La riqueza invisible de envejecer bien: el dividendo de la longevidad
Si conseguimos transformar los años ganados en vida plena, la longevidad puede convertirse en uno de los mayores activos del siglo XXI.
El dividendo de la longevidad es, en esencia, una forma de riqueza invisible: aquella que se genera cuando los años añadidos se viven con salud, autonomía y sentido. No se trata solo de vivir más, sino de vivir mejor durante más tiempo. Ese es el verdadero valor.
A comienzos del siglo XX, la esperanza de vida apenas alcanzaba los 50 años en muchos países. En España, ni siquiera llegaba a los 35. Hoy, gracias a los avances en medicina, nutrición, higiene y condiciones de vida, supera ampliamente los 80. En 2024, la media nacional ronda los 84 años: 86,34 para las mujeres y 81,11 para los hombres.
Pero este logro histórico encierra una paradoja: hemos añadido años al calendario, pero no necesariamente vida a esos años. La cuestión ya no es solo cuánto vivimos, sino cómo lo hacemos.
Más salud, menos carga
Frente a esta paradoja, emerge una mirada optimista: convertir la longevidad en un dividendo real. No se trata de una metáfora inspiradora, sino de una propuesta tangible: si logramos extender no solo la vida, sino también la salud a lo largo de más años, podremos generar beneficios económicos, sociales y personales con capacidad transformadora para el siglo XXI.
La idea es sencilla en su formulación, pero ambiciosa en sus implicaciones. Si conseguimos retrasar el envejecimiento biológico —es decir, si más personas alcanzan edades avanzadas en buen estado físico y cognitivo—, no solo reduciremos los costes derivados de las enfermedades crónicas. También liberaremos recursos, aumentaremos la productividad y fortaleceremos el bienestar colectivo.
En lugar de imaginar la longevidad como una carga, podríamos asumirla como una oportunidad estructural. Una sociedad en la que vivir más tiempo signifique también vivir mejor, con más autonomía, más participación y más vitalidad.
Una estrategia científica transformadora
Este enfoque supone un giro profundo en la forma de abordar el envejecimiento. Durante décadas, las políticas públicas se centraron en combatir enfermedades específicas —el cáncer, la diabetes, el alzhéimer— como si fueran batallas aisladas. Pero la investigación actual en biología del envejecimiento propone algo distinto: actuar sobre los procesos biológicos que están en la raíz común de muchas de esas enfermedades.
El objetivo ya no es curarlas una a una, sino ralentizar el deterioro sistémico que las desencadena. Si conseguimos intervenir sobre esos mecanismos compartidos, podríamos reducir simultáneamente buena parte de las dolencias que deterioran la calidad de vida en la vejez.
Los avances en este campo son cada vez más prometedores. Se han identificado genes y procesos celulares implicados en el envejecimiento; se experimenta con compuestos que prolongan la vida saludable en animales; y se están explorando intervenciones que, en el futuro, podrían traducirse en una medicina preventiva del envejecimiento humano.
No se trata de perseguir la inmortalidad, sino de ensanchar la franja de vida que merece ser vivida: aquella en la que seguimos siendo autónomos, creativos, activos y plenos.
Justicia, equidad y voluntad política
La promesa científica de una vida más larga y saludable no se cumplirá por sí sola. Necesita ir acompañada de una estrategia política y ética a su altura. El dividendo de la longevidad no se reparte de forma automática: requiere inversión sostenida en investigación, políticas públicas centradas en la prevención, sistemas de cuidado más humanos y sostenibles, y una transformación cultural que desactive los prejuicios sobre la vejez y combata el edadismo.
Uno de los desafíos más urgentes es la equidad. Hoy, la longevidad ya es desigual: la esperanza de vida de las personas con menores ingresos es sensiblemente inferior a la de quienes tienen más recursos. Si las intervenciones que permiten envejecer bien solo están al alcance de unos pocos, corremos el riesgo de consolidar una nueva forma de desigualdad estructural: una sociedad partida entre longevos privilegiados y vidas más cortas y precarias.
Por eso, hablar de longevidad no es solo hablar de ciencia, ni de salud, ni de demografía. Es hablar de justicia. Y de la voluntad colectiva de construir un futuro más equitativo.
Redibujar el contrato social
También será necesario repensar las estructuras laborales, los sistemas de protección social y las nociones heredadas sobre el curso de la vida. Si las personas viven más y mejor, ¿tiene sentido jubilarse a los 65? ¿Qué haremos con los años “adicionales”? ¿Cómo organizaremos el aprendizaje continuo, el trabajo flexible, el cuidado compartido, el voluntariado y la participación social?
El dividendo de la longevidad no depende solo de la biología; depende de cómo rediseñemos nuestro contrato social. Pero ese rediseño no puede centrarse únicamente en las personas mayores: debe implicar a todas las generaciones.
La longevidad transforma los ritmos vitales. Reordena los ciclos de formación, empleo, descanso y cuidado. Si vamos a vivir más, ¿por qué concentrar todo el esfuerzo en las primeras décadas y no extender el aprendizaje como motor de cambio que favorezca la realización personal en todo el camino?
Necesitamos una mirada intergeneracional que permita construir vidas más sostenibles, menos lineales, más solidarias. Redibujar el contrato social también significa imaginar un tiempo vital más justo y compartido, donde el bienestar no se condense en una etapa, sino se distribuya a lo largo de toda la vida.
Otra mirada sobre la vejez
Más allá de las políticas, necesitamos una nueva narrativa cultural sobre la vejez. Una mirada que rompa con los estereotipos heredados, que deje atrás la asociación automática entre vejez y deterioro, dependencia o pasividad.
La vejez es tan plural y compleja como cualquier otra etapa de la vida. Hay quienes, a los 80 años, escriben, aman, crean, viajan, cuidan, se comprometen, se reinventan. Si la sociedad no les da espacio, presencia y voz, estamos desaprovechando una riqueza invisible y profunda.
Aprovechar el dividendo de la longevidad no solo significa sumar años con salud. Implica también reconocer el valor simbólico, relacional y humano de las personas mayores: su memoria, su experiencia, su capacidad de vínculo, su contribución al sentido colectivo. No basta con alargar la vida; hay que dignificarla en todas sus formas.
¿Y ahora qué?
En definitiva, vivir más tiempo no debería ser motivo de alarma, sino una oportunidad colectiva sin precedentes. Pero esa oportunidad no se concretará por sí sola: exige preparación, decisión y visión de futuro. Hay que invertir, pensar, imaginar y actuar. Porque si lo hacemos bien, la longevidad puede ser una de las grandes revoluciones positivas del siglo XXI: un salto cualitativo en la historia de la vida humana.
Y si lo hacemos mal, será una fuente creciente de desigualdad, de sufrimiento y de colapso institucional.
Aún estamos a tiempo. El dividendo de la longevidad no es una utopía ni una promesa vacía. Es una posibilidad real. Pero solo lo será si sabemos poner los frutos de la ciencia, la ética y la voluntad política al servicio de todos —y no solo de algunos—.
El futuro no está escrito. Está por decidirse. Y no depende solo de gobiernos, expertos o instituciones. Nos toca a nosotros —como sociedad— imaginarlo, construirlo y compartirlo. Porque el dividendo de la longevidad no se hereda: se conquista.
¿Y si supieras que vas a vivir 100 años… qué harías distinto desde hoy?