El mandato invisible de la abuelidad: ¿y si no queremos estar obligados a cuidar?

“Entre la ayuda y la dependencia hay un hilo fino. Mi marido y yo nos encontramos con unas obligaciones que ni esperábamos ni queríamos”, me contaba Teresa (nombre ficticio) una mujer de 70 años y dos nietos de 8 y 12, que me explicaba su experiencia para un reportaje sobre el hecho de ejercer de abuelos de forma obligada. Cuando la hija de Francisca se separó, necesitó ayuda familiar y, durante un tiempo, el peso del cuidado de los dos pequeños recaía en ella. Recogerlos, darles la merienda, llevarlos a extraescolares, acercarlos hasta su casa.... “No podía más, sentí presión emocional y angustia, me hizo sentir mal, incluso sensación de depresión”, argumenta.
Esta mujer, como tantas, quieren ayudar a sus hijos e hijas en la crianza de sus nietos, pero no en el grado de compromiso que a veces se espera de ellas (son mayoritariamente mujeres, pero también muchísimos abuelos hombres ejercen como tales y se ocupan de los pequeños). Durante años, ser abuelo o abuela ha significado ternura, experiencia, transmisión de valores, amor sin la presión del reloj ni las obligaciones de la crianza directa… Se dice incluso que es “una segunda oportunidad” para hacerlo mejor o más despacio, para criar con más reposo.
Pero algo está cambiando. En los últimos tiempos, cada vez más personas mayores están empezando a verbalizar un malestar que hasta ahora callaban. ¿Qué pasa cuando ese rol esperado —el de cuidador constante, disponible y afectuoso— deja de ser voluntario y se convierte en una exigencia silenciosa? Ahora los mayores gozan de un buen estado de salud y de muchas ganas de disfrutar de su nueva libertad: después de jubilarse ya no tienen cargas, y ejercer de abuelo de forma intensa puede suponer renunciar a un tiempo de descanso, ocio y placer, que se habían ganado a pulso durante décadas, después de ocuparse durante años de sus propios hijos.
En España, el 35% de las personas mayores de 65 años cuida de sus nietos varios días a la semana, según el estudio Abuelos y crianza de Aldeas Infantiles (2023). Es una cifra considerable, muy por encima de la media europea del 14,9 % (Eurostat). La estadística esconde una realidad más compleja: una red de cuidados que, aunque parece espontánea y familiar, se apoya en buena parte sobre la espalda de mujeres mayores. Y no siempre por gusto. “Empecé a ayudar porque mi hija lo necesitaba. Pero con el tiempo, pasó a ser algo fijo, no hablado, no elegido”, cuenta Teresa.
La psicóloga Montse Lacalle me contaba también lo que ha visto muchas veces en consulta: “Muchas personas mayores no cuidan por decisión libre, sino porque lo han hecho toda la vida. Porque creen que toca, porque lo han aprendido así. Y sienten que si no lo hacen, están fallando a los suyos. Es un mandato interiorizado, casi invisible”.
Esa idea de “tocar” —de seguir cuidando como si fuera parte del ADN femenino o familiar— puede convertirse en una trampa difícil de nombrar. “Nadie te obliga, pero todo el mundo da por hecho que lo harás”, denuncia la psicóloga e investigadora Anna Freixas, una de las voces más críticas con el reparto desigual del cuidado en la vejez, autora de libros como Yo, vieja (Capitán Swing). “¿Por qué damos por sentado que las abuelas tienen que cuidar de los nietos gratis y con buena cara?”, reflexionaba en una conversación que mantuvimos.
No hablamos solo de tiempo. También de salud. El cardiólogo Antonio Guijarro bautizó como “síndrome de la abuela esclava” ese cuadro difuso, pero persistente, de cansancio crónico, ansiedad, insomnio y tensión que viven muchas mujeres mayores que cuidan más de lo que su cuerpo y su ánimo permiten.
La terapeuta familiar Rosa Rabbani relata también que cada vez los profesionales de su sector atienden a más abuelas sobrepasadas. “No pueden más, pero no saben cómo decirlo. Muchas no tienen recursos emocionales para poner límites. Sienten que si lo hacen, decepcionan”. El psicólogo Andrés Losada, especialista en gerontología, advierte de una paradoja inquietante: “Vivimos más años, pero también con más exigencias. Llegamos a ser abuelos a edades más avanzadas, con más fragilidad, y nos piden más que nunca. Es un desequilibrio estructural que apenas se discute”.
Todo cambia cuando el cuidado se convierte en opción, no en deber. Teresa, la misma abuela que antes se sentía atrapada, logró renegociar su rol: “Ahora estoy con mis nietos un día por semana. Es tiempo de calidad. Ya no me siento obligada. Lo disfruto, porque sé que también tengo derecho a cuidar de mí”. Ese derecho, a menudo invisible, es lo que muchas personas mayores están empezando a reivindicar. Poder elegir cómo, cuándo y si quieren cuidar. “Los hijos también tienen que entender que su tiempo libre no puede estar siempre por encima del de los abuelos”, insiste Losada. “No podemos romantizar la figura del abuelo entregado sin mirar el precio”.
Algunas familias están empezando a repartir mejor las cargas: contratan canguros, rotan turnos, hablan de expectativas. En otras, son los propios abuelos quienes deciden poner límites, aunque tiemble la voz al hacerlo. Porque decir basta no es egoísmo; a veces, es el único modo de sostener el afecto sin resentimiento. Si necesitamos a los abuelos, también debemos aceptar su modo de estar y ejercer, sus límites, su tiempo. Porque no están para seguir haciendo de padres, sino para acompañar, si quieren, desde otro lugar.
Poder ser abuelo sin ejercer de canguro. Poder querer sin agotarse. Poder decir que no sin culpa. Todo eso también forma parte del envejecimiento digno. Y tal vez ha llegado el momento de dejar de idealizar la abuelidad como un amor incondicional e inagotable. Porque incluso el amor más profundo necesita descanso, y el afecto no puede sostenerse sobre la renuncia.