precisamente en esa autonomía: en la capacidad de cada persona para elegir el modo de habitar su cuerpo, sus límites y su propio final.
El miedo a desaparecer
Detrás del deseo de prolongar la vida hay un miedo comprensible: el de desaparecer. La ciencia promete, de algún modo, posponer esa desaparición. Pero, ¿qué sucede si el afán de vivir más termina restando intensidad a lo vivido? En su ensayo Mortalidad, Christopher Hitchens recordaba que aceptar el final es también una forma de reconciliación con la vida.
El filósofo Albert Camus decía que la conciencia del límite no nos empobrece, sino que nos libera: “la vida es la suma de las decisiones que tomamos ante la certeza de la muerte”. Envejecer con serenidad implica reconocer el límite, no negarlo. No se trata de rendirse, sino de reconciliarse con la idea de finitud, entendiendo que el valor de la existencia reside también en su fragilidad.
La rebelión de los que dudan
El escepticismo ante la longevidad no es pesimismo: es lucidez. Es la voz de quienes defienden que una vida digna no necesita ser infinita. Es la reivindicación de un humanismo que pone el acento en la intensidad, no en la duración.
En los últimos años, filósofos, médicos y gerontólogos han empezado a hablar de “longevidad con límites”: una mirada que reconoce el mérito de la ciencia, pero que advierte del riesgo de convertir la vida en un producto de laboratorio. Frente a la promesa de la inmortalidad biotecnológica, surgen nuevas preguntas: ¿qué pasará con el sentido de la vida si ya no hay final? ¿Qué lugar ocuparán el duelo, la herencia o la memoria si nadie desaparece nunca?
El historiador Yuval Noah Harari sugiere que el sueño de la inmortalidad digital —la transferencia de la conciencia a una máquina— podría transformar la identidad humana en un algoritmo perpetuo. Pero, ¿qué quedaría de lo humano sin vulnerabilidad, sin envejecimiento, sin límite?
Vivir menos, pero con más sentido
Quizá el verdadero progreso no consista en vivir más, sino en aprender a vivir mejor. En cuidar el tiempo, en detenerlo, en no acelerarlo hasta agotarlo. En reivindicar una vida plena de vínculos, de aprendizajes, de significado. Zygmunt Bauman escribió que una vida líquida, sin densidad ni compromiso, puede durar mucho, pero deja poco rastro.
La longevidad no debe ser una obligación, sino una posibilidad que se elige, se construye y, llegado el momento, también se deja ir. El desafío no es desafiar la muerte, sino reconciliarnos con el tiempo.
Si pudieras elegir no tanto los años de tu vida, sino la forma en que quieres vivirlos, ¿qué priorizarías?