Longevidad desigual: cuando vivir más depende de dónde y cómo naces
En la era de la longevidad, las brechas sociales ya no se miden solo en ingresos o educación. Se miden, literalmente, en años de vida.
No todos viven lo que podrían vivir
La longevidad no es un privilegio aleatorio ni una recompensa reservada a los más afortunados por genética. Aunque los avances científicos y médicos han extendido la esperanza de vida en buena parte del mundo, no todas las personas tienen la misma oportunidad de llegar lejos en el tiempo. Y, mucho menos, de hacerlo con salud y dignidad.
En la era de la longevidad, las desigualdades se miden en años de vida. En los países desarrollados, las diferencias de esperanza de vida entre los sectores más ricos y los más pobres pueden superar los 10 años. En Inglaterra, por ejemplo, los hombres que viven en las zonas más desfavorecidas mueren, en promedio, casi una década antes que aquellos que habitan en las áreas más acomodadas. Para las mujeres, esa brecha se sitúa en torno a los ocho años. Una distancia que no se explica por azar ni por estilo de vida individual, sino por condiciones estructurales que atraviesan toda una vida.
La esperanza de vida no empieza a los 65
El acceso a la educación, la estabilidad laboral, la calidad de la vivienda, la alimentación, la exposición a riesgos ambientales, la atención sanitaria o el nivel de ingresos son factores que, combinados, condicionan la salud desde la infancia. La esperanza de vida no empieza a recortarse en la vejez, sino mucho antes: en las oportunidades —o carencias— que acompañan a una persona durante décadas.
Y no se trata solo de diferencias entre clases sociales. También existen disparidades étnicas y geográficas profundamente marcadas. En Estados Unidos, un estudio agrupó a la población en lo que llamó “diez Américas” según raza y localización. El resultado fue tan gráfico como alarmante: mientras los estadounidenses de origen asiático tienen una esperanza de vida cercana a los 84 años, algunas comunidades nativas apenas alcanzan los 63. Una brecha de más de 20 años, que expone cómo la desigualdad social se traduce en desigualdad biológica.
El espejo de la pandemia
La COVID-19 no creó estas desigualdades: las hizo visibles y las amplificó. Los grupos más vulnerables fueron también los más golpeados. No solo por el virus en sí, sino por sus efectos colaterales: pérdida de ingresos, aumento del aislamiento, sobrecarga de cuidados, acceso desigual a vacunas y atención sanitaria. Las consecuencias se prolongarán durante años en forma de salud deteriorada, mayor fragilidad y muerte prematura.
Longevidad básica antes que longevidad máxima
Frente a esta realidad, numerosos expertos y organismos internacionales coinciden en un diagnóstico: el futuro de la esperanza de vida dependerá de nuestra capacidad para reducir las disparidades sociales.
Las décadas pasadas estuvieron marcadas por el entusiasmo en ampliar la longevidad máxima; las próximas deberían centrarse en lograr que más personas accedan a una longevidad básica, digna y saludable.
Esto implica desplazar el foco del envejecimiento como fenómeno biológico hacia una mirada más social y política. No basta con investigar cómo ralentizar el deterioro celular si no actuamos sobre las condiciones que impiden envejecer con justicia.
Como señalan algunos investigadores: “La longevidad no se trata solo de cuánto podemos vivir, sino de quién puede vivir ese cuánto.”
Los determinantes sociales de la longevidad
En este sentido, el concepto de “determinantes sociales de la salud” adquiere un peso central. Son esos factores estructurales —educación, ingresos, trabajo, entorno físico, redes sociales, servicios básicos— los que determinan si una persona puede maximizar su potencial biológico de vida o no.
La biología marca un límite. Pero la desigualdad marca la distancia real que se recorre hasta él.
Justicia como política de vida
¿Qué podemos hacer entonces? Primero, asumir que la equidad en longevidad no es un efecto colateral deseable, sino un objetivo central.
- Los sistemas de salud deben acercarse más a quienes más lo necesitan.
- Las políticas sociales deben atacar las raíces estructurales de la mala salud.
- La inversión pública debe priorizar a los colectivos históricamente marginados, no como gesto de caridad, sino como acto de justicia.
Ampliar el retrato de la longevidad
También es urgente construir una narrativa más completa. Durante demasiado tiempo, las imágenes de la longevidad se han limitado a estereotipos de clase media acomodada: personas mayores activas, saludables, viajeras. Esa representación, aunque necesaria, es incompleta. Invisibiliza a quienes envejecen en la pobreza, en la dependencia no elegida, en el aislamiento estructural.
Necesitamos hablar también de esas otras vejeces. No para reforzar la lástima, sino para darles espacio, nombre y derechos.
Longevidad para todos: una causa intergeneracional
Finalmente, debemos entender que la longevidad no es solo un tema de mayores. Es un asunto intergeneracional, porque las decisiones que tomemos hoy afectarán a todos los que vienen detrás.
Luchar por una longevidad equitativa es luchar por un futuro donde el derecho a vivir mucho también sea el derecho a vivir bien… y a vivir todos.
¿Y si las desigualdades del siglo XXI también tuvieran que medirse en años de vida?