La muerte prematura de Matusalén
Siempre se ha tendido a considerar la muerte como algo triste e injusto. Pensamos que el tiempo vital es insuficiente y nos percatamos demasiado tarde de lo que deberíamos haber empezado a hacer. Tanto la religión como la ciencia comparten el respeto por lo desconocido, como lo es la muerte. En este contexto, el filósofo y teólogo Kostas Vrachnos explica que el cristianismo y el cientifismo tienen como punto en común el combate del mal que lleva al dolor, el envejecimiento y la muerte. Además, explica que una de las consecuencias del entusiasmo progresista es pensar que el desarrollo científico solucionará todos los problemas, sin ser conscientes de lo que conlleva abordar estas cuestiones.
—¿De qué murió?
—De nada. Se acabó su salud.
Clarice Lispector: La hora de la estrella
Llegó un día en que Matusalén, arquetipo de longevidad, a la postre falleció. De causa natural o sobrenatural, da casi lo mismo, pues al considerar la vida como un derecho innegociable y la muerte como el enemigo por antonomasia de la vida, siempre se muere prematuramente y siempre la vejez, la fase final de nuestro viaje sobre la tierra, adquiere el carácter de una etapa triste e injusta. Ahora bien, si el cese de las funciones vitales significa o no la extinción de la persona, afortunadamente, lo comprobamos después de morir, nunca antes. Dice Pascal: «No sé quién me ha traído al mundo, ni qué es el mundo, ni qué soy yo mismo; me hallo en una terrible ignorancia de todo (...) Lo único que conozco es que pronto voy a morir, pero lo que más ignoro es esta misma muerte que no soy capaz de evitar». Y pregunta: «¿Por qué mi duración se limita a cien años y no a mil?» Pero, ¿cuál sería la diferencia? Cualquiera que fuera la duración máxima de la vida humana, nos parecería, primero, natural, y, segundo, insuficiente, siendo el hombre como es: escindido, dual, contradictorio, inseguro, agónico, ávido de ser/querer/saber, impotente, insatisfecho e insaciable. «No hay hombre tan decrépito que, mientras vea a Matusalén por delante, no piense que todavía le quedan veinte años en el cuerpo» observa Montaigne. A partir de nuestra limitación espaciotemporal y comprensiva, nuestras esperanzas son tan ilimitadas que para su realización «el mismo Matusalén habría muerto demasiado joven» (A. Schopenhauer); y el sentimiento de precocidad nos acompaña hasta la más extrema ancianidad, pues, por mucho que hayamos vivido, nunca dejamos de sentirnos (y ser) recién nacidos y niños. Marco Aurelio observa: «Mira detrás de ti el abismo de la eternidad y delante de ti otro infinito. A la vista de eso, ¿en qué se diferencian el niño que ha vivido tres días y el que ha vivido tres veces más que Gereneo?». No es solamente que la vida jamás parezca suficiente, sino que uno siempre se percata demasiado tarde de aquello desde lo que cree que debía haber empezado. El propio Husserl, ni más ni menos, al cumplir los 70 años, se declara «un verdadero principiante» y agrega que, si le hubiese sido concedida «la edad de Matusalén, casi osaría entrever la posibilidad de llegar a ser un filósofo». De hecho, la chispa del filosofar se remonta al primer asombro por lo que hay, y dicho maravillarse se convierte en regulador existencial y espiritual de la persona. «Cuanto más vulgar es el hombre, menos enigmático le parece el mundo» señalará con acierto Schopenhauer.
"Por mucho que hayamos vivido, nunca dejamos de sentirnos (y ser) recién nacidos y niños".
Este mundo que nos ha tocado rebosa de misterio; sin embargo, pese a su carácter absolutamente indescifrable, contingente y «arbitrario», no nos queda más remedio que aceptar sus condiciones y sus leyes, tal como se implementan en la Tierra, que representa nuestra única posibilidad de vida. La presencia terrenal se vive como algo totalmente ininteligible y a la vez familiar, como algo gratuito y a la vez absoluto. Esta «esquizofrenia» refleja con elocuencia la dimensión profundamente metafísica de la existencia, cuyo olvido genera la mayor entre las anomalías humanas que radica en el no maravillarse ante ella y por extensión en degradarla de misterio a «problema» y exigir inmediatamente «solución». A esta escala, ¿se aclara algo con vivir más, mucho o siempre?: por ejemplo, «¿se resuelve acaso un enigma porque yo sobreviva eternamente?» (L. Wittgenstein). Resulta que el misterio no consiste en lo que todavía no conocemos, sino en lo que el intelecto humano, a pesar de sus increíbles avances, nunca explicará.
