La obsesión por el diagnóstico, ¿un obstáculo para la verdadera salud?
Leyendo el último libro de la neuróloga irlandesa Suzanne O’Sullivan, me he sentido empujada a reflexionar sobre la obsesión que nos persigue, a menudo, con los diagnósticos médicos. Y más, a medida que, con la edad, se acumulan los achaques y malestares. Quizá los mensajes que damos los medios de comunicación sobre la conveniencia de un envejecimiento saludable y perfecto no ayudan a concienciarnos de que, inevitablemente, los años se notan en el cuerpo. En La era del diagnóstico (editorial Ariel), la doctora O’Sullivan habla de todo ello con una visión lúcida que obliga a pensar.
Debemos interiorizar, quizá, que envejecer con salud no significa vivir sin molestias, sino aprender a distinguir lo que forma parte del proceso natural del organismo de aquello que realmente requiere atención médica. Y es que, como dicen muchos sanitarios, en las últimas décadas se ha extendido una especie de “hipervigilancia sanitaria”, una cultura que convierte cualquier síntoma, cansancio o variación en el organismo en una posible enfermedad.
No es que no se deban hacer intervenciones preventivas o cribados lógicos, ¡no! Es que quizá en ocasiones demasiada medicina, también mata. La tecnología médica que va mejorando —por suerte—, los chequeos rutinarios y la promesa de una vida sin dolor ni declive han contribuido a que el malestar cotidiano —una tos, el sueño fragmentado, el olvido ocasional— se perciba como una señal de alarma. El resultado es una espiral de escáneres, diagnósticos y medicaciones que, lejos de garantizar más salud, a menudo genera más ansiedad y más riesgo.
“Preferiría vivir hasta los ochenta con plenitud que llegar a los cien tomando un millón de medicamentos”, me decía O’Sullivan en una entrevista reciente. Su advertencia no va contra la ciencia ni contra los avances médicos, sino contra una deriva que confunde la prevención con la obsesión. En su consulta, la doctora ha visto cómo pacientes de todas las edades —y también mayores— llegan angustiados tras una batería de pruebas que no explica sus síntomas, pero que deja en ellos la sospecha de estar enfermos. “Valoramos tanto la juventud —comentaba— que tenemos expectativas poco realistas sobre los cambios de la edad”.
En los países desarrollados, el sobrediagnóstico y la polimedicación —de la que hablábamos ya en este blog— se han convertido en un problema. Según datos del Ministerio de sanidad, recordemos, más del 50% de las personas mayores de 65 años consumen de manera regular cinco o más medicamentos, y un 20% toma incluso diez o más principios activos diferentes al día. No olvidemos que cada pastilla añade posibles interacciones, efectos secundarios y costes, sin que siempre exista una revisión periódica que valore su necesidad. Y por supuesto, no es cuestión de dejar de medicarse cuando de ello depende nuestra salud, sino de introducir más revisión individualizada para cada caso.
La polimedicación no solo es un problema farmacológico, sino también un hecho que pone de manifiesto el frecuente exceso de diagnósticos. Un estudio del British Medical Journal, titulado Prevención del sobrediagnóstico: cómo evitar perjudicar a las personas sanas ya alertaba hace una década de que el sobrediagnóstico —la identificación de enfermedades que nunca habrían causado síntomas o daños relevantes— afecta a miles de personas. El cribado con límites cambiantes de lo que se considera “normal” (como en el caso del colesterol o la tensión arterial), y la búsqueda de enfermedades incipientes en cuerpos asintomáticos han creado una medicina que detecta más, pero no necesariamente cura mejor. Se explicaba también en el libro Overdiagnosed: making people sick in the pursuit of health (2012), de los doctores Gilbert Welch, Lisa Schwartz y Steve Woloshin.
En las personas mayores, este fenómeno tiene un impacto particular. El cuerpo envejecido presenta variaciones que son, en muchos casos, adaptaciones naturales, según me explicaba O’Sullivan. Algunos ejemplos: dormir menos horas, tener digestiones más lentas, notar rigidez o pequeñas pérdidas de memoria no siempre son signos patológicos. Pero cuando esos cambios se interpretan como fallos, se inicia una cadena: una prueba conduce a otra, un hallazgo casual —una pequeña mancha, un quiste en el riñón, una arritmia leve— genera un diagnóstico, y ese diagnóstico, casi inevitablemente, una receta. “El problema, —dice la doctora— es que hemos dejado de aceptar lo que es normal y lo que forma parte de la vida”.
La paradoja es que la intención de prevenir puede acabar produciendo más daño. La llamada “prevención secundaria” —las revisiones, los chequeos, las pruebas de imagen— salva vidas cuando está bien indicada, pero puede tener efectos colaterales cuando se aplica de forma indiscriminada.
Pongamos un nombre imaginario a un caso como los que expone la doctora O’Sullivan en su libro. María, una mujer de 74 años, acude al médico por un dolor leve en el pecho. Un electrocardiograma muestra una pequeña alteración. De ahí pasa a una resonancia, luego a un cateterismo. Todo resulta normal, pero el proceso la deja con ansiedad y una medicación preventiva para la tensión que antes no necesitaba. Dos años después, sufre mareos por hipotensión y toma otro fármaco para contrarrestar el primero. Como ella, miles de personas quedan atrapadas en este engranaje: pruebas que generan hallazgos y diagnósticos que, a menudo, acaban en nuevos tratamientos, que generan nuevos síntomas.
Las causas de esta dinámica son diversas. Una de ellas es el modelo de atención médica basado en la rapidez y la fragmentación, cuando los médicos de familia deben atender a múltiples pacientes en solo una hora. Así lo demuestra un informe de la OCDE, que recoge que solo el 4% de las citas médicas en España duran 15 minutos o más, muy por debajo del 47% de media que se registra en los Estados miembros, según recogía Redacción Médica. O’Sullivan lo apuntaba con claridad en nuestra conversación, “lo que realmente mejora la salud de la gente es el tiempo con un médico que escucha; cuando no tiene tiempo, lo más rápido es mandar un escáner”. Los médicos de familia, a quienes estimamos guardianes de nuestra salud integral, están desbordados. En este contexto, la tecnología se convierte en sustituto de la conversación clínica, y la receta, en sustituto del acompañamiento.
Otro factor es la presión social y mediática. La salud se ha convertido en un ideal. Y en ese sentido, las personas mayores, acostumbradas a confiar en la autoridad médica, buscan respuestas inmediatas ante cualquier síntoma. Pero también hay una cultura que los empuja a hacerlo: campañas publicitarias, promesas de longevidad eterna… La medicina preventiva, cuando se convierte en reclamo comercial, se confunde fácilmente con una industria del miedo.
Por eso, frente a todo ello, quizá debemos recuperar una relación más sensata con la salud: aceptar la imperfección, convivir con el cambio, reconocer los límites sin renunciar al cuidado. Saber que los pequeños cambios, a medida que cumplimos años, a veces son normales. A veces (no siempre, por supuesto), cuidar la salud no consiste en añadir, sino en quitar: menos pastillas, menos pruebas, menos miedo. Más tiempo, más escucha y más aceptación de lo que somos, incluso cuando envejecemos.