El cuidado mutuo, antídoto contra el edadismo y el capacitismo
Hace dos semanas tuve que subirme al metro para acudir a la Universidad Complutense de Madrid a impartir un Seminario de Doctorado sobre el aburrimiento. No viajaba en tren desde que en marzo del año pasado se suspendieron las clases, cuando se declaró el confinamiento total como medida de contención de la pandemia por el COVID-19. La cosa no ha cambiado mucho: andenes abarrotados de gente aguardando a que llegue su turno, apretujándose ávidamente frente a la puerta de acceso al vagón que creen que irá más vacío y empujándose para entrar rápido, con la esperanza de encontrar un asiento libre en el que repantigarse en lo que dure el trayecto. Lo único distinto es que, de cuello para arriba, todos parecemos cirujanos a punto de entrar a quirófano. En hora punta es difícil viajar sentado, eso lo sabe cualquiera. Yo tengo la suerte de tomar mi línea en su segunda parada desde la salida, así que siempre hay hueco. Allí estaba yo cómodamente sentada, repasando mis notas para la clase, cuando se me vino el mundo encima.
El tren se detuvo en una parada cerca de Atocha, a una altura a la que, sea la hora que sea, ya no cabe un alfiler en ningún coche. Las puertas se abrieron una vez más, dando paso a la muchedumbre. Se cerraron y el vehículo siguió su marcha. Desde mi posición privilegiada logré escudriñar, en las oquedades entre pantalones y faldas, las piernas torcidas, cubiertas por un par de medias color carne, de una mujer mayor que, ayudándose de su bastón, avanzaba hacia mí en busca de un lugar en el que ubicarse entre el gentío. Como pudo se agarró a los diez centímetros de barra metálica que todavía no habían sido ocupados con su mano temblorosa, que me recordó a los afluentes del Tajo. Pronto empecé a recoger mis apuntes y a guardarlos en la mochila, al tiempo que ponía en off los auriculares con la intención de poder escuchar a la señora darme las gracias al descubrir que le estaba cediendo el asiento. Casi me había puesto en pie cuando una voz en mi cabeza me dijo: “Un momento. ¿Qué estás haciendo? Vuelve a sentarte y piensa dos veces las implicaciones que podrían tener tus actos”.
¿Y si la señora se ofendía por mi suposición de que, al ser una persona mayor, desearía sentarse? ¿Implicaría esto que por su edad debía estar cansada? ¿Se sentiría discriminada por mi creencia inconsciente de que sus años le hacen ser más frágil que el resto? “Lleva bastón”, pensé, “eso es porque le cuesta andar”. “A lo mejor incluso tiene dolores, como suele sucederle a muchas personas de avanzada edad”. “Seguro que lo está pasando mal, ahí luchando por mantener el equilibrio”. “¿O no?”. “A ver si hiero sus sentimientos con mi ofrecimiento al lanzarle el mensaje involuntario de que pienso que es vieja y débil y que necesita que la cuiden”. “¡Madre mía!”. “¿Soy edadista?”. “¿Soy capacitista?”. “Mejor no hagas nada, no vayas a meter la pata”, me dije a mí misma. Mientras le daba vueltas al coco, mi parada se anunció por megafonía para aliviar mi calvario. Me levanté, e inmediatamente la mujer ocupó mi lugar. “¡Vaya!”. “¿He actuado correctamente o no?”, me pregunté. Me costó bastante recuperar la concentración en lo que debía comprometerme ese día, mi charla sobre aburrimiento. De hecho, aquí sigo, erre que erre, buscando consuelo y respuestas en los lectores de este blog.