En el fondo, religión y ciencia tienen el mismo origen metafísico y comparten el mismo respeto por lo ignoto y lo incognoscible, pero a lo largo de los siglos, la mentalidad cientificista —y últimamente economicista— ha ido desplazando las básicas formas de espiritualidad, las cuales —independientemente de su «verificabilidad práctica»— mantienen al hombre en estrecha relación con su dimensión trascendental, la que trasciende —y en parte desmiente— su definición en términos exclusivos de materia, mecánica o biología. En realidad, este giro histórico (la eliminación gradual del sentido del misterio) ha ocasionado una alteración antropológica sin precedentes y a él se debe gran parte de las desgracias y las crisis humanas, supuestamente nuevas o casuales. Conforme el diagnóstico de G. K. Chesterton: «Mientras haya misterio habrá salud, y cuando se destruye el misterio aparece la enfermedad». Las riendas del planeta, el progreso y el bienestar de la humanidad han pasado a manos de personas —según Unamuno— «desprovistas de toda cultura filosófica (...) que creen demasiado en la ciencia, y más que en ella misma -pues esta fe está muy bien- en el valor poco menos que absoluto de sus aspiraciones y en que la ciencia hace el progreso -este otro fetiche- y el progreso la felicidad humana». Una de las consecuencias y las consignas del entusiasmo progresista ha sido el arraigo de la fe optimista en que todos los problemas tienen solución y que el desarrollo científico y tecnológico corregirá todas las penurias que aquejan la especie, no solamente las políticas, económicas y sociales, sino también las existenciales. Poco dispuesta a meditar la abismal y holística naturaleza de sus problemas, la nueva ciencia se lanza con demasiada autoconfianza y premura a resolverlos. La situación se complica cuando nos las habemos con cuestiones que implican facetas, perspectivas y dinámicas cuyo tratamiento irreflexivo puede tener efectos irreversibles para la propia especie o el planeta. Esto ocurre con el dolor, el envejecimiento y la muerte, que para la dominante mentalidad anti-metafísica, o sea la agenda del Zeitgeist que marca las pautas e impone sus medidas y sus prioridades, representan desagradables desperfectos a arreglar, mientras que para la sensibilidad hondamente humanista son insondables misterios a vivenciar y sondear. El mundo actual, con su ánimo individualista, materialista, hedonista, utilitarista, consumista, ultraproductivo, cuantitativo, gregario, apremiante etc., muestra escaso interés por las eternas preguntas y en modo alguno las reconoce como factores incondicionales e invariables —semejantes a las constantes físicas (v.g. la gravitación, la velocidad de la luz)— de suprema relevancia simbólica y vital, de cuyo vigor depende la totalidad de las actividades humanas. Entre estas constantes que el hombre no puede ni eludir ni interpretar destaca la temporalidad, para Unamuno «el terrible misterio del tiempo, el más terrible de los misterios todos, el padre de ellos», uno de los «elementos» del Ser, no menos incomprensible y misterioso que el propio Ser, ligado más que ningún otro a la experiencia más firme, palpable y angustiosa del tiempo como finitud, caducidad, irreversibilidad, fugacidad y brevedad.
La primera de las cuatro nobles verdades del budismo, dukkha (=sufrimiento), versa así: «El nacimiento es sufrimiento, la vejez es sufrimiento, la enfermedad es sufrimiento, la muerte es sufrimiento». Si bien la cosmovisión occidental está en las antípodas de la India, comparte con ella todas estas premisas menos la primera, pues para nosotros el nacimiento es el supremo don y la vida el valor absoluto; tan absoluto que no consentimos que se acabe tan pronto o que se acabe siquiera. El hombre (occidental) lleva en su núcleo un anhelo de permanencia, expansión y propagación, de ahí que se oponga a la muerte, que, negándole este instinto, siembra y robustece en él la agonía de su superación. Habiendo recibido el Ser, más bien el Devenir, quiere retener y conservar aquello que le ha sido dado una vez: se aferra desesperadamente a su regalo y no lo suelta. Dilthey alude al «enigma profundo de la caducidad en el tiempo y de la mismidad de nuestra existencia, que reclama la cancelación del devenir en el ser».
