El problema del paternalismo en el cuidado de las personas mayores
Desde que comenzó el nuevo año mis artículos para el blog Envejecer en sociedad se han alejado de la cuestión del aburrimiento (de la que todavía tengo mucho que decir, por suerte o por desgracia) para centrarse, momentáneamente, en el triángulo de los ismos que amenaza el objetivo de alcanzar el envejecimiento digno en la sociedad actual. Me refiero, en efecto, al que conforman el edadismo, el capacitismo y el paternalismo. A los dos primeros dediqué los posts sobre el lenguaje y los iconos que empleamos para referirnos a las personas mayores de manera cotidiana, proponiendo la solución del cuidado mutuo como recurso frente a la discriminación. El presente está enfocado, por su parte, hacia el último elemento del trígono.
¿Qué es el paternalismo?
Una forma muy clara e intuitiva de definir qué es el paternalismo en el contexto del cuidado de mayores, sin necesidad de enredarnos en palabrería, es la siguiente: el paternalismo es la actitud autoritaria y/o sobreprotectora basada en la creencia de que, como cuidadores, conocemos las necesidades, los deseos y los miedos de las personas a las que acompañamos, cuidamos u ofrecemos nuestros servicios mejor que ellas mismas. En realidad, no sería una definición muy distinta a la que podemos encontrar en cualquier diccionario o en la Wikipedia: “El paternalismo es la tendencia a aplicar las normas de autoridad o protección tradicionalmente asignadas al padre de familia a otros ámbitos de relaciones sociales tales como la política y el mundo laboral”.
Los que pecan de este mal bajo el influjo de la primera acepción, el autoritarismo, observan y tratan a los mayores desde una posición (a veces) infundadamente hegemónica que se erige sobre el convencimiento que trae consigo la especialización disciplinar o que se funda en la falta de compromiso con la tarea de cuidado. Lo primero sucede a profesionales de la salud que creen estar en posesión de la verdad absoluta y capacitados para diagnosticar y tratar incluso en contra de la voluntad del interesado. Lo segundo, a cuidadores formales e informales que detestan la labor que les es encomendada y no aprecian el gastar tiempo en escuchar a los mayores ni saliva en argumentar en torno a sus zozobras. Los casos extremos de paternalismo autoritario desencadenan a menudo repudiables episodios de maltrato físico y psíquico.
Los sobreprotectores, por su parte, actúan guiados por la condición inherente a la paternidad que representa el miedo constante e inevitable a que las personas que cuidan y de las que se sienten responsables se dañen a sí mismas o a otros. Lo hacen seguramente de buena voluntad, sin imaginar el alcance que puede tener su conducta. La consecuencia inmediata es la reducción de la libertad y la autonomía que, con el tiempo, acaban tornando la vida un castigo y provocan la perpetua y destructiva sensación de inutilidad de la que tantos mayores son víctimas.
Unos y otros infantilizan a los ancianos, les tratan como si fueran niños a los que no solo hay que guiar y enseñar, sino asimismo imponer y ordenar para que no molesten o para que no causen perjuicios. Bajo la estela del paternalismo, ser una persona mayor se convierte en sinónimo de ser menor de edad en el más puro sentido kantiano. Uno queda reducido a un sujeto sin voz, o cuya voz no merece la pena ser atendida, incapacitado para la toma de decisiones relevantes (o insignificantes) que atañen a su propia vida. Paternalismo, entonces, es lo opuesto a la atención centrada en la persona (ACP) o, todavía mejor, a la atención dirigida por la persona (ADP). Paternalismo es la tónica del modelo de cuidado tradicional, biomédico, obsoleto. Paternalismo, en definitiva, es antagónico a envejecimiento digno.
¿Cómo saber si soy paternalista?
A veces puede resultar muy complicado darse cuenta de que se está adoptando una actitud paternalista hacia los mayores, bien porque son muchos a los que hay que cuidar y resulta más asequible prestarles a todos un trato estandarizado que personalizado, bien porque la responsabilidad del cuidado supera al propio cuidador o bien porque hablamos de un ser muy querido de cuyo bienestar depende el nuestro también. Al final, podemos acabar haciéndoles daño en lugar de prevenirlo. ¿Cómo podemos juzgar si estamos siendo paternalistas?
