¿Somos capaces de responder a las necesidades de una sociedad envejecida?
Una de las preguntas que en ocasiones me plantean es si, como sociedad, estamos preparados para el aumento esperado de la proporción de las personas mayores en la sociedad (en 2050, 1 de cada 3 personas será mayor de 65 años en España) y el consecuente cambio demográfico (menos niños y niñas). Mi respuesta corta es que no. No, no estamos preparados, como sociedad, para este cambio. Sin duda, podríamos hablar de la propia dimensión personal (¿estamos preparados para nuestra propia vejez?) pero hoy me interesa centrarme en algunos aspectos de la estructura social, del sistema que nos rodea y nos da soporte, sin querer con ello ser exhaustiva, pero sí analizar algunas de las cuestiones que entiendo de mayor urgencia.
Sin plantearlo como un enumerado de culpas (porque tampoco creo que sea necesario, pues no nos resultaría útil) las instituciones no parecen estar listas para el denominado desafío demográfico. Podríamos resumir este desajuste señalando que la sociedad ha cambiado, tanto en su composición demográfica como en su funcionamiento, pero no así las instituciones públicas y administrativas, que se han quedado anquilosadas, estancadas y siguen pareciendo estar planificadas para una sociedad que ya no existe. Por sintetizarlo de otro modo, podríamos decir que las instituciones diseñadas en el siglo XX siguen organizando (o intentando dar respuestas a) las necesidades de los habitantes del siglo XXI. Esto no significa que no haya habido cambios de diferente magnitud. Uno, que el lector o lectora podría plantear sería el que concierne a la digitalización, por ejemplo. “Y los avances tecnológicos, ¿qué?”. Pues es verdad que hoy en día contamos con numerosos avances tecnológicos y que la digitalización parece imparable -a veces, incluso, en el sentido negativo- pero no significa que necesariamente se esté dando respuesta a las necesidades de esta población cambiante.
¿Por qué digo esto? Porque no todos los avances tecnológicos responden a una necesidad manifiesta o a un diagnóstico que así lo señale. Tampoco se realizan, tras las diferentes implementaciones tecnológicas, análisis de impacto (o procesos de estudio similares a los que se hace en la evaluación de políticas públicas) que nos permitan valorar si el cambio realmente mejora, por ejemplo, la calidad de vida de las personas usuarias. Esto hace que no nos estamos parando a investigar si esos desarrollos son: a) necesarios; b) responden adecuadamente al fin para el que estaban diseñados; c) pueden estar generando nuevos problemas (o desigualdades).
Por ejemplo, es bastante posible que en ciertas esferas se están impulsando avances tecnológicos que a priori puedan parecer muy útiles, pero sin detenernos a preguntar si tal respuesta tecnológica es la más eficiente (y no solo la más económica) o si, en esta fiebre “digitalizadora” se están dejando de lado aspectos sociales y humanos que deberían ser prioritarios. Ojo aquí con la confusión entre lo económico y lo eficiente: puede que, para una empresa, poner un contestador automático (de esos que te piden señalar un numerito en la pantalla de tu móvil mientras hablas y que no resulta fácil para todo el mundo) sea más económico que tener teleoperadoras/es, pero no necesariamente resulta más eficiente. Además, genera nuevas desigualdades, por ejemplo, en el acceso al servicio; la usabilidad o la accesibilidad digital, en ocasiones ni está ni se la espera.
Más allá de lo digital y de sus posibles efectos no deseados, podríamos hablar de la ausencia de una planificación a largo plazo (por esa primacía cortoplacista, asociada a los ciclos políticos, pero también a la urgencia de la sociedad en la que nos toca vivir) orientada a esta población cambiante. En esta línea, notamos una clara preferencia por el enfoque más reactivo (o paliativo) antes que por el preventivo: respondemos ante los problemas, pero no los evitamos, incluso cuando “sospechamos” que se pueden producir. Sin poner ejemplos dolorosos recientes, optamos más por responder cuando las cosas han sucedido que por desarrollar mecanismos que puedan evitarlos. De hecho, resulta difícil justificar el gasto en prevención, incluso. Hemos ensalzado eso de “no poner la tirita antes que la herida” olvidándonos, con ello, de planificar.