Mis padres me educaron en la idea de que a los mayores había que cederles el sitio en el autobús (en Murcia no hay metro). ¡Hay carteles por todas partes que refuerzan esta obligación moral! Me parecía lógico: ante la duda de si la persona en cuestión desea o no sentarse, siempre es mejor ofrecerle la posibilidad y dejar que sea ella quien acepte o rechace el gesto. En infinidad de ocasiones a lo largo de mi vida ha sucedido esto último, pero nunca me había parado a pensar en si después de decir “no” esa persona se habría quedado rumiando cosas del tipo “Debo estar viejo para que la gente piense que necesito ir sentado” o “Los demás piensan que soy frágil y que necesito que estén pendientes de mí” o “¿Qué se habrá creído esta chica? ¿Que porque tengo 70 años ya soy un inútil que no aguanta de pie media hora?”. ¡Que horror! ¡Yo no quiero que nadie piense eso! Pero tampoco me gustaría que por evitar herir alguna sensibilidad me considerasen maleducada, insolidaria e irrespetuosa con los mayores. O lo que es peor, que mi miedo acabase condenando a alguien a sufrir un viaje incómodo por no hacer lo que se espera de mí sin necesidad de que me lo tengan que pedir.
¡Eso es! Ahí está la solución: son los mayores los que, si lo requieren, deben pedirme a mí que les ceda el sitio. Espera, no. Puede que no lo hagan porque esto también refuerce para sí mismos las ideas negativas sobre la vejez. ¡Pero qué lío! Todavía recuerdo cuando, en cierta ocasión, viajaba con mi mejor amigo de la adolescencia en el autobús que iba de mi pueblo al centro y un señor mayor, viendo que nadie tomaba la iniciativa de ofrecerle su asiento, exclamó en voz alta —“¡Que falta de vergüenza!”. A lo que mi acompañante le respondió sin sonrojo alguno —“No, caballero, lo que falta es sitio”, para mayor embarazo mío, que no me había levantado por pura dejadez.
Ahora, teniendo muy presente lo que representa el edadismo y el capacitismo me estoy volviendo loca. Yo que creía haberme convertido, con el paso del tiempo, en un ejemplo para todos, siempre pensando en cómo facilitar la vida a los mayores, me encuentro de repente con que actuar bajo la premisa del “dar y dar” puede fomentar su sensación de inutilidad; lo que mis colegas de la Alternativa Eden conocen como la plaga del “helplessness” de cuando se lo dan a uno todo hecho y le hacen sentir que ya no vale para nada. Estos días voy por la calle y no se me ocurre ofrecerle a una persona mayor mi ayuda para llevar las bolsas de la compra, no vaya a ser que le haga sentir inservible. ¡Y a lo mejor está deseando que lo haga! Pero no me la quiero jugar, incluso si mi exceso de prevención implica que se le revienten sus manos osteoporóticas. O si piensa que la juventud pasa de todo. Más vale prevenir que curar. ¿Seguro?
¿Cómo vamos a conseguir un equilibrio entre no ser edadista y capacitista y seguir siendo respetuosos y solidarios con los mayores? La OMS define el edadismo como “la discriminación por edad, además de hacer referencia a los comportamientos inadecuados y prejuiciosos relativos a la edad y dirigidos hacia las personas con edad avanzada”. Es una de las grandes formas de discriminación de nuestra sociedad, por detrás del racismo y el sexismo, que sufren en este caso las personas por el simple hecho de ser mayores. El capacitismo, por su parte, es “una forma de discriminación o prejuicio social contra las personas con discapacidad”. Hasta aquí podemos pensar “¿Y qué tiene esto que ver con ceder el asiento?”.
Alana Officer y Vânia de la Fuente-Núñez, expertas de la OMS, explicaban en una entrevista para 65Ymás, en junio de 2019, que el edadismo incluye tres dimensiones: estereotipos, prejuicios y discriminación. “Básicamente el edaísmo afecta a nuestros pensamientos, sentimientos y acciones hacia las personas en base a su edad cronológica o la percepción de que son […] demasiado mayores para hacer algo. Las consecuencias de este tipo de comportamientos derivan en faltas a la dignidad de las personas generalmente relacionadas con sus habilidades y dejando secuelas en su autoestima”, sostienen. Asimismo, aseguran que el edadismo y el capacitismo son negativos para la salud y el bienestar, empeoran la capacidad cognitiva y física, suponen peor salud mental y una recuperación más lenta de la discapacidad e incluso reducen la esperanza de vida, afectando a la participación de los mayores en la sociedad y generando una percepción negativa del envejecimiento.
