Entornos que limitan: la vulnerabilidad espacial
El entorno determina nuestra calidad de vida en mayor medida de lo que solemos imaginar. Lo hace durante todo el ciclo vital, pero en la infancia y en la vejez —dos etapas especialmente sensibles— su influencia se vuelve decisiva. Antes de seguir argumentando por qué, creo conveniente aclarar de qué hablamos cuando hablamos de “entorno”. En el marco de la sociología urbana, el entorno no es solo lo que vemos al mirar por la ventana: es un tejido complejo de espacios, relaciones, servicios e incluso sensaciones que dan forma a nuestra vida cotidiana.
Es el conjunto de condiciones que hace que un barrio sea acogedor, difícil, excluyente, atractivo o, en ocasiones, todo a la vez.
Cuando hablamos de entorno hablamos, claro, de las calles y los edificios, del mobiliario urbano del barrio, pero también de su cuidado, de la presencia de sombra en verano o de los bancos (si existen) que nos permiten descansar. Cuando hablamos de entorno referimos también los servicios disponibles (también aquellos cuya existencia no nos afecta de forma directa o los que apenas usamos), como el centro de salud, la línea de autobús, la biblioteca o el comercio de cercanía (la carnicería, la farmacia). Pero el concepto de entorno incluye, además (lo que es quizá mucho más importante que todo lo demás), la sensación que nos produce el barrio: si nos sentimos seguras, si lo sentimos como “nuestro”, si nos sentimos identificados con ese espacio, si nos transmite calma o si, por el contrario, nos pesa. No obstante, para que exista una relación positiva con el lugar, con el entorno, tiene que ser posible tal relación. Es decir, el espacio tiene que ser accesible, tiene que permitirnos caminar por sus calles, formar parte de él. Si el entorno no es accesible, si no nos permite estar, nos excluye. Es imposible tener una relación positiva con un espacio que no nos permite ser parte de él. Esto lo estamos hoy aplicando a lo físico, pero podríamos hablar de otros espacios simbólicos en los mismos términos.
Por sintetizar, el entorno es la mezcla entre espacio, relaciones y significados que hace que una persona pueda vivir bien en un lugar… o no tanto. No es solo cómo es el barrio, sino cómo lo vivimos, qué posibilidades ofrece y qué límites nos pone.
En la vejez especialmente, el entorno puede ser nuestro aliado o nuestro enemigo. La segunda situación es la que más veo en las ciudades actuales, cada vez más incómodas, más excluyentes (no solo exclusivas) más…de espaldas a sus habitantes. Pareciera que quienes deciden y organizan el espacio urbano olvidasen que de él depende no solo nuestra salud física, sino también nuestra salud psicológica y que la configuración del espacio permite o anula la posibilidad de que exista vida social. Cuando los medios hablan de cohesión social, de seguridad, de bienestar…hablan, sin saberlo, de cuestiones como la disposición del espacio. De la existencia de espacios que permitan y potencien las relaciones sociales; también a través de la dimensión más puramente física. Las ciudades, los barrios y las viviendas son escenarios de vida que marcan nuestra independencia o que marcan todo lo contrario: si el espacio no facilita que me pueda desenvolver adecuadamente, si por ejemplo pone límites a mi desplazamiento con andador, enfanga mi bastón o impide que pueda moverme con mis pasos más lentos, hará que cada vez me mueva menos, que cada vez desee menos pasear por un espacio que me resulta difícil, lo que a su vez limitará mi independencia y hará que mis pequeñas dificultades, mi discapacidad, vayan a más. Si ese espacio, a través de pequeñas adaptaciones, permitiese el paso con mi andador, yo podría seguir formando parte de ese espacio. Puede ser una movilidad más difícil, pero sería una movilidad posible. Dicho de otro modo: la dependencia puede llegar a ser una situación impuesta por el espacio.
Es decir, no sería la propia discapacidad o problema de movilidad de la persona, sino el espacio el que estaría imponiendo nuevas formas de dependencia. Cuando el entorno no se adapta a las necesidades cambiantes de las personas, podemos decir que no hay discapacidad en la persona, sino en el entorno. Es una discapacidad que puede venir originada en las cambiantes capacidades motoras de las personas, pero que se ve acrecentada por cómo el entorno facilite o no que esas personas puedan seguir usando el espacio.
A su vez, esto impediría el sentimiento de apego al lugar (place attachment), que es ese vínculo emocional y simbólico con el espacio en el que vivimos y que hace que cuidemos más nuestro entorno, que participemos en actividades, que seamos parte de la vida social del barrio. El apego al barrio es muy beneficioso para el buen funcionamiento de lo social, pero este apego solo puede florecer si el entorno lo permite. No hay posibilidad de apego si salir a la calle resulta peligroso, si mi andador no es útil debido a la configuración del espacio o si mis caminares más lentos tropiezan con pavimentos mal conservados. Y cuando el espacio se vuelve inaccesible, no lo olvidemos, aparece la soledad impuesta. Una persona que no puede salir a calle no podrá relacionarse o tendrá muchas dificultades.
La sociabilidad necesita infraestructuras: calles transitables, viviendas habitables, espacios comunes donde las relaciones sean posibles.
Hemos ganado años de vida, pero ¿seguiremos ganándolos si no cuidamos los entornos en los que envejecemos? Vivir más no basta si esos años se pasan entre escaleras imposibles, pasillos estrechos o barrios sin bancos ni sombra. Envejecer bien no es solo cuestión de salud o economía, sino también de arquitectura y urbanismo.
Necesitamos pensar en espacios (en las ciudades, en los pueblos, en nuestros barrios) que sean realmente para todas las edades, para todas las condiciones físicas, para todas las economías. Espacios que acompañen, que incluyan, que se adapten y que no excluyan por ninguna condición (tampoco la económica, como sucede cuando cambiamos los bancos por terrazas de bares o mercadillos). Lo que beneficia a las personas mayores —la accesibilidad, el transporte público, los espacios verdes, la cercanía de los servicios— beneficia a toda la sociedad.
Nuestro futuro será (si nos dejan) más longevo. Pero para que los años ganados (y por ganar) sean buenos, estén llenos de significado, permitan participar, estar, pertenecer y ser, será necesario revisar si los espacios, si los lugares que habitamos son realmente habilitantes de las relaciones sociales. Es posible que necesitemos repensar nuestras ciudades, nuestras viviendas y nuestros espacios para que se adecuen a las necesidades cambiantes de las personas y permitan que nuestra manera de habitar sea posible.