Universidad para Mayores, testimonio de un profesor
Era verano, pero nosotros encendimos la lumbre. En un rincón de la sierra de Gredos, en esta misma casa, mi abuela me contaba sus experiencias durante la Guerra Civil española. “Yo vine a Madrid a pasar tres alegres días, y pasé tres tristes y hambrientos años”. Cuánto me acuerdo de ella ahora…
También me relataba sus cuentos, poniendo voces distintas a los personajes; y me leía leyendas de Egipto. Estábamos fuera del tiempo, fuera del espacio, en uno de los lugares del mundo que más cerca están del cielo, castillo interior. Piedra y cielo, memoria y relato, palabra y fuego. El presente eterno. La tradición oral me hipnotiza, no lo puedo remediar. También el trabajo bien hecho: una mano escribiendo, unas manos trabajando, alguien que remienda una tela estampada de muchos colores. Esas manos… eran flores de pergamino que me cuidaban y que guiaban mis pasos. Por eso a mi abuela la llamé Güella, pues para mí era como la gata abuela que cuida a sus gatitos nietos, estos gatitos que torpemente van poniendo sus patas por donde imprimió sus huellas la gran gata blanca. Ella es abuela, huella, Güella. Ella mira al horizonte de los años y la experiencia, aparentemente ajena al instante; aunque los siglos palpitan en quien guía a los que vivirán.
Os parecerá ridículo, pero estábamos en tal aislamiento, que nos tuvo que llamar mi tía para enterarnos de los atentados del 11-S. La historia cambia en un instante, y en directo. ¿La historia está hecha de rupturas o de continuidades? La verdad es que no lo sé, diría que es un continuo tránsito. Pero lo que sé es que con mi abuela aprendí a amar las cosas hechas con las manos –incluyendo los churros con chocolate–, la belleza de los relatos y descubrí mi vocación, la historia del arte. Es curioso, porque ahora soy yo quien enseña a muchas personas mayores a descubrir –o redescubrir– esta misma vocación. Y aquí estoy, volcado en enseñar a quienes viven su segunda juventud, enseñanza que en nuestro sistema universitario se considera de segunda fila... razones que la razón no entiende.
¿Os gustan las jerarquías? A mí no mucho, tal vez porque fui el más pequeño de ambas familias. He de reconocer que a veces me he dejado llevar por los estereotipos, pero pronto la situación se recondujo. Las clases en el programa Universidad para los Mayores me dieron la oportunidad de jugar con las jerarquías: el joven enseña al mayor y también el estudiante enseña al docente. La enseñanza es un teatro, y yo tenía muchas historias que vivir con ellos y muchas ganas de subirme al escenario. Pero lo que no me esperaba es que finalmente el público respondiese con tal pasión. Habíamos conseguido la obra de arte total.
Enseñar a mayores es partir de una ventaja: ellos aún creen en el relato de la autoridad del profesor, aunque también tienen más armas para denunciar perfiles poco exigentes. No tienen pelos en la lengua y están porque quieren estar; si no les interesa, se marchan. Es un reto constante, dinámico, abierto a cualquier sorpresa. Como en cualquier grupo humano, hay perlas y hay pedantes. Pero me alegra que el espíritu universitario pueda vivir, al menos, en los mayores, porque la universidad es discutir y cuestionar para sumar. Los jóvenes tienen miedo al maltrato que sufren por la institución y sus ministros: falta de empatía o de comprensión, un suspenso, una mala media, un futuro precario. Los jóvenes prometen todo un mundo de posibilidades, los mayores tienen todo un mundo de posibilidades que aportar. Creo que ésta es la principal diferencia entre unos y otros. Aunque entendemos que los jóvenes están –o estamos– en situación de iniciar un largo recorrido, con toda su frescura y riesgos apasionantes, los mayores ya tienen gran parte de este trabajo hecho y lo ofrecen para enriquecer el espíritu universitario, con menos miedos y con ganas de aportar al grupo. Por su diferente situación biográfica, los mayores no miran tanto la necesidad de labrarse una carrera en un mundo competitivo que nos zarandea y del que somos víctimas. Esta tranquilidad da también mayor libertad; y la libertad, como diría Gombrich, es la clave de la maestría, ya sea en el arte o en la vida.
Creo que uno de los principales retos de la universidad es encontrar la antítesis perfecta entre una institución que representa una autoridad cualificada para conceder títulos –y todo lo que ello conlleva como sistema de supervisión y control, y a su vez, controlado– al tiempo que debería estimular sin límites el ejercicio de la libertad, del debate, del idealismo. Pero además es necesario ofrecer respuestas a problemas inmediatos, al tiempo que cultivamos una visión en perspectiva, proyectos a largo plazo, idealismo más allá de la necesidad puntual. No creo que la solución sean los supuestos controles de calidad, sino la excelencia a partir del civismo y el mérito. Es el eterno debate, ¿educación o policía?