Vuelvo a mis preguntas iniciales. ¿Soy prejuiciosa al pensar que los mayores, por el hecho de serlo, están cansados y tienen dolores propios de la edad? ¿Me estoy dejando llevar por el estereotipo de que todos los mayores caen bajo estos estados? ¿Soy edadista o capacitista si creo que un mayor desconocido necesita ayuda y cuidado por su edad cronológica o por su apariencia? ¿Estaré discriminando a alguien al cederle el asiento u ofrecerle ayuda para cargar con las bolsas del supermercado? ¿Le haré sentir inútil? ¿O seré maleducada e insolidaria si actúo bajo el presupuesto de evitar a toda costa el edadismo y el capacitismo? ¿Y si, por no hacer sentir a una persona inútil, decido no ayudarle y acaba sufriendo una caída? ¿No será esto peor para su salud? Si mi prejuicio desencadena algo beneficioso para la persona mayor, como el no tener que ir de pie o cargar con las bolsas, ¿entonces ya no es edadismo? ¿O depende de cómo lo interprete subjetivamente esa persona a la que me dirijo? ¿Y cómo lo voy a saber? ¡Cáspita! ¡¿Cómo voy a encontrar el término medio?!
El antídoto contra la plaga del sentimiento de inutilidad, el “helplessness”, que se genera en algunos mayores como resultado de ciertas conductas que se pueden interpretar como edadistas o capacitistas, basadas en determinados prejuicios y estereotipos—incluso cuando nacen de las mejores intenciones—, no consiste en ignorar a los mayores, dejar de cuidarlos o abandonarlos a su suerte. Por el contrario, el remedio está en promover un concepto de cuidado mutuo (care partnership) en la conciencia de todas las partes, basado en la premisa de “dar y recibir”. Si interiorizamos (o recuperamos) la idea de que todos cuidamos de todos porque todos somos valiosos y tenemos algo que ofrecer, los jóvenes a los mayores y viceversa, nadie tiene por qué sentirse ofendido cuando se le intenta facilitar la vida, porque es parte del intercambio de cuidado bidireccional. Yo te llevo las bolsas y te cedo el asiento, pero tú ilústrame con tu sabiduría y enséñame a preparar esa receta que tanto me gusta. No se trata de ver quién es más útil o válido, sino de que cada cual aporte según su capacidad y reciba según su necesidad (no tomen el aforismo en su sentido ideológico), bajo el reconocimiento de que todos tenemos algo que dar a los demás y todos necesitamos recibir algo de los demás, independientemente de la edad y, por supuesto, de la raza o el sexo.
Officer y de la Fuente-Núñez dicen que una de las causas del edadismo y el capacitismo es que en la actualidad existe un contacto limitado entre diferentes generaciones: los unos desconocemos las carencias y abundancias de los otros. Además, el rol de las personas mayores ha cambiado y ya no se consideran como principales agentes del saber en la sociedad. Por eso, no basta con promover la idea de cuidado mutuo a través de la educación. Hay que facilitar su puesta en práctica cada día creando espacios de interacción intergeneracionales; por ejemplo, a través de programas y actividades de colaboración y voluntariado. Porque el problema es de todos y la solución pasa también por todos. Los estereotipos sobre la vejez que desembocan en el edadismo y el capacitismo no están solo a un lado del espectro. El compromiso de los mayores es igualmente necesario para erradicar esta plaga. Si yo me convenzo a mí misma de que debo cuidar de los mayores, como estos deben cuidar de mí, pero a la hora de ponerlo en práctica doy con una persona con prejuicios sobre sí misma por motivo de su edad, que se va a tomar a mal mis cuidados, no avanzamos en ninguna dirección. No vale asentarse en la creencia de que la sociedad discrimina a los mayores y victimizarse consolidando el propio estereotipo. Hay que demostrar que quien discrimina está equivocado haciéndose valer uno mismo a través de dichos espacios de interacción.
Entonces, ¿puedo ser amable y servicial con los mayores o les voy a hacer sentir inútiles? Sin ser excesivamente paternalistas, yo creo que todos agradecemos que nos cuiden, tengamos treinta años o sesenta, y nos sentimos bien cuando cuidamos de los demás. Simplemente, tenemos que garantizar que el camino sea de doble sentido para que nadie se sienta fuera de lugar. En el tren del cuidado mutuo todos podemos ir sentados.