Por motivos muy distintos el cristianismo y el cientificismo comparten el mismo objetivo de hacerse con el dolor, el envejecimiento y la muerte. Para ambos el malestar psíquico y corporal, el deterioro biológico progresivo y la mortalidad componen un mal. Sólo que para el primero son un «mal metafísico», de ahí que sus herramientas terapéuticas sean exclusivamente espirituales, mientras que para el segundo lo son la medicina, la farmacéutica, la química, la dietética, la cirugía, la fisioterapia, la nanotecnología, la crionización, etc.; «un mal incurable», lamenta Jean Améry, cuya única curación concluye después del fallecimiento. El proyecto transhumanista, en concreto, no se contenta con ofrecer una imagen del mundo, sino que se empeña en reformar la naturaleza, al perseguir el remedio para todos «los males metafísicos» mientras estamos vivos, proponiendo en efecto un modelo antropológico «antihumano», falto de cualquier posibilidad de autojustificación existencial. Para el transhumanismo, que desentierra vetustos y reprimidos ensueños de la humanidad, «Naturaleza es la vejez que nos debilita y es la muerte que pone fin a nuestra vida» (Michael Hauskeller). Siempre se ha soñado con la inmortalidad feliz o la eterna juventud (¡no olvidemos al pobre Titono!) a través de narraciones mitológicas y religiosas, que han dotado a la vida de valores, significados, interpretaciones, motivos y fines, además de constituir sistemas completos de liberación y deificación. Desde que cambió el paradigma, y la metafísica (y la religión) empezó a retirarse del escenario, al sueño del paraíso lo han sucedido las fantasías utópicas y el ansia de salvación ha sido reemplazada por el cuidado por la mera supervivencia. El hombre moderno, a la vez que reprime la imagen de su inminente final, opta por la ilusión de una continuación sin límite de la vida, «ocupación insólita que no corresponde a ningún sentido ni fin» (M. Scheler), cimentada más bien en el rechazo de la finitud que en un ideal de existencia. El gerontólogo Leonard Hayflick habló de «intento de engañar a la Madre Naturaleza», empresa con nulas probabilidades de éxito o equivalente a una victoria pírrica. De momento, la Naturaleza, Dios mediante, no parece dispuesta a dejarse engañar. Por mucho que crezca la esperanza de vida, la duración máxima de la vida permanece eternamente “estancada” alrededor de los 120 años. Pero, aunque se alargue unos años más, siempre será considerada como desesperadamente breve. Y desde el punto de vista de la fe, casi ridícula, como anota San Basilio de Cesarea en su discurso A los jóvenes: «Aunque me hablen de la vejez de Titono o la de Argantonio o la de nuestro longevísimo Matusalén, que se dice que vivió novecientos setenta años (...) me reiré como de una ocurrencia de niños, mientras miro a la eternidad, larga y sin vejez». De cualquier modo, da miedo la determinación de los científicos y empresarios comprometidos con la transformación bio-onto-lógica de la especie; da miedo la ausencia de reflexión filosófica, responsabilidad bioética y conciencia social en su estrategia de llevar a cabo semejante pesadilla existencial y política, moral y demográfica. Salvando las distancias, no sería exagerado afirmar que, si a nivel histórico la imposición del paraíso en la tierra supuso el totalitarismo, a nivel biológico la metamorfosis biónica equivaldría a un segundo pecado original.
