Mi casa, mi refugio: identidad, seguridad y dignidad en la vejez
Algunas cuestiones parecen tan obvias que tendemos a darlas por hecho. Una de las más básicas es disponer de un lugar donde vivir. No me refiero a cualquier lugar, sino a un lugar digno, un lugar que podamos llamar hogar. Un hogar es más que un techo, más que una puerta con cerradura y cuatro paredes, más que un espacio donde guardar nuestras cosas. La vivienda, donde conformamos el hogar, es también una extensión de nuestra identidad, un espacio de seguridad y un refugio emocional. Como me decía una señora, “mi casa es mi cobijo”. Esto, que ya es importante para cualquier persona, lo es aún más para quienes añaden años a su vida.
Uno de los primeros conceptos que ayuda a entender esta importancia es el de espacio personal. Robert Sommer, en su obra Personal Space: The Behavioral Basis of Design, ya planteaba (allá por 1969) que los seres humanos necesitan controlar un pequeño entorno alrededor suyo para preservar su equilibrio psicológico. El control espacial, el de nuestro entorno inmediato, sería parte esencial de nuestro bienestar emocional y psicológico.
En esta línea, el geógrafo J. Douglas Porteous describe tres beneficios que se derivan de la apropiación y control del espacio que consideramos (a partir de entonces) propio: seguridad, identidad y estimulación. Estos elementos conformarían lo que denomina las satisfacciones territoriales y que en la vivienda, se expresaría de múltiples maneras: desde tener la llave de la puerta hasta poder decidir qué objetos nos rodean o cómo organizamos el salón (qué importante es esto, aunque pueda no parecerlo). La personalización del espacio —colgar un cuadro, elegir una colcha, pintar las paredes— es una afirmación silenciosa de nuestra existencia, una forma de decir: “esta soy yo”. Y cuando nos impiden hacerlo, sentimos que nos anulan. Puede llegar a doler de una forma casi física. O, como mínimo, deprimirnos. No es igual de importante para todas las personas, claro, pero la personalización del espacio en distinto grado es importante para todos los seres humanos. Privarnos de ello es cruel.
La dimensión espacial y su intersección con el concepto de hogar cobra una dimensión crucial cuando hablamos de personas mayores. A medida que disminuye la movilidad, los ingresos o las redes sociales, incluso la “obligatoriedad” de salir (por el trabajo, por ejemplo) la vivienda adquiere un papel central: es donde pasamos más tiempo, donde construimos rutinas que nos sostienen, y donde podemos —si se dan las condiciones— seguir siendo nosotros mismos.
La seguridad, por su parte, no es solo física (una vivienda en buen estado, sin barreras arquitectónicas que nos pongan en peligro o nos impidan movernos), sino también psicológica. Rapoport, antropólogo, señalaba que el simple hecho de que un extraño se acerque a nuestra vivienda puede generarnos estrés. Por eso nos asusta tanto que entren en casa y por eso triunfan determinados discursos del miedo; no es tanto que nos roben lo que tengamos (sin negar su importancia) como que violen nuestro espacio privado. Tener control sobre quién accede a nuestra propia vivienda es un componente básico de la percepción de seguridad.
Y si la vivienda aporta seguridad, también favorece la identidad. No solo porque refleja quiénes somos o cómo nos vemos, sino también porque proyecta cómo queremos ser vistos por los demás. Clare Cooper, en The House as a Symbol of Self, plantea que la vivienda actúa como un símbolo del “yo”: muestra cómo nos representamos hacia dentro (hacia nosotros mismos) y hacia fuera (hacia los demás). A veces esto se traduce en las plantas que elegimos poner en nuestra ventana (si es que podemos ponerlas), en los adornos que elegimos en el interior, en la manera en que “abrimos” (o no) nuestras puertas al vecindario. Hasta el felpudo que elegimos tiene un significado.
Algunas culturas tienden a volcarse más hacia lo privado; las mediterráneas son más dadas a entender el barrio como una extensión del hogar. En muchas ciudades españolas, las relaciones sociales que se tejen en la escalera, en el portal o en la plaza son casi tan importantes como lo que ocurre dentro de casa. De algún modo, el barrio se convierte en una extensión del hogar, y perderlo —por un traslado forzoso, por la gentrificación que nos expulsa, por no poder pagar el alquiler— puede llegar a suponer un gran golpe psicológico y sentirse como una forma de desarraigo vital.
Esto se vincula con lo que muestran diferentes estudiosos sobre cómo las personas organizan su percepción del espacio (mapeo cognitivo), desde Throwbridge hasta Kevin Lynch. Según Porteous, tendemos a ver el mundo de forma domicéntrica: el hogar es el punto de referencia desde el cual interpretamos todo lo demás. Es nuestro centro de gravedad, por así decirlo. Como dice este autor, “el hogar es un refugio seguro para el individuo que se ve obligado a salir a diario más allá de sus límites”; un lugar que nos resguarda de un mundo que, a menudo, valora más los papeles que desempeñamos que lo que somos. Como les digo a mis alumnos, lloramos con más tranquilidad en el interior de nuestra vivienda que en mitad de la calle. Necesitamos un espacio en el que expresar nuestra vulnerabilidad.
En este sentido, la propiedad o el control estable de una vivienda no solo garantiza un espacio físico, sino también derechos simbólicos: a estar solo, a decidir, a tener privacidad. De ahí la angustia que generan situaciones como los desahucios, los alquileres inestables o las residencias masificadas sin posibilidad de personalización. Pensemos, por ejemplo, qué sucede en nuestro interior si no podemos decidir cerrar nuestra puerta o si se comparte habitación sin posibilidad de intimidad.
El espacio privado —su calidad, su accesibilidad, su estabilidad— es un determinante clave de la salud y del bienestar. Y es, también, una condición para ejercer derechos. Por eso importa tanto hablar de vivienda cuando hablamos de envejecimiento. Porque el envejecimiento no es solo un proceso biológico, sino también una experiencia peronal y, por ello, espacial. No envejecemos en abstracto: envejecemos en casas concretas, en barrios con nombre, en habitaciones con luz o sin ella.
La vivienda de las personas mayores no es solo garantizar un techo: es permitir que conserven su autonomía, su identidad y su dignidad. Es permitirles tener un refugio desde el cual seguir habitando el mundo. Lo mismo que querremos los demás el día de mañana.