Escapando al aburrimiento en la residencia para mayores
Mi abuela Carmen (“la Tata” para toda la familia) murió hace casi una década, unos meses después de cumplir los noventa y dos años. Tuvo una vida verdaderamente longeva y plagada de experiencias: sobrevivió a la Guerra Civil; se encargó de cuidar de sus once hermanos varones; trabajó como lavandera y limpiadora durante su juventud; se casó y tuvo cuatro hijos —incluida mi madre entre ellos— y, con el tiempo, diez nietos; ganó la lotería en dos ocasiones y jamás salió a la calle con los labios sin pintar. La mayor parte de su vida perteneció a la clase media trabajadora, lo que para sostener sus hobbies era más que suficiente. Su día a día consistía en realizar las labores del hogar y sacar adelante a su prole. Sus gustos eran sencillos. Le encantaba la jardinería, la costura, cuidar de los animales, jugar al parchís y a las cartas y, cuando la televisión llegó a todas las casas, se aficionó a las telenovelas. Yo nací cuando ella tenía sesenta años. A lo largo del tiempo que la conocí siempre me pareció una mujer muy activa. A los setenta era capaz de caminar dos kilómetros y medio para venir desde su casa hasta el pueblo en el que nosotros vivíamos. A los ochenta todavía seguía cocinando el cocido de los domingos para los diez o doce que nos llegábamos a juntar. Esperaba el verano con paciencia para poder alquilar una casita en la playa y embadurnarse con los barros del Mar Menor. Mi Tata nunca se aburría.
De salud anduvo bien, casi siempre; tenía problemas de varices y de circulación (sus piernas me parecían como dos pequeños arcos rojizos a punto de quebrarse). Una vez le dieron un tirón en el mercado y, por no soltar el bolso, se precipitó hacia el suelo rompiéndose las dos rótulas. Ni siquiera en las semanas en las que estuvo en cama con las piernas escayoladas tuvo tiempo para aburrirse (por supuesto, lo de guardar reposo absoluto se quedó en poco más que una prescripción médica). Aunque necesitó desde entonces un bastón para desplazarse, aquello no le impedía continuar —a un ritmo más lento— con sus rutinas. Y de repente todo se precipitó. Hacia los ochenta y cuatro años sufrió una trombosis que le paralizó por un tiempo medio cuerpo. Se recuperó, pero tuvo que usar andaderas desde ese momento. En los siguientes años fue perdiendo un poco de movilidad, pero se valía por sí misma. Sin embargo, para cuando iba a cumplir los ochenta y ocho años, mi abuelo Justo (“el Cuqui”), de entonces noventa y dos años —sí, la longevidad de mi familia materna es legendaria—, empezó a requerir cuidados especiales. Padecía de lo que se conoce como “la gota” y poco a poco fue apagándose hasta apenas comer ni moverse. Tomar la decisión de cambiar por completo la vida de mis abuelos para ingresarlos en una residencia de mayores representó en mi familia uno de los momentos más duros que yo puedo recordar. Pero lo peor estaba por venir.
Mis abuelos odiaron la idea desde el primer momento (todos lo hicimos). Costó sangre y sudor convencerles de que era la mejor opción, dadas las circunstancias personales y económicas. Justo murió a los tres meses de su traslado. Para entonces, ya había perdido sus dos grandes pasiones que eran mojar la boquilla de los puros en coñac y pasar las horas muertas mirando la calle desde el balcón del piso. Mi abuelo Cuqui tampoco se aburría nunca. Era un hombre de pocas palabras que se podía quedar sentado en el mismo sitio el día entero, encerrado en sí mismo y entretenido con sus propios pensamientos (siempre pensé que era un efecto secundario de la Segunda Guerra Mundial). En pleno uso de sus facultades, lo que más le molestaba a mi abuelo de su nueva vida era tener que cumplir con los horarios de las actividades propuestas por el centro y tener que bañarse todos los días. Se quejó bastante, hasta que un día las enfermeras lo acostaron en la cama y durmió para siempre. A los escasos meses, mi abuela sufrió una segunda trombosis que la relegó hasta el final de sus días a una silla de ruedas y le afectó severamente a las funciones cognitivas.
Los recuerdos más vívidos que tengo de ella hasta ese momento son muy enternecedores. Me acuerdo de esperar el momento de recibir una moneda de cien pesetas que sacaba de su monedero negro y agradecérsela siempre de la misma manera, diciéndole “déjalo Tata, no hace falta”. Y también de cómo le preguntaba a mi hermana mayor “¿por qué te has despertado tan temprano?”, cuando llegaba a las cinco de la mañana a la casa de la playa tras una noche de fiesta. Recuerdo que, ya estando en la residencia, me repetía siempre “tú vas a ser profesora” (y así fue). Mi Tata estas cosas las fue olvidando. Después de la segunda trombosis una parte de ella volvió a su juventud, cuando su madre todavía vivía y se tenía que hacer cargo de los pequeños de la casa. Nosotros la visitábamos semanalmente y eso le hacía muy feliz, porque no todos sus compañeros corrían la misma suerte. Si algo me marcó en aquellos años, más incluso que ver a mi abuela en ese estado, fue el tedio generalizado que se respiraba entre las paredes de la residencia.