Seguro que podemos crear un test o una escala de medición para averiguarlo (si no existe ya), pero en lugar de eso quiero compartir con vosotros, mis lectores, un cuento que igualmente nos va a permitir determinar si somos o no paternalistas y, muy probablemente, de una forma menos aburrida y más ilustrativa. Se trata de Kahlid el bueno, creado por el Dr. Bill Thomas, CEO de la Alternativa Edén, de la que soy embajadora en España, y publicado en su libro In the Arms of Elders (2006). Yo lo he conocido durante mi formación como Eden Associate y he pedido permiso a mis tutores, David Sprowl y Walter Coffey, para poder reproducirlo en su totalidad en este artículo dado su desconocimiento y su inaccesibilidad en español y portugués. ¡Vamos a ello!
Kahlid el bueno
Hace mucho tiempo, cuando las Personas todavía eran nuevas en este mundo, un hombre vivía junto a su familia en los confines del sur del Gran Desierto, en el llamado pueblo Tum-Bak-Tee. Como su padre y su abuelo, se ganaba la vida como comerciante. Dos veces al año, en primavera y en otoño, el comerciante tomaba sus mercancías, enjaezaba su camello y emprendía el viaje hacia el norte de Mar-Kasha. Como era un hombre muy humilde y no podía costearse un carromato, viajaba solo. Viaje tras viaje, año tras año, todo transcurría sin problemas. Pero hubo un año en que las cosas se torcieron.
Como era su costumbre, el comerciante salió hacia el norte en primavera, camino de Mar-Kasha. Durante los primeros ocho días mantuvo un buen ritmo. Sin embargo, en la mañana del noveno día el viento comenzó a levantarse en el desierto. Al principio no parecía más que una pequeña brisa, pero se trataba de viento del oeste. El comerciante sabía que muchas tormentas mortales habían comenzado con un viento de esas características. El viento fue haciéndose más fuerte, levantando la arena por los aires. El miedo del comerciante empezó a crecer. Pronto el viento se convirtió en una enorme nube negra de arena furiosa. Se abalanzó sobre el comerciante raspándole la piel. Azotaba a su fiel camello como mil látigos trenzados. El animal se detuvo y se negó a avanzar. El comerciante cayó del camello y se arrastró hasta una duna cercana. Allí cavó un hoyo y se metió en su profundidad. Sobre él, el viento aullaba su interminable canto de rabia y dolor.
Al llegar los primeros rayos de luz matutina, la tormenta había pasado y el comerciante salió de su escondite. Buscó desesperadamente su mercancía y a su camello. No estaban por ningún lado. Entonces, trató de encontrar el camino hacia Mar-Kasha. La tormenta lo había hecho desaparecer. Se arrastró hasta la siguiente duna más cercana y echó un vistazo a su alrededor; lo único que se veía era un enorme océano de arena. Pensando que si cambiaba de perspectiva podría encontrar esperanza, abandonó esa duna y escaló hasta otra. Encontró lo mismo. Mientras tanto, el sol se elevó en lo alto del cielo. Pronto el comerciante empezó a sentirse sediento, pero no tenía agua. Su estómago rugía de hambre, pero no tenía comida. Esa noche, se estremeció bajo el frío manto de estrellas del desierto.
A la mañana siguiente, sus labios estaban agrietados y su lengua inflamada. Pensó en su familia y en cuánto le necesitaban para obligarse a sí mismo a escalar una duna más. Tras no encontrar más que arena, supo que su vida estaba llegando a su final. Lo que el pobre comerciante no sabía, lo que no podía saber de hecho, era que el Oasis de Kahlid el bueno estaba a tan solo una hora de camino hacia el este. El Oasis de Kahlid había sido bendecido con el agua más pura del desierto y Kahlid era conocido por tener el corazón más generoso jamás visto. Kahlid recorría las dunas de forma periódica en busca de viajeros extraviados. Justo cuando el comerciante estaba a punto de cerrar sus ojos por última vez, Kahlid dio con él. Descendió de su duna, recogió al comerciante con sus fuertes brazos, lo acostó sobre la espalda de su camello y puso rumbo a casa.
