“Echo de menos a mi marido... Entonces, lo demás… no, no echo de menos lo demás, porque vivo, mira, qué te voy a decir, [vivo] como una reina”. La frase es de Isabel, de 89 años que, tras enviudar, pasó a lo que denominamos vivienda rotativa, que significa vivir bajo el cuidado y la organización de sus hijos y, en la práctica, vivir un mes (u otro tiempo estipulado) en la casa de cada uno de sus hijos. Sus palabras, con cierto eco de resignación, encierra una paradoja que comparten muchas mujeres mayores: la viudez puede ser, a la vez, una experiencia de pérdida, pero también una forma de tutela renovada. No siempre ingrata o, al menos, llena de mucho amor y buenas intenciones, pero una forma de regresión a la minoría de edad.
Durante décadas, la historia de muchas mujeres estuvo ligada a un modelo matrimonial donde el marido ocupaba el lugar de proveedor, decisor y figura de autoridad. En una entrevista que le hicieron a Cristina Almeida, esta señalaba cómo hubo un tiempo en el que “una mujer, incluso siendo abogada, necesitaba el poder de su marido para representar a alguien en un juicio”. Esta subordinación jurídica y simbólica dejó huellas duraderas en las trayectorias vitales de generaciones enteras (generaciones ahora, por cierto, injustamente tratadas a mi parecer, por ciertos sectores ideológicos). Por eso, cuando la viudez llega, no siempre se experimenta solo como duelo, como pérdida de quien pudo ser o no el amor de una vida. Para algunas, quizá para muchas, es también el momento en que se rompe una relación de dependencia de larga duración.
También supone el enfrentarse por vez primera a la “vida exterior”. La mujer ha sido socializada para tratar y abordar los problemas del interior del hogar, las comidas y las cenas, la compra de la fruta, pero en mucha menor medida de bancos u otros temas financieros. Esto supone que algunas mujeres se enfrentan por vez primera en su vejez a ciertas cuestiones de gran importancia, como gestionar su propio patrimonio, o un alquiler. Una mujer, de 75 años en ese momento, me contó cómo tras enviudar, se vio forzada a tomar decisiones importantes por sí sola por vez primera, especialmente cuando su casero decidió vender la vivienda en la que residía. “Si no compraba la casa, me tenía que ir. Yo ya estaba viuda. Me obligó a comprar la vivienda”. Fue una experiencia dura, pero también una demostración de capacidad y autonomía que quizá no se le había permitido antes. Su caso era especialmente difícil porque tras morir su marido y su hermana, esta mujer quedó sola, sin tener los apoyos que había tenido hasta entonces. En otros casos, sin embargo, la tutela del marido simplemente es sustituida por la tutela de los hijos, con discursos tan bienintencionados como limitantes.
Otra mujer, con apenas 65 años (la entrada en la vejez), me contaba cómo sus hijos andaban intentando decidir por ella ante su temprana viudez. Sin siquiera preguntarla, planteaban para ella una no deseada mudanza: “Mamá, esta casa es muy grande para ti (…) ya he hablado yo con (…) para que los muebles los metas…” (…) “¡No, no, yo mis muebles no los voy a meter en ningún sitio!”. La resistencia -necesaria- a ser tratada como menor de edad, aparece una y otra vez en los relatos de mujeres viudas. Y no se trata de ingratitud hacia lo que pueden ser buenas intenciones de hijos y otros familiares. Se trata de defender el derecho a decidir sobre una misma y de no perder la autonomía.
En ocasiones he escuchado que la vejez es como una vuelta a la infancia, pero esa analogía, además de falsa, resulta cruel. Presupone que las personas mayores pierden la capacidad de decidir, de pensar por sí mismas, de tomar (seguir tomando) las riendas de su propia vida. Su agencia. Así, el cariño y la preocupación de los hijos pueden convertirse en una fuerte losa, anulando en parte a sus madres, que se asume como normal sobre todo si estas ya han vivido una vida de obediencia o dependencia, pero que genera un gran sufrimiento. La libertad parece que no llega y se les niega la adultez.
“Pues mi hijo cada vez que viene aquí me da el tostón: que hay que ver mamá, que hay que ver mamá. Y yo ya por no disgustarle más, digo, bueno hijo mío, ala, vamos, me voy de aquí”. Esta mujer me contaba cómo cambió su casa, pequeña pero acogedora, por otra que no eligió y que no le gusta, donde paga más, tiene menos espacio para almacenar y ha tenido que desprenderse de muebles y recuerdos. “Por darle gusto a mi hijo”. La intención del hijo podía ser buena; el barrio anterior no le gustaba para su madre. Pero no tuvo en cuenta si le gustaba a quien tenía que gustarle: a su madre, que es quien desarrollaba allí su vida.
Estos ejemplos no son anecdóticos. Reflejan una reconfiguración profunda de las relaciones de poder entre generaciones. El hijo o la hija que antes obedecía ahora decide. La madre, que antes era referente como adulto mayor ahora es gestionada por quien estuvo no hace tanto a su cargo y cuidado. Y en el caso de muchas viudas, esta gestión se justifica en nombre del bienestar, pero en realidad reproduce viejas estructuras de tutela sobre la mujer.
Otras frases de otras tantas entrevistas apuntan a un mismo patrón: la vida de muchas mujeres viudas mayores no es el resultado de sus decisiones, sino de las decisiones de otros: sus hijos. Decisiones que vienen marcadas por el cariño, la sobreprotección, pero también por cierta desconfianza en la capacidad de quien se hace mayor, e incluso a veces por miedo al juicio social. Porque de alguna manera, una mujer sola (y más cuando es mayor), sigue siendo un desajuste en la lógica de género dominante. Como si “le faltara algo”. Algo a lo que agarrarse, algo que le cuide y le proteja, pero también que decida por ella. De alguna manera, incluso en el marco del amor de los hijos e hijas se refuerza la falsa idea de que somos una mitad esperando a una media naranja y que, al perderla, quedamos incompletas ya para siempre.
Para algunas mujeres la viudez es la primera ocasión real para ser ellas mismas. Para gestionar su dinero, su tiempo, su casa. Su vida. Es la oportunidad y ocasión de empezar a existir en primera persona. Pero a veces esta posibilidad, la de ejercer su agencia, pasa por el buen criterio de los hijos e hijas, nietos y otros familiares que, aunque embebidos en buenas intenciones, pueden convertirse en unos carceleros -cariñosos y con muy buena voluntad, pero carceleros, al fin y al cabo-.
La viudez puede ser un redescubrimiento de una misma, siempre y cuando no se imponga una nueva forma de minoría de edad. Pero para que las viudas mayores no sean invisibles y se pierdan en la obediencia ya aprendida a lo largo de toda una vida, impuesta por sistema, necesitamos reconocer su capacidad de elección, su autonomía, y su derecho a no tener que justificar cada paso.
En un mundo que todavía mira a las mujeres mayores con condescendencia o paternalismo, escuchar lo que tienen que decir antes de decirles “qué les conviene” es una forma de justicia. Tal vez esta breve reflexión nos ayude a comprender que las buenas intenciones, cuando no tienen en cuenta a la receptora, pueden ser una forma de infelicidad impuesta. Recordemos aquí que la viudez, además de ser una pérdida, puede ser también el inicio de una forma distinta de estar en el mundo y de conocerse a una misma. Puede también, más allá del dolor por la pérdida, una forma más libre, más consciente y —por fin—propia.