El centro en el que mis abuelos pasaron el último tramo de su vida era para mayores con distintos grados de dependencia. Era privado, pero, en casos de dependencia severa, como el de mi abuelo, una parte de los gastos corría a cargo del estado. Además de contar con enfermeros, psicólogos y expertos en rehabilitación las veinticuatro horas, la dirección promovía todo un abanico de actividades para pasar el rato: organizaban excursiones de vez en cuando; hacían acudir a las instalaciones a una peluquera algunos días de la semana; montaban partidas de bingo, talleres de manualidades… Mi madre lo niega, pero mi Tata se quejaba del aburrimiento. Lo sé porque fue la razón por la que decidí especializarme en este fenómeno y, concretamente, la que me motivó a estudiar el aburrimiento en las residencias para mayores. Ella era de las que más participaban en estas actividades, pero recuerdo su frustración cuando, en ocasiones, trataban de animarla a hacer cosas que describía “como para niños pequeños”. El gesto de los demás dejaba entrever una sensación parecida, que explicaba por qué pasaban la mayor parte del día sentados en la sala de televisión.
En todos estos años no he podido dejar de darle vueltas a la cuestión de si alguna vez, en aquel centro o en otros, habrían preguntado a los internos qué querían hacer, cómo preferían pasar el tiempo. Siempre he estado convencida de que los mayores tienen algo que decir a este respecto, pero pocas veces se les anima a que se manifiesten. Desconozco si se trata de una cuestión de comodidad, de tradición o de incapacidad (sea por motivos económicos o por las limitaciones de las instalaciones), pero en el tiempo que llevo investigando el asunto he comprobado que, al menos en España, pocas residencias para mayores salen de esta restringida propuesta de entretenimiento. Ya no he vuelto a pisar uno de estos centros, pero me consta que este sigue siendo un aspecto en el que todavía queda mucho trabajo por hacer. En algún sentido, se asemejan mucho a los “clubs de la tercera edad” que ofrecen a sus socios un bingo semanal y el periódico diario gratuito. Con algunos afiliados a estos clubs he tenido oportunidad de hablar y se sorprendían de que alguien les preguntase en qué preferían que se gastase el dinero de sus suscripciones anuales. ¡Y lo cierto es que tienen muchas ideas que fácilmente se podrían llevar a la práctica! La diferencia entre estos y los residentes de los centros para mayores dependientes es que, en el caso de los últimos, dependen —valga la redundancia— íntegramente de las posibilidades que les oferte la dirección. Estoy convencida de que si a mi abuela le hubiesen preguntado, le habría encantado dedicar algunas horas diarias a la jardinería en vez de a pintar dibujos. Otros preferirán charlar con gente joven. Algunos desearán interactuar con niños o animales… o hacer cualquier cosa que les permita compartir con el mundo todo lo que tienen para dar de sí mismos. En otras partes del mundo esto se ha hecho posible.
La cantidad de estudios que se han realizado hasta la fecha en el marco del aburrimiento en las residencias para mayores es bastante limitada en el contexto geográfico español. Por alguna razón que no alcanzo a comprender, el aburrimiento no se considera un factor de riesgo y nuestros modelos de intervención no han desarrollado planes de prevención del aburrimiento aplicables a los centros que acogen a mayores dependientes. Me parece que este es un vacío que hay que llenar no solo porque el aburrimiento puede ser un impedimento a la hora de envejecer dignamente, sino porque arrastra el correlato de otros factores de riesgo como son la depresión o la ansiedad e incluso el empeoramiento de determinadas afecciones físicas y cognitivas.
El sueño de mi vida es dedicarme a conseguir que al aburrimiento de los mayores dependientes que viven en residencias se le preste la atención que merece y que se implementen protocolos de actuación para atender de manera personalizada las demandas de los residentes. Mi intención es liderar el proyecto que lleve esta iniciativa a cabo, importando algunas ideas con las que tuve oportunidad de familiarizarme durante mi estancia de investigación en la Universidad de Harvard. Si te interesa saber lo que tengo en mente para mejorar, en lo que respecta al aburrimiento, la calidad de vida de los mayores que experimentan estas particulares circunstancias, sigue leyendo mis próximas entradas en las que desglosaré los puntos cruciales de este camino que debemos recorrer para garantizar el bienestar físico y mental de los residentes en situación de dependencia.