Con toda esta cultura presa del pánico u otramente «positiva», en la cual pasamos «de la felicidad como derecho a la felicidad como obligación» (Pascal Bruckner), no naufraga solamente la obsesión por no envejecer o morir, sino que se malogran los originales placeres que ofrece la vida; con otras palabras, nos matamos por vivir más, para recordar el bello libro de Barbara Ehrenreich. Como apunta Bruckner en Un instante eterno. Filosofía de la longevidad: «Lo importante ya no es vivir con plenitud el tiempo que nos corresponde, sino mantenernos en la vida lo máximo posible: la noción de los estadios sucesivos de la vida ha sido sustituida por la de la longevidad». Hemos pasado, pues, de un marco donde las constantes naturales y existenciales del dolor, el envejecimiento y la muerte eran tratadas como «misterios con sentido a descubrir» a ser manejadas como «problemas sin sentido a erradicar». Desgraciadamente, la postura que va ganando terreno es la de la visión que no sospecha que los «obstáculos» de la finitud, del sufrimiento, del envejecimiento o del óbito son indispensables condiciones para que haya sentido. Todos los «enemigos» que la ciencia (y la economía) actual dominante se empecina en neutralizar, en realidad, son los principios que garantizan el valor, el significado y la belleza de la propia vida. «La finitud, la temporalidad, no solo es una característica esencial de la vida, sino que es, además, un factor constitutivo del sentido mismo de la vida. El sentido de la existencia humana se basa precisamente en su carácter irreversible» afirma Viktor Frankl, experto en dolor. El hecho de durar poco y pasar rápido es la quintaesencia de la vida, el fundamento de su preciosidad. De lo contrario, advierte Savater: «La vida perpetua perdería cualquier sentido (...) porque nos sobraría tiempo para emprenderlo todo, conseguirlo todo y renunciar a todo. La única interpretación inteligible de lo que llamamos dar sentido a la vida es la administración orientada hacia esto o aquello de la escasez del tiempo de que disponemos». De ser inmortales, ¿estaríamos en condiciones de actuar o estaríamos condenados a la pereza absoluta y al sinsentido más radical? Dice el gran Jankélévitch: «La muerte es la condición de la vida, en tanto en cuanto es paradójicamente la negación de esa vida (...) sin la muerte la vida no merecería ser vivida (...) una duración sempiterna, una existencia indefinidamente prolongada serían en cierto modo la forma más característica de la condenación». Y, haciéndose eco de Séneca, remata: «Aquel que no vive, a fortiori no sufre, no conoce ni la enfermedad, ni el envejecimiento, ni las angustias de agonía, ni el desgarramiento supremo (...) no hay ventaja sin contrapartida, respondamos sin vacilar: sí, mil veces sí, para conocer el inestimable tesoro de la vida, vale la pena aceptar a la vez la amarga prueba de la muerte»; y de la vejez, «la enfermedad metafísica de la temporalidad». De hecho, «la ciencia y la cultura no piensan en la muerte como un misterio metafísico, y desde luego no consideran que sea el origen del sentido de la vida. Más bien, para las personas modernas la muerte es un problema técnico que podemos y deberíamos resolver» (Yuval Noah Hariri). Esto no sería posible, si no hubiese predominado lo que Ivan Ilich denominó como «civilización médica», que tiende a convertir el dolor en un problema técnico, privando al sufrimiento de su significado personal y socavando la capacidad de los individuos para enfrentar su realidad, para expresar sus propios valores y «para aceptar cosas inevitables y a menudo irremediables como el dolor y la invalidez, el envejecimiento y la muerte». No es solamente que la supresión de las resistencias mine las vitales compensaciones que producen el sentido y el universo de los valores, elementos que hacen la vida digna y merecida de ser vivida. La carrera sin respiro hacia lo perfecto hace olvidar que la euforia en términos intramundanos jamás nos colma hasta decir basta. Mientras nuestra estructura antinómica sigue inalterable, el deseo jamás se ve definitivamente satisfecho; y es precisamente esta insatisfacción estructural la fuente inagotable de nuestras acciones.
Sin duda, la mejora de la calidad de vida gracias a los avances científicos y sociales en la alimentación, la higiene, la salud pública, la asistencia sanitaria o las condiciones laborales se han traducido en un notable incremento de la esperanza de vida. No obstante, el ahínco por reforzar y prolongarla a toda costa y con mil sacrificios en absoluto ha conllevado los tan deseados resultados. Porque, más allá de la necesidad de que se cumplan ciertos presupuestos básicos de índole material-económica, el equilibrio y la dicha de las personas mayores depende de cosas no materiales, como p.ej. los vínculos familiares y amistosos, las aficiones, el legado personal y, máxime, la cosmovisión, el grado de espiritualidad. Cicerón, el primer gerontólogo entre los filósofos, constata: «¿Acaso sería más suave la vejez si se viviera 800 años en vez 80? Por larga que haya sido la vida, ningún consuelo habría podido suavizar la necia vejez». Se olvida a menudo que la edad provecta se viene forjando desde la juventud; como también que todo anciano ha sido plenamente joven; y que una vida carente de valores e inquietudes espirituales, éticos y estéticos, y sobre todo indiferente al misterio del mundo e ingrata ante el regalo de la vida está abocada desde muy pronto al sinsentido; que con los años conduce gradualmente a la desesperación (depresión o histeria). El naufragio está cantado cuando los jóvenes no aprenden a ser mayores y los mayores no aceptan el duro destino de serlo. Lo cual se hace aún más dramático según qué forma se elija de no aceptación; el abanico se extiende desde el enmascaramiento embellecedor de las calamidades de la senectud (Norberto Bobbio) hasta la miseria de la voluntad de imitar la juventud (Hermann Hesse), maneras frustradas de reprimir tanto la verdad como también la justicia de la naturaleza, puesto que el declive y la muerte afectan a todos indiscriminadamente; todos -se sobreentiende- aquellos niños, jóvenes y adultos que tienen la fortuna de no morirse a destiempo, o sea antes de cumplir 60 años.
