¿La vejez atrapa?: la pérdida de decisión y los límites del cuidado
A menudo pensamos en la vejez como una etapa serena. Imaginamos una vida tranquila, rodeada de recuerdos y de afecto, donde por fin hay tiempo para una (o uno) misma. Pero cuando la escuchamos desde dentro —desde quienes la viven, desde quienes la habitan—, aparecen imágenes mucho más complejas. Tal vez se nos venga a la cabeza, a quienes aún no habitamos este espacio, las pérdidas emocionales, las pérdidas de los seres queridos, pero hablaré aquí de otro tipo de pérdida: la pérdida de control. Sobre el cuerpo, sobre los espacios, sobre las decisiones. Y eso duele más que la artrosis. La pérdida de control sobre la propia vida es la peor cárcel a la que nos pueden someter. Las relaciones emocionales (las que comienzan por el corazón, por las tripas, motivadas por el deseo de amar y de ser amada) a veces se convierten en esas pequeñas cárceles insoportables cuando el otro se empeña en quitarnos el control sobre nuestra vida, sobre la casa o el barrio en el que vivir, sobre qué desayunar, sobre cómo emplear el tiempo libre. A veces esas limitaciones no vienen del otro (qué pena no saber a veces huir a tiempo de esos carceleros) sino de las circunstancias que nos salen de dentro, que nos envuelven y de las que no podemos deshacernos.
La vejez no se presenta de golpe. Llega a veces a borbotones, pero generalmente nos llega avisándonos antes de pequeñas señales. Pueden ser más o menos sutiles, como una dificultad para subir la escalera. El miedo a caerse cuando el pavimento no es muy firme. La necesidad más o menos explicita (o explicitada por los demás, por sus buenas intenciones) de contratar a alguien para que haga la limpieza general o que limpie aquellos rincones en los que hemos dejado de reparar. La vejez puede ser también la primera vez que te dicen: “Mamá, ten cuidado”, dicho por quienes, hasta hace poco, tenías que cuidar tú. Y entonces empieza a pesar la edad. No como número, sino como un sistema de creencias mantenida por los demás (el otro) y que también sabemos que ha anidado en nuestro interior. Un poco una mezcla entre lo que los demás creen que puedes o no puedes hacer y lo que tú crees (o sabes) que has dejado de poder hacer.
“Claro, me considero mayor cuando me tengo que subir a un sitio a limpiar los cristales, ya no lo puedo hacer. Me mareo”, me contaba una entrevistada hace un tiempo ya, una mujer que entonces tenía 73 años. “Antes lo hacíamos entre los dos, pero ahora no podemos ninguno de los dos. Mi marido está más enfermo…”. Son retazos de conversaciones mantenidas en mi investigación que condensan varios elementos clave: la fragilidad, el apoyo mutuo que se debilita, el deseo de autonomía.
Entre mis entrevistadas se repetía con fuerza el deseo de seguir atendiéndose una misma, aunque sea con ayuda parcial, pero que sobre todo se enfocaba en la vivienda (reforzando, insistiré mucho, la importancia que el espacio físico que habitamos tiene). “Tengo que estar muy mal para tener mi casa muy mal. Porque a mí me gusta tenerla muy bien”, me decía otra mujer, de entonces 65 años. Revisando mis entrevistas, también destacaría la motivación de otra señora de 82 años para resistirse a delegar tareas en una persona contratada: “Yo prefiero hacerlo yo, porque si no me quedo como mi marido (en situación muy frágil). Si me empiezo a sentar, ya no me muevo”.
Vuelve a aparecer la importancia de la vivienda como un símbolo, además de un refugio. La casa no es solo un lugar donde se envejece: es donde se prueba (hacia los demás y hacia una misma, aunque en los hombres también aparecía este deseo, reflejado en otros aspectos, como me señalaba el abuelo de mi amigo Diego) que una todavía puede. Es un termómetro de las capacidades que tenemos y mantenemos. Y mantener estas capacidades —aunque a veces no lo hagamos tan a pleno rendimiento como creemos o deseamos— es un acto de resistencia. “¡Coño! Ayer tarde mismo estuve haciendo de fontanero y me ahorré de llamar al fontanero. La casa ésta la he apañado yo toa”, me decía hace un tiempo el abuelo de mi amigo, de entonces 82 años y ya fallecido. El gesto no es menor. Cada acción doméstica que se conserva es una afirmación del propio yo, de quienes fuimos, de quienes somos. De quienes seguimos siendo.
Pero hay momentos en que no se puede más. Cuando el cuerpo dice basta, o cuando el entorno ya no permite seguir como antes. Y ahí entra en juego el papel de la familia, especialmente de los hijos. Y con él, un cambio de poder tan profundo como poco nombrado.
Los roles se invierten. Quienes antes mandaban, ahora obedecen. Quienes antes decidían, ahora reciben instrucciones. Y aunque a veces lo hacen con gratitud, otras veces con resignación, no deja de haber algo incómodo en este giro de guión, a veces un poco tiránico. “Mi hija me dice que tengo que bajar los humos, que ya ha hablado con una amiga para meter mis muebles no sé dónde”(...) “No, no, yo mis muebles no los voy a meter en ningún sitio”. La vejez como necesidad impuesta de resistencia ante cosas nimias, el conflicto surgido e impuesto, el miedo a dejar de decidir dónde van los propios muebles.
Ciertas imposiciones pueden venir no del “castigo” sino de los buenos deseos. Así, el cuidado, cuando se impone sin preguntar, puede convertirse en una forma suave de tutela. Y la tutela, a cierta edad, duele. Recuerdo siempre el caso de otra mujer que me hablaba de un cambio de casa no motivada por el propio deseo sino del de su hijo, a quien a su vez motivaba el miedo y las buenas intenciones al haber cambiado el tejido el barrio y percibir él una sensación de inseguridad: “Me voy de aquí por no disgustarle más. Y ahora estoy pagando más, la casa es más pequeña, he tenido que tirar cosas…”. Al releer la trascripción de su entrevista no recuerdo ningún tipo de dramatismo, pero sí esa mezcla de tristeza y amor que atraviesa muchas relaciones familiares. Porque cuidar, incluso si es motivado por los mejores deseos, no debería implicar decidir por el otro.
En ciertas ocasiones las personas mayores acaban en casas que no eligieron, haciendo vida con horarios, normas o silencios impuestos. “No me han vuelto a llevar a mi casa”, me decía Isabel, de 89 años, cuando comenzó lo que se denominaría “vivienda rotativa” tras su viudez, viviendo un mes en la casa de cada uno de sus hijos. Para mí sí había algo devastador en esa frase (que ella pronunciaba como si tal cosa) por lo asumido: que su deseo ya no cuenta. Este es para mí uno de los mayores miedos de la vejez: dejar de elegir, de poder elegir. Claro que es un miedo que atraviesa en realidad el conjunto de mi vida. No poder elegir, no poder decidir sobre lo cotidiano (enmarcadas estas decisiones ya en la economía, el trabajo, la marcha de la sociedad) como miedo al paso de la vida. La entrada en la adultez era, cuando niña, imagen de la capacidad de decisión. Luego entra en conflicto con la realidad (el dinero, el tiempo, las obligaciones inevitables y las autoimpuestas) pero perderla de nuevo debido a las decisiones, necesidades o miedos ajenos me parece uno de esos escenarios terribles. Incluso si es motivada por los buenos deseos e intenciones de quienes nos rodean.