A veces parece plantearse la abuelidad como sinónimo de vejez, incluso para quienes nunca tuvieron hijos. En estas visiones, la abuelidad (eso que te hacen, que puedes o no desear, pero sobre lo que no decides) se plantea como una etapa de plenitud, de ternura y de transmisión de experiencias, de vivencias. De amor. La planteamos tan idílica que nos imaginamos abuelas tejiendo jerséis a la par que hornean algún delicioso pastel y, si te descuidas, hacen jabón casero que (imagino) remueven con un pie libre. Abuelidades preciosas y dedicadas, plenas, que sin embargo no recogen, ni mucho menos, todos los perfiles de abuelidad o los distintos grados de implicación deseados y deseables.
Conozco abuelidades ausentes, difusas, de las que huyen de los nietos o no reconocen a estos como partes constitutivas de su ser, igual que conozco madres que en cierto momento pasan página de sus hijos. Las manifestaciones de los amores y de las relaciones familiares son infinitas y diferentes, aunque nos empeñemos en meterlas en una caja de uniformidad, que nos impide comprender las situaciones y experiencias. Qué poco sabemos de las vidas de los otros en realidad.
Si existen abuelidades casi inexistentes o huidizas, también existen abuelidades que son sinónimo de sobrecarga. De personas que ya acumulan años y tareas que no se terminan nunca. Porque, para algunas personas (mujeres) al cuidado de hijos e hijas —que rara vez cesa del todo— se suma, más adelante, el cuidado de nietos y nietas. Hablo de los cuidados activos, los que constituyen base de la vida de los otros y los que resultan imprescindibles para su supervivencia. Hasta para la supervivencia del sistema económico.
Algunos de estos abuelos entregados cuidan, además, de sus propios padres o madres, ya nonagenarios. Personas muy mayores, que a su vez son cuidadas por otras personas también mayores, muchas veces mujeres que ya han superado la edad legal de jubilación. En ese entrelazado vital (cuidando de los de arriba y de los de abajo), llega también, en algún momento, el cuidado de las parejas, con menor esperanza de vida, con enfermedades crónicas o con dependencia. Y así, la vejez —que tantas veces imaginamos como un retiro o una pausa— se convierte, para muchas personas, en un nuevo pico de responsabilidades a veces abrumadoras.
Las tareas de cuidado son complejas y tienen un coste físico y emocional. No se limitan a “hacer compañía” o “echar una mano”. Exigen presencia, disponibilidad, fuerza. Exigen una carga mental constante: saber qué medicamentos tocan hoy, estar pendientes de citas médicas, gestionar disgustos escolares, hacer comidas saludables, llevar y traer. A esto se suma, muchas veces, el coste logístico de la movilidad: largos trayectos en transporte público o coche, pasar horas de desplazamiento en un trasporte público no si para llegar al hogar donde se necesita ayuda, cuadrar horarios imposibles. No son tareas “naturales”, aunque se normalicen. Es trabajo. Trabajo no remunerado, invisibilizado, feminizado casi siempre y muchas veces impuesto. Impuesto por los otros, por la costumbre del cuidar, por la necesidad de quienes queremos.
Como he señalado en otros posts previos, el envejecimiento poblacional suele abordarse desde un enfoque económico. Se habla mucho de la sostenibilidad de las pensiones, de los costes sanitarios, de la dependencia (mal asociada en exclusiva a la edad). Mucho menos se indaga, habla o investiga sobre lo que significa vivir más años desde un punto de vista relacional, afectivo, político. Como insisto, el aumento de la esperanza de vida es, en realidad, una victoria social. Pero ¿cómo organizamos esos años añadidos? O, mejor dicho, ¿cómo dotamos de contenido y sentido esos años que ganamos?
Una de las formas en las que se organiza, a veces desde fuera, desde el propio sistema que nos obliga a contribuir de múltiples formas, es a través del cuidado familiar. Y ahí entra en juego la figura o identidad (¿creada?) de los abuelos, y especialmente, las abuelas. La abuelidad, o como algunos han querido llamarla “abuelescencia”, es una etapa no elegida (uno puede decidir ser madre o padre, pero abuelo o abuela te hacen, normalmente sin preguntar) y que se ha resignificado por los cambios demográficos: vivimos más, por lo tanto, somos abuelos durante más tiempo; tenemos menos hijos, así que menos nietos reciben más atención de más abuelos durante más años. Es decir: más intensidad, más dedicación, más desgaste… y muchas veces, menos reconocimiento.
La investigación sobre abuelidad ha crecido en los últimos años, especialmente desde la crisis de 2008. Se ha puesto el foco en cómo el cuidado de los nietos permite a sus madres —y a veces a sus padres— mantenerse en el empleo. Se ha subrayado el papel crucial de las abuelas maternas en ese equilibrio precario entre trabajo y familia, en una sociedad que no ha resuelto su deuda con la conciliación. El cuidado de nietos y nietas se convierte así en el eslabón invisible que sostiene la productividad de las generaciones intermedias. Un soporte privado, silencioso, que suple el desmantelamiento o la insuficiencia de los apoyos públicos (a pesar de logros recientes).
En Europa, el 21% de los abuelos cuida de sus nietos varios días a la semana. En España, ese porcentaje asciende al 32%. Algunas veces lo hacen con gusto, claro. Pero no siempre. El “síndrome de la abuela esclava” no es una anécdota: es el reflejo de una desigualdad estructural que continua a lo largo de toda la vida. Es el agotamiento de quienes sienten que ya no tienen tiempo para sí mismas, que no pueden atender sus propias enfermedades o intereses, que cargan con una responsabilidad sin tener ni la autoridad legal ni el reconocimiento social que correspondería.
Cuidar a tiempo completo no es lo mismo que “estar cerca”. Y en ocasiones la cercanía geográfica no se traduce necesariamente en proximidad emocional, pero sí en disponibilidad sin límites. Algunas personas mayores llegan a abandonar aficiones, grupos sociales, tiempo de descanso o incluso tratamientos médicos para poder cumplir con lo que se espera de ellas como abuelos o abuelas. Otras veces lo hacen con alegría, pero incluso así, eso no elimina el esfuerzo.
La relación entre abuelos y nietos es valiosa, sin duda. Fortalece el desarrollo emocional de los niños, transmite historia, identidad, continuidad. Pero como toda relación, necesita condiciones: tiempo compartido, reconocimiento, respeto a los límites, apoyo institucional. Si no, la abuelidad corre el riesgo de convertirse en una forma de explotación dulce, disfrazada de amor incondicional.
¿Y si empezamos a pensar la vejez no como una etapa sin necesidades, sino como un momento con derechos? ¿Y si reconocemos que también en la abuelidad hay desigualdades —por clase, por género, por salud— que deberían importarnos? ¿Y si nos preguntamos por qué tantas tareas de cuidado recaen siempre sobre los mismos cuerpos, sobre los mismos hombros, a lo largo de toda la vida?
Los abuelos y abuelas son una red de seguridad emocional, práctica y económica para muchas familias. Pero no podemos seguir basando la sostenibilidad del bienestar en su sobrecarga. Necesitamos reconocer, redistribuir y cuidar el cuidado. Y también cuidar a quienes, después de toda una vida cuidando, siguen haciéndolo.