«No sabemos quiénes somos si ignoramos lo que seremos: reconozcámonos en ese viejo, en esa vieja. Así tiene que ser si queremos asumir en su totalidad nuestra condición humana» señala Simone de Beauvoir en su célebre estudio sobre la vejez. Teniendo en cuenta el antiguo culto a la juventud, hoy día desenfrenado, síntoma de las sociedades alienadas y envejecidas, la posición de los ancianos actualmente en Occidente simboliza un fracaso insospechable, que, además de desplegar las dimensiones monstruosas de una patogenia, gesta una auténtica catástrofe para la especie humana, según Frank Schirrmacher y su libro El complot de Matusalén. La gerontofobia y el edadismo consolidan una suerte de «racismo contra la vejez», y aparte de marginar a los ancianos, condenándolos a la indignidad y la pena, se responsabilizan de una tergiversación de consecuencias antropológicas inauditas: olvidarse que «quizá un día yo sea también viejo» (Norbert Elías), cultivar la ilusión de que el viejo es el otro hasta sentir asco por los ancianos, lo cual equivale a asquearse de sí mismo por anticipado. La reintegración de la tercera edad a la vida depende más de las autoridades, las instituciones y el autorespeto de la sociedad que del esfuerzo de los mayores de sintonizar con las exigencias exageradas de la época. No hay duda de que urge la alfabetización tecnológica/digital de las generaciones anteriores, pues el mundo, «embrujado por el demonio de la velocidad» según el octogenario Ramón y Cajal, avanza y progresa vertiginoso y despiadadamente; entretanto, por su parte la sociedad, con no menos urgencia y como primer paso, necesita aprender de sus ciudadanos mayores la lentitud y a recuperar lo que Byung-Chul Han llama «el aroma del tiempo», que estriba en reivindicar lo contemplativo en la vorágine de lo hiperactivo de esta época de las prisas. La humanidad no madurará nunca mientras no cuida a los padres/progenitores y no aprovecha su experiencia, su sabiduría y su sabia ignorancia. La humanidad tiene los días o los siglos -lo mismo da- contados si sigue descuidando la condición sumamente misteriosa y maravillosa del mundo, cuya conciencia nos separa del riesgo de caer en la animalidad. Lo que está en juego siempre es el sentido, que no reside en la eugenesia y la duración biológica sino en la eutanasia y la calidad biográfica. La humanidad ha de reintegrar anteriormente lo «negativo» y aceptarlo como parte esencial del don de la existencia. Y seguir compensándolo con profunda gratitud o - ¿por qué no?- festejándolo, como cuenta Filóstrato de los habitantes del antiguo Gades (el hoy tan jaranero Cádiz), quienes tenían consagrado un altar a la Vejez y honraban a la Muerte con himnos.
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Memento mori
No pretendo ser original ni deseo perderme en disquisiciones de salón o erudiciones absurdas ante la realidad más evidente, la muerte. Me gustaría hacer una breve consideración con la naturalidad con que Jorge Manrique se expresa en sus Coplas o con ese estoicismo que el hombre de campo, valga el tópico, lo hace. Con esa severa naturalidad de la gente sencilla que tiene poco por vivir y que ha dejado mucho vivido. Tarea compleja, sin duda.
Cómo de entre mis manos te resbalas!
¡Oh, cómo te deslizas, edad mía!
