José María. “No dejamos de ser lo que somos solo por el hecho de jubilarnos. Yo siempre seré cirujano, de la misma forma que el torero siempre será torero”.
Hoy me entero al abrir Facebook que ha fallecido José María. No se si debo, en mi intento de siempre salvaguardar la identidad de las personas, falsear su nombre. Pero no me parece justo y no quiero hacerlo. Además, creo que a José María no le gustaría. José María era un hombre abierto que había vivido algunas cosas extraordinarias. Sobre todo, y desde lo poco que le pude conocer, me atrevo a decir que él lo era.
No pude evitar llorar cuando lo leí, y aunque hablo en términos de “hoy” han pasado varias semanas. Varias semanas en las que el texto se ha quedado esperando palabras que no llegan a expresar lo que significa que alguien desaparezca.
Llorar por la muerte de personas que me son poco cercanas siempre me ha parecido una especie de robo del dolor de los otros. Supongo que este pensamiento, probablemente erróneo, está basado en cierta idea de que las personas que nos quieren, y a quienes queremos, nos pertenecen un poco. Tal vez lo pienso porque quienes se me han ido eran “mías” de una forma que no podían ser de otras personas (mi tía, siempre). Cuando digo que “nos pertenecen” o que son “nuestras” no lo planteo en el sentido feo, como una imposición limitante, sino que creo que lo son (nuestras) en tanto que nos ayudan a “ser”, que forman parte de nuestra historia, de nuestro “yo”, y de la construcción que hacemos del mundo. O, al menos, de nuestro mundo cotidiano. Mi idea de que otras personas sean “nuestras” refiere a esa dimensión identitaria en la que incorporamos a los otros a nuestra visión y concepción de la realidad. Las personas se convierten en nuestras (según mi visión) porque nos ayudan a conocernos, remarcan con su forma de actuar lo que nos gusta de nosotros, y lo que no también. También soy consciente de que, en una buena sociedad, todos debiéramos ser un poco de todos.
No nos conocíamos apenas José María y yo. Me ponía alguna nota a través de una red social, compartía con sus amigos virtuales mis posts de Envejecer en sociedad. Los leía siempre y me daba feedback sobre ellos. Alguna vez nos intercambiábamos mensajes, para preguntarnos qué tal nos iban las cosas. Supe por él mismo que estaba en el hospital, después de un tiempo desaparecida (yo) de la red social. Hablamos algo, muy breve. Como siempre se sabe a posteriori, algo insuficiente y vacuo. Días después le prometí una copia de mi libro, y me dijo que le encantaría leerlo. Me dio su dirección para que se lo enviara (no le propuse vernos en estos tiempos del covid) y lo apunté en una de mis listas de “cosas por hacer”. Obviamente nunca lo cumplí y ahora mi “to do list” parece mirarme con más dureza de la habitual.
¿Cómo conocí a José María? A lo largo de mi vida investigadora he entrevistado a muchas personas. Muchas. Contado a lo grosso, diría que cerca de 200, entre unos proyectos y otros. Todas las entrevistas tienen después un proceso de análisis, pero también llevan un arduo trabajo previo, que, en cierto modo, te acercan a la persona. Interacciones en distinto grado que permiten que tu “objeto de investigación” pase a ser un “sujeto”, alguien real, con un nombre y una historia propia de la que te hace partícipe. En ese sentido, las entrevistas me parecen un acto muy íntimo, y se que no todos los temas que se tratan son agradables. Por eso me siento enormemente agradecida hacia las personas a quienes entrevisto. No todos los procesos son igual de intensos, pero todos son especiales de algún modo.
Con José María contacté a través de un foro de una red social. Una de mis ideas era la de desmentir que las personas mayores estaban desconectadas de las redes, de internet, y sin duda esta era la mejor vía. Diría que José María rompió con el perfil de entrevistado que yo tenía previsto (normalmente buscas una serie de experiencias, así que creas perfiles previos a las entrevistas). Aun así, fue una de las entrevistas que más disfruté, de las que más aprendí y de las que más me ayudó a configurar otra idea de lo que es la vejez y cómo se vive (sabiendo siempre que hay infinitas formas).