Un ejemplo sería eso tan citado del “envejecimiento saludable”. No nos preocupamos de ello hasta que, ¡qué cosas! pasamos el umbral de la vejez (o lo hace una parte cada vez mayor de la población) y, de repente, el envejecimiento saludable es un problema de primer orden. Un enfoque preventivo tendría en cuenta de que estamos ante una cuestión de ciclo vital: para tener un buen envejecimiento también necesitamos prestar atención a la situación en la que vive la infancia. ¿Cómo van a tener buenos envejecimientos quienes no cuentan con recursos suficientes en las primeras etapas de su vida? Prepararnos para la vejez del futuro supone preocuparnos por la infancia.
En esta línea, por supuesto, no debiéramos olvidarnos de la falta de recursos (motivo por el que los impuestos son necesarios), pero tampoco del propio desconocimiento en torno al envejecimiento (qué es, qué significa, qué necesidades plantea) o de las necesidades de conocimiento y capacitación que, en las instituciones públicas, necesitamos para dar un servicio adecuado a una población que envejece. Nuevas necesidades, nuevos desafíos, nuevas oportunidades. Nos hemos centrado en factores que tratan la vejez como un problema a resolver en lugar de considerar las verdaderas demandas (presentes, potenciales y futuras) de las personas mayores.
En línea con lo anterior, los prejuicios sobre la vejez siguen pesando mucho y a estos no son inmunes las instituciones, ni los diseños de las políticas, con una clara ausencia de la dimensión intergeneracional como un eje vertebrador. No nos acordamos de lo importante que son las relaciones intergeneracionales hasta que no llega la semana europea de la intergeneracionalidad. Si analizásemos el marco comprensivo que motiva estas decisiones y diseños, pareciera que sigamos atrapados en la imagen de la vejez de hace más de cuarenta años o cincuenta años, en la que, se entendía -siendo verdad o no-, envejecer significaba automáticamente entrar en una etapa de debilidad o fragilidad.
Resulta paradójica esta “no actualización” en el imaginario de lo que significa e implica la vejez (ser viejo, vieja, mayor), porque hemos aceptado los cambios en otras etapas de la vida, pero no así en la vejez. La juventud es más larga; la infancia es una etapa con una importancia en el ciclo vital y en la sociedad que (con todo lo que aún queda por trabajar) nunca tuvo hasta este momento. Sin embargo, seguimos, como sociedad, atados a una visión anticuada y negativa de la vejez. Desde esta perspectiva, sin una formación específica y la necesaria visión más amplia (y más real) desde las instituciones hacia los nuevos procesos de envejecimiento y hacia la nueva realidad social de la vejez, no seremos capaces de diseñar un sistema adecuado que permita un envejecimiento integrado y de calidad. Seguiremos dando respuesta a necesidades que dejaron de ser reales, pues diseñamos intervenciones que responden a necesidades de vejeces y formas de envejecer que ya no existen o que han dejado de ser mayoritarias y representativas. Sin un buen diagnóstico, sin un análisis certero de la vejez con una perspectiva de ciclo vital (no olvidemos; la vejez es también la etapa en la que eclosionan las desigualdades, realidad que debiera enfatizar el abordaje preventivo en etapas más tempranas) no podremos estar, como sociedad, preparados para una realidad más envejecida sin asumir que por ello seamos menos resilientes, por ejemplo, ante los cambios sociales.
Uno de los déficits fundamentales en esta no actualización del diseño del sistema (sí, así de amplio) es la negación (y anulación) de la agencia de las personas mayores. No se les pregunta, no se les incluye (apenas escasos planteamientos consultivos a partir de una representación derivada) y, por lo tanto, no se les deja ser parte de los procesos. Con estos materiales (poco adecuados, poco resistentes ante una realidad cambiante) y sin instrumentos actualizados, el futuro puede ser un tanto oscuro, reforzando la brecha relacional entre generaciones, obligando a “adaptarse o morir” en su sentido más literal a aquellas personas que no puedan seguir el ritmo. Esta es la conformación de una sociedad más desigual que no responderá a las necesidades de personas de ninguna edad.