De vuelta en el Oasis, Kahlid ofreció agua al viajero. Aquel bebió intensamente. Bebió y bebió. El agua calmó su sed y le permitió hablar: —“Usted debe ser Kahlid el bueno”, exclamó, “me ha salvado cuando la muerte me estaba agarrando del cuello”. Kahlid le respondió: —“Era la voluntad de Dios que viviese. Ahora beba, beba un poco más. Seguro que no ha bebido lo suficiente”. —“Le doy las gracias, pero he bebido todo lo que necesitaba. Ahora lo que tengo es mucha hambre y estoy cansado. ¿Podría comer algo y tumbarme en algún lugar?”. —“¿Comer? ¿Cómo puede estar pensando en comer?”, estalló Kahlid. “No hace mucho estaba muerto de sed. ¡Beba!”. Mientras decía esto, alzaba la bota de agua hacia el hombre. El comerciante apartó la cabeza y el agua se desparramó por el suelo. Esto convenció a Kahlid de que el sol del desierto había causado estragos en la mente del comerciante. Sin perder un instante, Kahlid cogió en brazos al comerciante y lo arrastró hasta la parte más honda de su manantial. Comenzó a meter la cabeza del viajero en el agua. El hombre trataba de resistirse, mientras jadeaba y se ahogaba. Tragó una gran cantidad de agua, mientras Kahlid observaba complacido. Una y otra vez metía con fuerza la cabeza del comerciante en el agua del manantial, hasta que las fuerzas de este empezaron a flaquear. Esto alarmó a Kahlid sobremanera, de modo que decidió mantener la cabeza del hombre bajo el agua durante más tiempo para asegurarse de que bebiera.
Al final, el comerciante se desvaneció. Murió. Las lágrimas recorrían las mejillas de Kahlid el bueno mientras cargaba con el cuerpo del viajero hasta un lugar apartado del Oasis, donde Kahlid cavó una tumba y enterró al hombre. Rezó algunas plegarias y cubrió el agujero con tierra y piedras. No era la primera vez que enterraba a alguien. Al terminar, Kahlid volvió al Oasis. Allí dispuso a su camello y tomó camino hacia el desierto de nuevo, murmurando entre dientes: “Agua, necesitan agua”.
La cosa es muy sencilla: si te identificas con Kahlid el bueno y eres capaz de sentir la angustia a la que estaba sometiendo al viajero, eres paternalista. Pero no te preocupes, ¡al menos te has dado cuenta! Ahora toca arreglarlo.
¿Cómo evito el paternalismo?
La pregunta que sigue es más compleja: ¿cómo mantener el equilibrio entre cuidar de aquellos de quienes somos responsables o a quienes amamos (lo ideal sería que esto se diese junto) sin cruzar la delgada línea del paternalismo? Además de fomentando el cuidado mutuo y el compañerismo, practicando siempre, siempre, la escucha activa. Solo estableciendo con las personas a las que cuidamos una relación real, personal, sincera y respetuosa, de auténtica amistad, es posible llegar a conocer dónde están los límites que ponen en peligro las libertades del otro. Esto no se hace de la noche a la mañana, requiere mucho tiempo y esfuerzo. Sin embargo, si no estamos dispuestos a esto, es mejor que nos dediquemos a otra cosa y que dejemos esta tarea en manos de aquellos que estén preparados para comprometerse con una filosofía del cuidado en el envejecimiento libre de edadismo, capacitismo y paternalismo.
No quiero despedirme sin compartir con los lectores una de mis típicas preguntas/reflexiones molestas: si somos casi siempre las mujeres las que nos encargamos de los cuidados de las personas mayores, ya sea en el contexto formal o informal, también somos nosotras las que desarrollamos esta actitud discriminatoria con más frecuencia. ¿No deberíamos, entonces, emplear la palabra maternalismo en lugar de paternalismo?