Morir de vejez o la enfermedad que todos deseamos padecer
A mediados del siglo pasado, la Organización Mundial de la Salud (OMS) —ese organismo especializado en la gestión de las políticas de prevención, promoción e intervención en la salud a nivel mundial del que todo el mundo oye hablar desde hace más de un año— nos convirtió a todos en enfermos crónicos al definir la salud como un estado de completo bienestar físico, mental y social en su Constitución de 1948. Desde entonces, el concepto de salud ha hecho referencia a poco menos que una quimera inalcanzable, extendiéndose así su contrapuesto: la enfermedad.
¿Quién puede recordar un solo momento de su vida en el que no estuviese participando de algún tipo de malestar físico, psíquico o social, e incluso de varios de ellos a la vez? Yo misma, en este preciso instante, tengo una herida en el párpado del ojo izquierdo, me encuentro en pleno duelo por la muerte de mi hermana y me siento muy estresada en lo tocante a lo profesional. Si me fijo bien, noto que empieza a dolerme el estómago porque todavía no he comido nada. Además, estoy ciertamente disgustada después de haber leído la sección de política del periódico de turno.
¡Vaya! De acuerdo con la definición de la OMS, ahora mismo me sitúo bastante lejos de lo que podría considerarse un “completo” estado de bienestar físico, mental y social. Eso quiere decir que no estoy sana, y, si no estoy sana, ¡entonces estoy enferma! Yo sé que no lo estoy… tengo mis cositas, pero no soy una enferma ni estoy enferma en este momento. Sin embargo, he de admitir que algunas dolencias sí que me acompañan mientras escribo estas palabras, pero creo que eso no es suficiente como para que caiga sobre mí el peso de semejante diagnóstico.
Las molestias cotidianas que nos privan de un completo estado de bienestar no pueden ser los síntomas de la enfermedad, salvo que estemos dispuestos a pagar el precio de consagrarnos todos a este disparate que, por desgracia, no pasa de moda y que parece salido de una lectura indigesta de El mundo como voluntad y representación de Arthur Schopenhauer. Ese precio no es otro que el de acabar sometiéndonos a lo que viene después del diagnóstico, esto es, el tratamiento.
¡El tratamiento! Si estamos de verdad enfermos, no dudamos ni un instante en rendirnos a su autoridad. Pero no son pocas las veces que este se aplica excediendo las demandas del sufriente, ingenuo y confiado, como ya advertía en los años setenta Michel Foucault, en su charla de Río intitulada “La crisis de la medicina o la crisis de la anti-medicina”. Esto es especialmente así cuando la enfermedad deriva de la ausencia de completo bienestar psíquico y social que, siendo realistas, más que pesimistas, nos acompaña a lo largo de toda la vida con escasos momentos puntuales de salubridad.
Hace poco se ha filtrado la información de que la OMS ha decidido bendecir a la humanidad con otra de sus excéntricas ocurrencias. Esta vez el foco se concentra en las personas mayores, grandes protagonistas de la escena social desde que comenzó la pandemia, quienes pasarán ahora a ser enfermas por partida doble. Por un lado, padecerán las torturas físicas, psíquicas y sociales que nos convierten a todos en enfermos. Por otro, serán víctimas de una nueva enfermedad que entrará en vigor el próximo mes de enero. Hablo de la recién anunciada “enfermedad de la vejez”, que sufrirán oficialmente todos los mayores por el simple hecho de serlo como correlato del paso del tiempo.
El 15 de junio de 2021, con motivo de la celebración del Día Internacional de Toma de Conciencia sobre el Abuso y Maltrato a la Vejez, el Comité Latinoamericano y del Caribe de la Asociación Internacional de Gerontología y Geriatría (COMLAT-IAGG) informaba de que la OMS catalogaría la vejez como enfermedad a partir de la undécima edición de la Clasificación Estadística Internacional de Enfermedades y Problemas de Salud Relacionados (CIE), un inventario que se emplea para registrar las causas de la muerte y recabar datos de morbilidad.
El disgusto ha sido generalizado, calando hondo en Latinoamérica, pero también en nuestro país. Lourdes Bermejo, vicepresidenta de gerontología de la Sociedad Española de Geriatría y Gerontología (SEGG), fue una de las primeras en pronunciarse en una entrevista para 65Ymás, calificando la osadía de la OMS como “una ruptura total a nivel de paradigma”. A esta protesta se han sumado enseguida representantes de asociaciones reconocidas como la Fundación Pilares o la Fundación Edad&Vida, entre otras.
Y la cosa ha ido a más. Convencidos de que la inclusión en el CIE de la vejez como enfermedad causante de la muerte fomentará la discriminación, desde la Confederación Española de Organizaciones de Mayores (CEOMA) han pedido la cabeza del Director General de la OMS, Tedros Adhanom Ghebrejesus, por alentar la gerontofobia, recalcando que “el envejecimiento es un proceso natural en los seres vivos, no una enfermedad”, según recoge 65Ymás.
Todos coinciden en denunciar que este movimiento de la OMS está en las antípodas de la ruta marcada a nivel global hacia la consecución de modelos de atención centrada en la persona, la erradicación del edadismo, del capacitismo y del paternalismo y la sustitución del modelo biomédico de cuidado que todavía impera en el sector geroasistencial.