Cuento lo que nos une, más bien atípico, porque para él era algo importante: habíamos ido al mismo instituto, el Ramiro de Maeztu. No me atrevo a decir con cuantos años de diferencia, pero digamos que… unos cuantos. Yo estudié toda mi vida en centros públicos de Vallecas, mi barrio, pero por cuestiones un tanto aleatorias acabé haciendo Bachillerato Internacional en este instituto. José María, sin embargo, había estudiado en ese centro desde niño y el Magariños, el Estudiantes, la ruta de autobús y otros numerosos recuerdos (la mayoría muy divertidos) de su etapa escolar formaban parte de su día. De quién era él. Si antes decía que las personas son nuestras, los espacios también lo son. Y os aseguro que este espacio era de José María como nunca fue ni será mío. Qué bonito un amor tan grande a un lugar conformado por vivencias tan positivas. Tan grande era esa identificación con ese espacio que, a pesar de los años de distancia, pasé a ser una compañera más. José María en seguida te convertía en parte de su grupo, aunque fuese de forma simbólica.
Os cuento aquí como funcionan las entrevistas que hacemos en sociología, que son diferentes, entiendo, de las que se hacen en prensa o televisión. En cualquier caso, no me queda duda de que entrevistar no es fácil. ¿El motivo? A las personas les da cierto apuro ser grabadas, más aún con una entrevista dirigida, donde el tema no es libre. Los temas a veces son sensibles, incluso no agradables. Entrevistar es muy diferente de mantener una conversación casual en la calle, donde contamos lo que queremos, donde si hace falta adornamos ciertas cuestiones. Muy distinto es enfrentarse a una entrevista grabada y estructurada (las mías son semiestructuradas, en el intento de que la persona se sienta lo más cómoda posible y fluya de forma natural) donde la conversación puede fluir, pero en la que los temas están relativamente acotados.
La de José María fue una entrevista fácil, muy atípica. Me recibió en su casa, con su gato. Su mujer, de la que hablaba con amor auténtico, aún no se había jubilado y estaba trabajando. Me reí muchísimo. Me reí tanto. Aprendí palabras nuevas, aprendí cosas de Madrid y me contagió su alegría. Ese hombre derrochaba alegría a montones, y hacía chistes a cada momento. Hablaba de su vida con gracia, con arte. Presentaba todo de forma simple y una naturalidad extrema, sin más. Tenía ideas muy claras sobre algunos aspectos, ideas tan diferentes a las mías, pero me hizo ver con extrema facilidad sus puntos de vista y su forma de entender el mundo. Su facilidad de expresión, su gracia, transmitía la pasión que el sentía por ciertas cosas: su trabajo, deportes en los que yo ni pensaba, sus aficiones. José María había sido cirujano, primero con el ejército (si la memoria no me falla) y después con la seguridad social. También había sido profesor de ¡esquí! Y uno muy bueno, pues hablaba de ello con el orgullo que solo aporta la seguridad sobre algo que se conoce bien.
José María y yo, compañeros de instituto en la distancia temporal, veíamos el mundo desde prismas muy diferentes. A José María le apasionaban los toros y comentaba las mismas en las redes sociales. A mi, que me producen un fuerte rechazo, no me quedaba otra que reconocer que lo hacía con maestría. Escribía bien y ponía su ser en ello, esa gracia que le caracterizaba al hablar. Me ayudó a entender que personas muy diferentes pueden compartir espacios, y “pertenecerse” en tanto que aportan a la vida del otro. Me daba la sensación de que José María ponía pasión en todo lo que hacía. Que creo que, junto a “ser de los demás” y ser capaz de “pertenecerse” en sentido bidireccional (incluso de quienes solo nos conocen de unas conversaciones) es la máxima a la que toda persona puede aspirar. José María, sin duda, lo cumplió.