¡Qué mudos pasos traes, oh, muerte fría,
pues con callado pie todo lo igualas!
Estos versos sabidos y conocidos de Quevedo son los que me han venido a la mente. Y el memento mori. Y “se muere como se vive”, voz de la sabiduría popular que he visto tantas veces en mi vida, para bien o para mal, aunque quizá sea el último caso el más evidente y más tremendo; en el primer caso me he sentido atrapado por una paz infinita al ver de forma tangible, evidente y sin ambages ese “buen morir” de la gente buena. Esa realidad de la muerte digna y ejemplar de la gente que muere rodeada de cariño y de la pena serena pero llena de esperanza y de sentido transcendente de los suyos me trae a la cabeza el “confieso que he vivido”, que he vivido como un ser humano, lo otro, el mal morir tras una vida de rabia y de hacer rabiar, es muerte de perro. Y hay muchos perros.
La vida es agua que resbala entre las manos y olvidarlo es morir en vida. “Pañales y mortaja”, continuando con el clásico, principio y fin, partida y destino, demasiado juntos. Ante la realidad del morir, la cuestión es cómo afrontar esa verdad. Por eso los mayores son los más sabios, porque queda tan poco que la perspectiva es enorme hacia atrás y las ganas de vivir mirando hacia delante son intensas. O lo tomas o lo dejas, porque un mal de nuestro tiempo es el negacionismo, que no es negar la realidad, es negar que esto (aquí es morir, pero esa palabra trae otras realidades negadas) me pueda pasar a mí, a mí. Y negamos y morimos rabiando, huyendo de mi realidad y cuando alguien huye de su realidad deja de existir como ser humano.
Por eso la vida no es vana -y aquí me aparto de don Francisco de Quevedo en su soneto que cito-, ni frágil, ni mísera. La vida está plena plenitud, es fuerte y es rica. Mentira esos arrebatos escatológicos. Yo creo que un cielo en un infierno cabe, vaya si cabe, y no hay claros desengaños, hay luz y cuanto más nos acercamos a la postrera sombra, mejor, muchísimo mejor.
Por eso me gusta ir a la cama con un pijama digno y transcurrir tantas horas entre sábanas. ¿Y esto a qué viene? Pues otra vez voy a Quevedo:
¿Con qué culpa tan grave,
sueño blando y suave,
pude en largo destierro merecerte
que se aparte de mí tu olvido manso?
Pues no te busco yo por ser descanso,
sino por muda imagen de la muerte.
No diré más, amigo, saca conclusiones. Pero por favor, una sonrisa, al Maestre de Santiago la parca le llamó “buen amigo”, por eso camino con la descarnada del brazo, nos reímos de tanto necio, nos tomamos un buen vino, me calma cuando la cuesta de la vida se pone casi vertical y me aconseja dar gracias a Dios por todo lo bueno y lo malo, al fin y al cabo Dios es su patrón y cuando me lo recuerda veo que de miedo nada, nada de nada. Por eso le dediqué una obrita a mi amiga, a la que le di forma de hombre elegante en El hombre que viaja.
Yo era Carlos, el protagonista, en un trasunto de mí mismo. La muerte le hizo ver a Carlos su realidad y porque en un futuro muy lejano entonces, debería encontrarse con ella/él y ese encuentro que sea consecuencia de cómo habría vivido. Menos miedo, pues, menos elucubraciones y disquisiciones. Salud.
It seems quite obvious that, as my admired Vrachnós reminds us, "whatever the maximum duration of human life may be, it would seem to us, first, natural, and, second, insufficient". The question is to try to interpret the reason why this is the case. My impression is that Vrachnós emphasises the inevitable and inherently unsatisfied condition of the human being, as well as the terror of conceiving oneself dead (in other words, the extreme dissatisfaction with one's own finitude). However, it could be argued that one considers one's remaining time to be insufficient, simply because one still has things to do and no time to do them.
There is no doubt that the Greek is right in his diagnosis of the dangers of an anti-metaphysical mentality that degrades the mystery of existence to a mere problem, and not content with this, he tries to find a solution to this problem through technoscience. But it gives the impression that, in doing so, he is inclined to think that the metaphysical attitude to such a mystery should be, fundamentally - or so at least the text suggests - the Stoic assumption of temporal limitation, when in reality, equally metaphysical may be the unconditional adherence to that yearning for extra time which is the object of our disquisition.
