A propósito de “La vida dentro y fuera del geriátrico”, de Sara Plaza Casares (El Salto, 4 de enero de 2021)
Después de haber cerrado el 2020 compartiendo la alentadora noticia de que la iniciativa The Eden Alternative llegaba por fin a España, y tras un par de semanas de desconexión del duro año que quedaba atrás, entré en el 2021 teniendo conocimiento de un caso que me ha puesto los pelos de punta. El pasado 4 de enero, la coordinadora de la sección de sanidad en el diario El Salto, Sara Plaza Casares, publicaba un artículo titulado “La vida dentro y fuera del geriátrico” en el que se hacía eco de la historia de Esperanza Pérez Martínez, una mujer de 72 años que se había escapado de la residencia para mayores en la que estaba interna porque no aguantaba más. Creo que el asunto tiene suficiente miga como para contarlo aquí con más detalle.
De acuerdo con el reportaje de Plaza Casares, Esperanza ingresó en la residencia Santiago Rusiñol de Aranjuez hace un año y cuatro meses, tras quedarse sin casa y obtener una plaza gestionada públicamente por la Comunidad de Madrid. Tras vivir un verdadero infierno entre los muros de este centro, ahora denunciado por la Asociación el Defensor del Paciente ante la Fiscalía, decidió coger la paga extra de su pensión de apenas 400 euros en el mes de noviembre para dejar atrás su cárcel y recuperar su autonomía.
Y es que, según confiesa Esperanza en la entrevista que se le realizó, sentía que dentro de la residencia, el “geriátrico” como ella lo llama, no era nadie y no tenía ni voz ni voto sobre el devenir de su propia existencia. A lo largo de los meses, experimentó la falta de privacidad derivada de la necesidad de compartir habitación con personas cuyo deterioro cognitivo era muy alto. También fue víctima de la privación de su derecho a gestionar su tiempo de la manera que considerara más conveniente. Pero, sobre todo, observó cómo perdía repentinamente su identidad, convirtiéndose en poco menos que un número bajo las estrictas normativas que le parecían más propias de un centro médico que de una comunidad para personas mayores.
Hay dos extractos de la entrevista que me estremecen especialmente. El primero de ellos recoge la pregunta que Esperanza, en su bendita inocencia, formuló a los cuidadores de la residencia nada más entrar: “¿Puedo llegar tarde?” Dice ella que a aquellos “se les pusieron los ojos como platos” de la sorpresa al escuchar esta inesperada interpelación. Ya el simple hecho del ‘puedo’ admite la idea de que son los cuidadores los que tienen que ‘dar permiso’, lo cual es algo que en un modelo de cuidado dirigido por la persona (Person-Directed Care) al que tenemos que aspirar debe desterrarse. Esperanza no entendía, como es lógico, por qué por el hecho de vivir en un centro para mayores ya no tenía libertad para salir a tomar algo con sus amigas. El otro viene a colación de esto primero, pues, armada de coraje, se puso en contacto con una trabajadora social del Ayuntamiento de Aranjuez para transmitirle su malestar por esta situación. Sin embargo, volvió a topar con un muro. La respuesta que obtuvo fue la que sigue: “Tú ya estás en una residencia y ya olvídate de todo”. Es sencillamente desgarrador. Esperanza pensó, con razón, que esto no era vida.
Además, al evento normativo de pasar a vivir en una residencia se unió el evento histórico del COVID-19. Casi el 80% de los residentes del Santiago Rusiñol se contagiaron del virus, incluida la propia Esperanza, y cerca del 20% han fallecido desde diciembre de 2019 hasta la actualidad. Durante los meses más duros de la pandemia, la angustia de Esperanza se vio incrementada a causa del aislamiento. Al contagiarse, pasó días postrada en una cama, sola, sin nadie con quien hablar y sin poder salir de su habitación durante todo un mes. Su único contacto con el mundo exterior tenía lugar durante la visita médica programada una vez por semana. Sin compañía, sintiéndose inútil por no poder valerse por si misma, y muerta de aburrimiento y preocupación, Esperanza se dedicó a trazar su plan de huida sin retorno.
Así las cosas, tomó su extra de Navidad, pidió un taxi y se marchó sin tener un lugar seguro al que ir. Ella sabe que tarde o temprano se le acabará el dinero con el que paga la habitación en la que ahora se hospeda⎯el dinero con el que paga su libertad⎯. Pero, a pesar de las dificultades a las que se enfrenta y el futuro incierto que se abre ante su mirada abatida por la horrible experiencia que ha vivido, no piensa volver a una residencia para mayores jamás. “Prefiero vivir en la calle que volver a la residencia”, dice esta valiente septuagenaria que se lo ha jugado todo para volver a tener las riendas de su destino.
Esperanza… ¡qué nombre tan propicio para quien se rebela contra los prejuicios del edadismo y del capacitismo; para quien rompe las cadenas con las que el modelo biomédico de residencia somete a los mayores institucionalizados! Si ella ha compartido su calvario con el mundo es porque es bien consciente de que sus compañeros siguen presos de esta situación, que se repite en incontables residencias, y desea insuflar aliento a quienes sufren la soledad, la desesperanza y el aburrimiento de la vida en este tipo de comunidades obsoletas, al tiempo que nos alerta a los demás sobre esta triste realidad. Yo he querido recoger el testigo y ayudar con este post a dar visibilidad a toda esta problemática y a remover conciencias con el ánimo de inspirar a otros mayores a alzar la voz sobre un sistema de cuidado que, por el momento, no da la talla.
En mi próximo post quiero llevar a cabo una necesaria reflexión que me ha tenido ocupada en los últimos días a propósito del título que Plaza Casares escogió para dar su noticia en El Salto. Me chirrió muchísimo volver a leer la palabra “geriátrico” en un artículo periodístico. Me paso las horas leyendo literatura científica y divulgativa sobre gerontología y geriatría y esta denominación no se usa desde el siglo pasado. Todavía más lejos queda el término “asilo”, por fortuna. En un par de semanas os hablaré sobre la importancia del lenguaje que empleamos para referirnos a los mayores, a los cuidadores o a las comunidades en las que viven, entre otros, y la urgencia de adoptar un nuevo vocabulario respetuoso e inclusivo como parte del cambio cultural que se atisba en el horizonte del proceso de envejecimiento.