La cultura de la prisa y el tiempo pausado en la madurez: un conflicto silencioso

El calendario y el reloj modernos no tienen margen para el tiempo suave. Cada día, la ciudad parece gritar que todo debe ser rápido, urgente, inmediato, eficiente. En ese escenario frenético, muchas personas mayores sienten que su paso o su ritmo vital —más reposados, más pausados— ya no encajan. Caminar un poco más despacio, hablar con calma, tardar en manejar un cajero o esperar el semáforo se convierte en una anomalía. Cuando alguien, acompañado de bastón, acaba de dar los últimos pasos para cruzar, los coches de la línea de ‘salida’ ya tienen la marcha puesta y rugen ansiosos; en el cajero automático, alguien con el pelo gris se maneja como puede, y se respira tensión; en la cola del supermercado se escuchan suspiros si alguien tarda un poco más de la cuenta en meter la compra en sus bolsas. Algunos mayores, dicen, se sienten fuera de su tiempo.
Ese choque de ritmos no es casual ni tampoco inocuo. La obra del filósofo y sociólogo alemán Hartmut Rosa (Remedio a la aceleración, 2019 o Tardomodernidad en crisis, 2022), ha dejado claro que vivimos en una sociedad acelerada al límite, donde cada esfera —tecnológica, social, vital— se mueve a un ritmo creciente, dejando menos espacio para el presente y el relato personal. Rosa incluso alerta sobre una especie de “totalitarismo de la aceleración”, donde cualquier paso lento se vuelve sospechoso.
Frente a esa lógica, surge la propuesta de vida pausada, del movimiento slow, que no niega la necesidad de la velocidad, pero reivindica que hay actividades —como cuidar, conversar, aprender, pensar— que requieren otro ritmo. Elogio de la lentitud de Carl Honoré, periodista canadiense, es un best seller que reflexiona sobre el culto a la velocidad y elogia, como su título indica, la ralentización de los ritmos sociales y vitales. “Existe la lentitud buena,que es tomarse el tiempo para comer con sus familias, con el televisor apagado, o el tiempo para mirar un problema desde todos los ángulos, para poder tomar la mejor decisión. O incluso simplemente tomarse el tiempo para desacelerar y saborear sus vidas”, decía Honoré en su famosa charla TED In praise of slowness.
El cuerpo envejece, y con ello cambia su compás vital: ya no responde a la urgencia, necesita más tiempos para procesar, sentir y actuar. Pero eso no es decadencia: es otro modo de estar en el mundo, más profundo y humano. La lentitud no es ineficiencia, en muchos casos es una forma de sabiduría, florecimiento y sensatez.
Parecer que la aceleración impone una regla tácita en nuestra sociedad actual: si vas lento, entras en la invisibilidad o te conviertes en un obstáculo. El último Barómetro de Mayores UDP, de 2021, constata que uno de cada cuatro mayores encuentra frustración al enfrentarse a cajeros automáticos sin atención presencial o a pantallas diseñadas para dedos jóvenes. Y más allá de la lectura que señala a los mayores como inadaptados, esto tiene que ver con más aspectos que no solo la tecnología: es la imposición de un tiempo que no permite treguas.
Mientras unos necesitan bajar el ritmo, otros lo suben. Hace ya unos años que comenzó a hacerse evidente, sobre todo entre los más jóvenes, la tendencia ‘faster’, consumir podcast o películas a doble velocidad de la normal, o escuchar los mensajes de Whatsapp cuanto más rápido mejor. No hay que perder un minuto. Este desencuentro intergeneracional también se refleja en el hogar. Muchos nietos ya no se sientan a charlar, todo es velocidad, TikToks de un minuto, planes, distracción de la atención. El ideal del reencuentro familiar, de la sobremesa que abraza el alma, ha cedido espacio a agendas colapsadas y pantallas al alcance. La familia crea vínculos, sí, pero a menudo no deja lugar para la pausa.
En este contexto, para muchos mayores, la lentitud se convierte en una losa, no en una riqueza. Y con ella, la gente mayor se siente desplazada, relegada a un segundo plano.
Pensemos, reflexionemos. La lentitud tiene su valor: permite detener la mirada, salvaguardar la historia, escuchar el silencio. En la cocina, cada plato se construye con calma; en los paseos, el cuerpo recupera el contacto con el entorno; en la conversación, afloran detalles que el ruido o atropello de la habla veloz anula. Esa forma de estar en el tiempo es una forma de acción y resistencia cultural.
La pregunta es: ¿vamos a seguir ignorando ese valor? Existen formas de reequilibrar nuestro tejido social: ciudades que amplían tiempos de semáforos, bancos que priorizan atención paciente, bibliotecas vivas que programan tertulias intergeneracionales, supermercados con franjas horarias especiales para séniors, servicios presenciales que respetan el ritmo... Son pequeñas rebeliones contra un mundo que solo valora lo acelerado. Se trata de reconocer que la sociedad gana matices cuando habita varios tiempos. No es retroceder, es enriquecer.
Los mayores quizá no quieren ya correr, pero exigen no ser invisibles. No pueden ni deben serlo.