Quizás muchas personas optan precisamente por el programa Universidad para Mayores debido a que el título obtenido –en su caso– es simbólico, pero a cambio se ofrece mayor espacio para la libertad que en una carrera al uso. ¿Mal menor? Ojalá no tuviéramos que hacernos estas preguntas porque en la universidad a secas hubiera lugar para todos, jóvenes, mayores, estudiantes, docentes y otros profesionales. Quizás el programa para Mayores no es tanto una segmentación de este grupo, como una solución de compromiso ante de falta de alternativas reales para que gran parte de estos alumnos tengan cabida en la universidad. Un problema equiparable lo ofrecen los estudios de doctorado: la yincana burocrática o la diversidad de criterios son tales, que muchos candidatos desisten o directamente no pueden acceder. La universidad tendría que ser maestra de libertad y de perspectiva. En esta misión también los mayores tendrían mucho que aportar. Por otro lado, no es necesario segmentar grupos o rebajar el nivel para aquellos que hayan decidido embarcarse en la aventura universitaria. Se trata de una invitación a iniciar un proceso de crecimiento personal y el docente contribuye ayudando a reforzar el criterio y el método del estudiante. Soy también contrario a las supuestas adaptaciones de los clásicos o de temas complejos. Es tratar a ciertos grupos – entre ellos a los mayores– como si no tuvieran la capacidad de admirar, comprender y aprehender algo excelente, profundo, universal. Ya lo dijo Euclides cuando Ptolomeo I le pidió un método fácil: “No hay camino de reyes en geometría”.
El programa Universidad para Mayores también recibe el nombre de Universidad de la Experiencia. La polisemia de esta palabra no podía ser más oportuna. ¿Qué buscan nuestros estudiantes? En general, una ‘verdadera experiencia universitaria’. Aquí no solo buscan aquello que puede ofrecerles un centro cultural, una academia, una asociación o similar, sino algo específico que ellos creen que solamente les puede dar la universidad. ¿Cuestión de ambiente o de algo más? Por lo pronto, valoran el compañerismo, el espíritu de trabajo, la diversidad de gentes y de ideas. ¿Pero es esto la universidad? La universidad es lo que cada persona quiere que sea, he aquí su triunfo o su desgracia. Mis estudiantes quieren que sea una experiencia en toda regla y cada uno construye su significado. Apelan a su libertad, y si se trata de una libertad virtuosa, es una libertad maestra. En estos casos, la universidad es un espacio muy grande, un espacio de los que engrandecen el alma. Para unos es una situación nueva en sus vidas, que antes no han querido o no han podido permitirse; a otros, les da la oportunidad de revivir la mejor etapa de su vida y mejorarla en base a su experiencia acumulada. Algunos vienen en solitario, aunque en general abundan las parejas y los grupos de amigos. Incluso cuando hemos hecho cursos online, veían mis clases en compañía de otros amigos o parientes en la casa que tocase. Es divertido imaginarlos siguiendo las clases con la pasión con que se lee un libro que nos emociona o con que se sigue una serie que nos mantiene en vilo: así son sus testimonios.
¿Pero qué más buscan? Ante todo, les mueve su pasión por saber, un enorme interés y curiosidad por todos los temas, afán de trabajar, de seguir planteándose retos. Desean ser activos, contar, estar y sentirse en movimiento. Hay perfiles sistemáticos que quieren clases tradicionales y otros sistémicos que están dispuestos a todo. Yo opto por provocarlos tanto a unos como a otros; es también mi experiencia. En realidad, son muchas experiencias compartidas y se genera un hermoso sentimiento de complicidad no exenta de sorpresas que nos estimulan mutuamente. Por otro lado, son muy cuidadosos con los apuntes, incluso aunque les envíe las presentaciones que uso en las clases. Quizás lo hacen porque entienden que unos buenos apuntes forman parte de la experiencia. Pero tomen apuntes o se basen en los materiales que les envío, todos coinciden en que les gusta aprender y recordar lo que aprenden. Les gusta el poso que queda, algo entre lo material y lo espiritual, algo afectivo e identitario. En una ocasión, cuando impartí un curso sobre arte asiático al que tengo especial cariño porque tuve grandes maestras y porque lo he vivido, mis estudiantes me confesaron que al principio se apuntaron por curiosidad o simplemente por probar, aunque tenían miedo de enfrentarse a un tema desconocido para ellos y que en principio parecía más difícil de asimilar por las diferencias con nuestra cultura. Pero al terminar el curso estaban tan satisfechos de sí mismos que me dijeron que ahora no solamente les interesaba el arte asiático, sino que su próximo viaje tenía que ser a Asia. Me han propuesto excursiones fuera de la agenda universitaria y, por supuesto, las hemos hecho, aunque Asia y Egipto están pendientes. Esto me lleva de nuevo a los relatos que me contaba mi abuela.
Me gusta contar historias, pero ruego a los dioses –y a mis estudiantes– que no me hagan caer en la figura del profesor que sólo se escucha a sí mismo. Ojalá la universidad algún día se salve de mirarse al ombligo, autocomplacida de cómo sus ruinas se devoran a sí mismas en una orgía burocrática, meticulosa, maquinal. Los dioses lanzan oráculos poco comprensibles, pero los mayores son claros. De este modo cada año me obligo a revisar mis materiales y disfruto contando todas las novedades que he sido capaz de incorporar. Por otro lado, desde el Programa se nos anima a presentar cada año cursos y monográficos nuevos; y los estudiantes veteranos incluso me exigen contar qué derroteros van tomando mis propias investigaciones. Arqueología, historia del arte, viajes… los viajes son lo que más nos ha unido. Resulta llamativo lo importante que es la relación entre la enseñanza y el entorno espacial donde se desarrolla. Cuando me refiero al espacio, hablo no sólo del lugar físico sino, sobre todo, del horizonte emocional.
El horizonte emocional es lo mismo que me animó a empezar este post con la historia de mi abuela. Es la identidad, es la pertenencia, es la comunidad, pero también lo que hay más allá, aquello por lo que nos preguntamos en el gran retablo del mundo. Compartir responsabilidades, transitar juntos, escribir con los ojos y leer con las manos… una especie de hermanamiento que es lo que verdaderamente hace que la universidad sea algo universal.