Ahora la vejez será una enfermedad capaz de causar la muerte, junto con el cáncer, el fallo cardíaco o el infarto cerebral, que se sumará a la falta de salud resultante de nuestra incapacidad de mantenernos en un estado óptimo de bienestar físico, mental y social por tiempo prolongado. Así que ya sabe: si va a cruzar el umbral de la tercera edad próximamente, es hora de que empiece a poner sus asuntos en orden porque toda esa carencia de salud acumulada a lo largo de la vida se va a materializar pronto en la enfermedad conocida como “vejez”. Si ninguna otra aflicción lo remedia, acabará usted muriendo de viejo.
¡Pero morir de vejez es un privilegio! ¿Cómo considerar enfermedad lo que es en realidad una suerte? Es extraño. Desde pequeñita, siempre escuché la expresión “fulanito/a ha muerto de viejo/a” en boca de mis padres, pero no significaba morir por enfermedad, sino lo opuesto: cuando alguien moría de viejo, lo hacía por el transcurrir natural de la vida, sin sufrimiento, sin dolor, sin enfermedad. Mis abuelos murieron “de viejos”, y esto era algo que ofrecía un cierto consuelo a toda la familia. Mi hermana murió a causa de una metástasis cerebral. Yo tengo muy claro quién falleció por enfermedad y quiénes no, quién ha sufrido y quiénes se quedaron durmiendo plácidamente y no se despertaron más.
Morir de viejo no tiene nada de malo, en principio. Pero considerar la vejez como una enfermedad sobre el papel asusta un poco por el impacto que algo así puede tener en el imaginario colectivo que, en lo que respecta a la consideración y el aprecio de los mayores, ya está bastante tocado. La OMS no ha actuado de mala fe; al contrario, su intención no ha sido otra que la de eliminar una palabra como es “senilidad”, que está cargada de connotaciones negativas, y cambiarla por “vejez”. Pero, con todo, ha metido la pata con una maniobra que, consideran los expertos, puede poner en la cuerda floja el trabajo de muchos años realizado en pos de la igualdad y el respeto hacia las personas de edad avanzada.
Al final no se trata de que la OMS considere que la vejez es una enfermedad que puede causar la muerte, aunque obviamente es el periodo de la vida en el que nos encontramos previo al deceso cuando se agota la mecha sin que tengan lugar otros contratiempos (es decir, enfermedades de verdad). La OMS pretende incluir la “muerte de viejo” en su catálogo con fines estadísticos, esto es, para conocer el volumen de personas que fallecen en esta idílica condición. El problema está en que el catálogo es uno de enfermedades y eso hace que la vejez se convierta en una más entre tantas, al menos en lo concerniente al certificado de defunción.
Quizá habría sido más fácil sustituir “senilidad” por “no-enfermedad” para clasificar a aquellos que mueren de viejos. Así al menos se habría evitado crispar el ambiente. O a lo mejor lo que hay que conseguir es que disminuya la susceptibilidad a la crispación. ¿No podemos entender que se trata de una cuestión procedimental que nada tiene que ver con la consideración real de los mayores como enfermos? ¿No somos nosotros mismos, los que escribimos sobre esto, lo retorcemos y le damos pábulo, los que hacemos que esa asociación administrativa se traslade a la sociedad? ¿Qué ciudadano de a pie se habría dado cuenta de este detalle si no estuviésemos dándole tanta importancia? Algunas veces nuestras causas son loables, pero nuestros métodos no conducen sino a lo contrario de aquello que perseguimos.
No sé ustedes, pero yo quiero morir de vieja. Me da igual si esto se considera muerte por enfermedad o no en términos prácticos. Ahora bien, lo que no me gustaría es llegar a ese punto bajo la condición de que durante los últimos años de mi vida se me considere una enferma (más aún que a cualquier otra persona) porque estoy en la etapa de vejez. Si esto puede pasar a causa de un cambio de nomenclatura en el CIE-11, es algo que no tengo nada claro.
Comprendo el miedo a que esta torpeza de la OMS ayude a enquistar una percepción de la vejez que ya de por sí es negativa y que está costando mucho esfuerzo disipar en nuestra sociedad. Pero también considero que tenemos que respirar hondo de vez en cuando en esta cruzada contra el lenguaje. Que se incluya la palabra “vejez” en un catálogo de enfermedades no la convierte de hecho en una enfermedad. Que le demos un poder soberano a las palabras sí puede acabar colocándonos en ese brete.
Piénselo bien. La OMS nos acercó a todos al plano de la enfermedad hace setenta años al definir la salud como ausencia total de malestar e inexistencia de carencia. Sin embargo, sabemos que esto no nos convierte en enfermos crónicos y que una simple definición no legitima un diagnóstico ni su consecuente tratamiento. En la siguiente década, el DSM nos elevó a todos al estatus de enfermos mentales y, a pesar de ello, la mayoría seguimos diferenciando entre un malestar pasajero y un problema real que demanda atención profesional. A pesar de lo que digan los conceptos, somos capaces de distinguir lo que es enfermedad de lo que no. Un poco de educación, en lugar de tanta convulsión, debería bastar para separar realidad de ficción.