Vuelvo con uno de los temas que más me apasiona cuando pienso en el concepto “envejecer en sociedad”. Para comenzar este post, la primera cuestión sería definir qué significa el apego al espacio. Pero antes de eso, me gustaría invitarte a una pequeña reflexión: ¿por qué importa el lugar en el que vivimos?
Puede parecer una pregunta abstracta, pero en realidad toca algo muy cotidiano. El lugar que habitamos no es solo un punto en el mapa: suele ser parte importante de nuestra identidad. Muchas veces lo mencionamos casi como una carta de presentación: “Soy del barrio de toda la vida”, “Me crie en (tal sitio)”. Nos sentimos orgullosos (o no) del lugar donde vivimos, pero ese es un sentimiento que moldea nuestras relaciones, nuestro modo de vida y hasta nuestras aspiraciones. Consideramos que el lugar de donde somos nos conoce tanto como conocemos nosotros ese espacio.
Pero incluso cuando no nos gusta, ese lugar forma parte de nuestra biografía. Es el escenario de nuestras experiencias, de los recuerdos con quienes ya no están, de los días buenos y de los días malos. El espacio no es neutro: es emocional, simbólico, apoyado en la práctica cotidiana. El espacio se construye y, al menos en parte -yo diría que en gran parte-, nos construye.
Desde pequeñas lo entendemos intuitivamente: sabemos que Shakira es de Barranquilla o Messi de Rosario, y asumimos —con razón— que esos lugares han moldeado quiénes son, que por poco que fuera algo han tenido que ver en quienes son. El entorno influye en cómo vemos el mundo, cómo nos relacionamos y cómo interpretamos la vida. No siempre en un sentido positivo, puede ser.
Desde una perspectiva más estructural, el lugar donde vivimos también tiene efectos concretos sobre cómo envejecemos. Los barrios, los pueblos, las ciudades: ninguno es “inocente” ante la desigualdad del buen (o mal) envejecer. Hay territorios que cuidan, que sostienen, y otros que excluyen o abandonan. Envejecer en un lugar u otro no es lo mismo y afectará en gran medida a la calidad de nuestro envejecimiento.
Aquí entra en juego el concepto de apego al lugar (place attachment), que se refiere al vínculo emocional profundo que las personas desarrollan con los espacios que habitan, especialmente con el barrio (un espacio subjetivo, que no necesariamente coincide con lo que nos dicen los límites del mapa o con los límites administrativos). Este concepto es fundamental para entender el deseo de muchas personas mayores de envejecer en su entorno habitual, un fenómeno que se conoce como ageing in place (envejecer en el lugar, envejecer en casa).
En un par de artículo que publicamos (mi queridísima Mavi y yo) hace unos años (este y este) analizamos este tema a partir de entrevistas a personas mayores en la ciudad de Madrid. En nuestros análisis mostramos cómo el apego al barrio no solo se basa en la costumbre, sino en una conexión afectiva, cargada de significado y de memoria. Como dice una de las entrevistadas: “Las piedras me conocen”, que me parece de verdad una de las formas más bonitas de expresar la relación entre las personas y el entorno en el que crecen, de modo que parece que nuestro entorno nos conoce tanto como nosotros a él. Lo resumimos de esta manera: “El apego al lugar implica una relación íntima con el entorno físico y social, una experiencia encarnada que va mucho más allá de la utilidad o la proximidad. Es un vínculo cargado de historia, emociones y sentido de pertenencia” (Lebrusán & Gómez, 2022).
Este tipo de apego es especialmente fuerte en contextos como el español, donde las redes vecinales y familiares tienen un peso importante en nuestra vida cotidiana. No se trata solo de estar cerca de servicios o de vivir en una casa (o entorno) conocida. Se trata de pertenecer. De formar parte de un entramado de relaciones, de ser saludada al pasar, de saber quién vive en cada portal, de tener un banco en el que sentarse y que sea tu banco. Solo así la expresión “nos vemos donde siempre” tiene sentido.
Pero este deseo de permanecer en el barrio y la capacidad de hacerlo no puede darse por sentado. Envejecer en el lugar depende de múltiples factores: accesibilidad, seguridad, disponibilidad de servicios (y comercios) de proximidad, transporte, redes de apoyo, y también de políticas públicas que reconozcan el valor de estos vínculos y que permitan que existan.
En las entrevistas que dieron lugar a nuestro análisis, muchas personas mayores expresaron temor a tener que dejar su barrio si las condiciones cambian, si los servicios desaparecían, si se encarecen los alquileres, si el vecindario se transformaba tanto que dejaban de encontrar su lugar en él. Y esa pérdida no es solo física: es emocional, es una forma de desarraigo. Pasas a ser un extranjero en la tierra que te vio crecer (o envejecer). Cuando escribo “si”, léase cuándo. Porque la realidad es que ha pasado a ser una realidad (opresiva, terrible, excluyente) que caracteriza nuestras ciudades, ciudades que parecen traicionar al vecino al tiempo que quieren abrazar a unos turistas que no conservarán su interés más que unos días (otras ciudades que visitar, que conocer, que marcar en el listado de opciones). Ya, no todas las personas compartirán esta visión, pero a mi cada día me pesa más.
Desde mi perspectiva, hablar del apego al barrio en la vejez no es una nostalgia romántica: es una cuestión de justicia social. Es pensar en cómo garantizar que las personas puedan envejecer con dignidad, no solo en sus casas, sino en sus lugares, en sus entornos conocidos, significativos, y que además estos sean amables al cambio de necesidades que nos acompañará a todos. Me parece terriblemente injusto que ciertos barrios parezcan ser edadistas, clasistas, que expulsen a unos en el intento de atraer a otros.
Posiblemente, y hasta donde llega mi conocimiento como socióloga urbana, este apego no se construye igual en todas las culturas. En los países del sur de Europa y América Latina (aunque indudablemente no de forma exclusiva), este vínculo suele ser más profundo, más denso. Porque la vida cotidiana —las relaciones, los cuidados, los afectos— se vive (se construye) más en el espacio público, en el bar de la esquina, en el mercado, en el portal.
En estos contextos, el barrio es más que un entorno físico: es una red de sentido. Es comunidad. Es historia compartida.
Por todo lo anterior, quisiera apuntalar que cuando pensemos en envejecimiento activo o saludable (esos conceptos discutibles), necesitamos recapacitar sobre qué implica el concepto de ciudades y barrios capaces de cuidar a quienes viven en ellos. Barrios, entornos, que reconozcan el valor del arraigo y permitan su desarrollo, primero, y su pervivencia, después. Que fomenten la continuidad de los antiguos a la vez que fomentan la inclusión de los más nuevos (intergeneracionalidad, bienvenida seas). Porque el apego al barrio y el deseo de permanencia no deberían ser un privilegio, sino un derecho. Para eso, tienen que ser posible seguir viviendo en él a través de una buena conservación de sus calles y mobiliario urbano, disponibilidad de accesibilidad real y espacios compartidos, evitando subidas de precios (alquileres, comercios) que nos permitan no solo pertenecer, sino permanecer.