¿Por qué en España vivimos tanto? (Y por qué no es solo un milagro de la dieta mediterránea)

En pocas décadas, España ha pasado de ser un país con una esperanza de vida más bien cortita a convertirse en uno de los más longevos del mundo. Para dimensionar esta realidad, pensemos que, a principios del siglo XX, la esperanza de vida al nacer rondaba los 35 años. Esto, como hemos señalado en otras ocasiones, implica no solo que tuviésemos vejeces más “breves” o vidas más cortas, sino que la mortalidad infantil y juvenil era muy elevada. Las mujeres podían tener hasta 9 hijos e hijas y que solo sobreviviesen 3 hasta la edad adulta (fue el caso de mi bisabuela, por ejemplo). Esto tenía mucho que ver, entre otras cosas, con el escaso alcance de la sanidad, además de con el desconocimiento de enfermedades, la mala alimentación y la pobreza generalizada. Respecto a la cuestión de la elevada mortalidad infantojuvenil pensemos, por ejemplo, que contar con un médico en el parto era algo no tan habitual; más de una señora entrevistada me ha contado que estuvo trabajando en el campo hasta el momento preciso del parto, alguna teniendo que dar a luz en un camino. En esas condiciones todo proceso, por natural que fuese, era mucho más difícil. Y duro, muy duro.
Hoy estamos muy lejos de eso (menos mal) y la esperanza de vida en España supera los 83 años, siendo la más alta de la Unión Europea y la tercera del mundo, solo por detrás de Japón y Suiza. Las proyecciones apuntan a que las mujeres nacidas en 2035 en España vivirán, de media, más de 87 años. Vamos, todo un logro, una de esas maravillas que deberíamos reclamar, pero que olvidamos tan a menudo y que, incluso, algunos llegan a plantear como el “problema” del envejecimiento.
Este logro no es casual ni tiene nada que ver con la tan idolatrada inteligencia artificial (y hago la referencia, absurda por lo demás, para que seamos capaces de darle el peso merecido a cada una de las cuestiones que analizamos aquí o, incluso, a qué empecemos a prestarle un poquito más de atención). Detrás de este gran logro hay muchos factores —mejor higiene, mejor alimentación, más educación—, pero sobre todo hay un motor silencioso que ha cambiado nuestras vidas: el desarrollo de un Estado de bienestar robusto (ese que ha ido perdiendo “fuerza” con el tiempo y que tantas críticas se lleva), y dentro de él, un sistema sanitario público, universal (para todos y todas, sin que dependa de tus posibilidades económicas) y de calidad.
Hablamos no solo de curar enfermedades, sino de salvar (o permitir el desarrollo de) millones de vidas. Así, desde la llegada de la democracia a España (marcada, entre otras cosas, por esa transición tan larga, entre los años 1975 y 1986), nuestro país ha transformado completamente su sistema de salud. Quisiera recordar esto para que entendamos mejor lo que suponen los recortes en sanidad a día de hoy y cómo se pone en riesgo no solo nuestro presente, sino también nuestro futuro. En España, el punto de partida para esta mejor sanidad (y el camino hacia una mejor vejez y una esperanza de vida más larga) fue la Ley General de Sanidad de 1986. Con esta Ley, la primera en España, se creó el Sistema Nacional de Salud y se impulsó la Atención Primaria. Además, se construyeron centros de salud por todo el territorio (también en los pueblos y en los barrios más pobres) y se amplió la formación de los profesionales sanitarios. Este proceso, eso sí, fue un proceso lento, así que tardó un poquito en llegar a ciertos rincones y a su población; hoy tenemos centros de salud cerca de casa, pero no era así a finales de los 80, por ejemplo. Las luchas vecinales fueron muy importantes en este proceso (las necesitamos mucho, por esto y por otras cosas), me gustaría señalar, porque las políticas hacen, pero las personas de a pie también. En ese marco del que venimos, pensad lo que supone tener que salir de madrugada con un bebé al que no le baja la fiebre, por ejemplo, el miedo y el estrés, la sensación de impotencia cuando no hay un médico cerca o cuando no nos lo podamos permitir. Sucede hoy aún en muchos países. Por eso me cuesta tanto comprender ese desprecio por lo que supone la sanidad y que permitamos su desmantelamiento.
El caso es que en solo cuatro décadas en España aumentó el gasto público en sanidad y el número de médicos y médicas se duplicó (la presencia de las mujeres iría también aumentando poco a poco). La enfermería también se dignificó, esa lucha que comenzó Florence Nightingale en 1860 y que las enfermeras (mujeres en su mayoría, cada vez más y mejor preparadas) siguen teniendo a día de hoy (ánimo a todas esas profesionales que reivindican la necesidad y dignidad de su profesión).
Como resultado de esta evolución (no sin dificultades, ojo), España tiene uno de los sistemas sanitarios más eficaces y equitativos del mundo: todas las personas tienen acceso a sanidad, sin importar si son ricas o pobres. Así, las muertes evitables por enfermedades como cardiopatías o ciertos tipos de cáncer son más bajas aquí que en la mayoría de países europeos. Que todas las personas tengan acceso a sanidad tiene un efecto positivo también sobre los más egoístas: si tu vecino está sano, tú no enfermarás. Por ello, los argumentos en contra de la universalización de la sanidad (o las apuestas por el modelo estadounidense, donde cada uno paga por sus enfermedades, lo que ha generado una disminución galopante en la esperanza de vida) son lo que podríamos denominar “piedras contra el propio tejado”. Personalmente, no deseo que nadie tenga un bebé enfermo que no pueda llevar al médico por falta de dinero, ni que nadie sufra dolor porque consideremos que “no merece” atención médica. La atención médica no va de merecerla, sino de necesitarla. Lo mismo pasa con los cuidados, como ya dije aquí.
El bienestar no se mide solo en años de vida, sino en años vividos con salud y autonomía. Gracias al control de muchas enfermedades crónicas y degenerativas, la mayoría de las personas en España hasta los 74 años consideran que su salud es buena o muy buena. Preocupa un poco, no obstante, cierto retroceso en los últimos años (pudiendo estar afectado por el COVID): la esperanza de vida en buena salud a los 65 años había pasado de 9,7 años en 2004 a 12,4 años en 2019, pero vuelve a descender desde entonces hasta volver a los 9,7 años en 2022 (última fecha disponible). Particularmente, considero que deberíamos prestar atención a esta cuestión y analizar mejor la relación con los recortes en sanidad y bienestar. No queremos ser Estados Unidos, ese país que parece tan rico y donde pierden años de esperanza de vida con sus políticas neoliberales de “sálvese quien pueda” aunque a veces la televisión nos haga creer que sí.
Sin duda, este es el tema que más me preocupa (a pesar del tono de fondo claramente positivo de este post, que quisiera remarcar). Más allá del matiz que implica este último dato negativo, aún queda mucho por hacer; existen desigualdades que necesitamos abordar entre territorios y grupos poblacionales (la esperanza de vida de las personas gitanas en España es mucho más baja, por ejemplo). Pero si hoy España es un país donde se vive más y mejor, es gracias a una apuesta colectiva —a veces silenciosa, a veces muy discutida— por la protección social. Envejecer no debería ser un problema, sino una oportunidad. Y eso solo es posible cuando el Estado garantiza que podamos vivir más y que eso también signifique vivir mejor. Para todos, para todas.