As the lucid article with which I am trying to dialogue certifies, the idiosyncrasy of the West, unlike a certain Eastern spirituality, flees in terror from death, old age and suffering, and this flight, which is basically a blindness, implies not understanding a fundamental part of the meaning of life. However, this meaning is not exhausted here; rather, the meaning of life is given, to an equal or perhaps greater extent, by the life project that each one of us is capable of constructing for ourselves, as Ortega reminds us when defining what the radical reality that we truly are consists of: our individual life. And it so happens that there can only be a project where there is time. So it is perfectly legitimate, and I would even say salvific, to always want to live longer, under the condition, of course, that the time we are granted is not wasted simply surviving or vegetating, but that it is dedicated precisely to saving us; saving us -observe- from being inauthentically, or what is the same, from not being at all, from nothingness, from death. This two-headed condition of the human being, that of an entity that is obliged to assume its mortal condition at the same time as it is also obliged to avoid it, is one more of the multiple paradoxes that define us. As the author says, the yearning for salvation, supplanted today by a mere desire for survival, must be restored to its original dignity, but that salvation, in turn, can (and must) incorporate an infinite desire for time, provided that this time is used to project a full life, that is, to save oneself, to save life from nothingness.
To illustrate this, I use one of the pairs of concepts with which Aristotle turns the study of being upside down once and for all: act and potency. A seed is a seed in act, but a tree in potency, just as a 70-year-old man is in act a man who cannot speak, say, French, but in potency he is a 75-year-old man capable of expressing himself in that language because he learned it in the last five years. One's being is not fully defined until the last moment of life, when there is no longer any possibility of being in potential, nor any possibility of a project, because there is no time either.
Vrachnós ends his profound dissertation by alluding to the contempt of senescence on the part of the less advanced ages, but once again he puts the meaning of this contempt in the inability (or fear) of accepting our human reality as perishable, expired and, in the end, mortal beings. But I believe that beneath this contempt there is actually an error in the perception of senescence as a time when one sits waiting for death, when in fact nothing prevents it from being a vital stage in which, despite the progressive diminution of available time, one can be able to project oneself into the future with greater enthusiasm; a stage in which one can be who one is in a more authentic way; a stage in which - in short - one is more alive and less dead.
Does the meaning of life depend on its own prolongation?
Recall the ancient myth of Titono: Eos, goddess of Dawn, in love with him, begs Zeus to grant him immortality, but forgets to ask for eternal youth. As a result, his hair turns white, his face fills with wrinkles, he gradually loses his youthful complexion and Titono finally reaches a pathetic old age. Only his voice remains as sweet as before, so the gods take pity on him and transform him into a cicada. Careful: they transform him into a cicada, like the one in Aesop's legend who spends the whole summer singing carefree and unprepared for the harsh winter (as, on the contrary, the ant does) that will come and destroy it. Lesson of life? Perhaps yes. Titono, from a suffering immortal old man, is transformed into an ephemeral being who sings of life, undisturbed by death. Here, by the way, the prolongation of life does not matter at all, well-being depends on the happy moment, even if it lasts only a short time.
Let us turn to another example of a life of a different time and perception: Within the spiritual tradition of the Orthodox Church the monk is called kalogeros, i.e. "good old man": that is, he has to cultivate himself in order to become a good old man, and constantly fight against the weaknesses of his character which in an advanced age will increase and become a burden for all those around him. It is obvious that the concept here implies that the subject is approaching the calm of the sage, which is a constant in all religious traditions of the East.
For antiquity, dominated by the imaginary model of the hero, the one who is willing to sacrifice himself for the good of the city in order to gain fame among his fellow citizens, the important thing is precisely that same unique moment he seeks to demonstrate his courage. It is the triumphant moment of a lifetime when one is called upon to say the big No, after many Yeses - to recall Cavafis - and to fight for it. On the other hand, in the Christian community the imaginary model of the saint wants to be established only in the memory of God and not of people, so a longer life usually offers more opportunities for forgiveness and repentance. These are two different perceptions of life, but equally relevant.
However, our world no longer lives by the didactic myths of antiquity, it is quite post-Christian and fast enough to be interested in the patience of existence. Before thinking about prolongation, it is necessary to reflect on a personal life project, and this is today the most difficult of all projects.
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