El aumento de la longevidad y de la urbanización en España nos conduce a una realidad imparable: la vejez del futuro será urbana, y las ciudades estarán más envejecidas de lo que están hoy. Para las personas mayores, la permanencia en el espacio conocido tiene numerosos efectos positivos y puede suponer el aspecto clave para una mejor salud y una mayor integración social. Sin embargo, para que todos estos beneficios sean posible, es necesario que las oportunidades de acceso a los bienes materiales y simbólicos ofrecidos por la ciudad sean equitativos para todas las personas a lo largo del ciclo vital. Esta es una afirmación que difícilmente podemos mantener si analizamos la configuración actual de nuestras ciudades.
Hace poco hablé acerca de si mi abuelo (con 94 años y de origen manchego, pero que adora Madrid hasta límites insospechados) tiene o no derecho a la ciudad. Algunas personas pudieron, tal vez y sin leer el contenido, pensar que yo, al plantear esa pregunta, se lo negaba. No, en absoluto. Reclamo el derecho de mi abuelo, como el de cualquier persona mayor, de cualquier persona con problemas de movilidad y de cualquier persona sin problemas de movilidad a poder participar en el uso del espacio urbano. A disfrutarlo, a usarlo, a aprovecharlo, pero no a sufrirlo. Mi reclamación es la de mirar la configuración y la conservación del espacio con ojos más sabios, más inclusivos, para que permitan la equidad en el uso de los espacios y no expulsen a nadie.
Por espacio urbano entendemos las plazas, las calles, los parques, las aceras anchas y las estrechas, los caminos que llevan a los edificios y a las tiendas. El espacio público es donde hacemos la vida, donde conocemos al otro y a nosotros mismos. Donde nos liberamos de la restricción de los espacios cerrados, pero contextualizados siempre por los derechos de los otros (porque mis derechos acaban donde empiezan los de los demás). El espacio público es donde podemos reunirnos, donde podemos relacionarnos, conocer a personas nuevas y reconocer a viejos amigos. El espacio público es un espacio en el que “ser”, de dominio y uso de todos y de todas, donde el paso no puede ser restringido por criterios de propiedad privada. O al menos, desde mi perspectiva, debería ser así.
Me preocupa que este espacio público quede limitado por el negocio; que la ampliación de las terrazas de los bares, las ferias o los tenderetes desplacen o limiten el uso de lo que es de todos. Esto no significa que no disfrute de las terrazas de los bares, las ferias o los tenderetes. Significa, simplemente, que me preocupa que las plazas y las aceras se vean invadidos por mesas de bar, por ejemplo, y que impidan el paso de las sillas de ruedas y de los carros de la compra. Me preocupa que tengamos menos bancos para así tener mayor espacio destinado a los asientos que sí producen dinero, porque se asocian a la consumición. Me preocupa que sigamos una tendencia hacia la disminución de bancos por hectárea, bancos que son también parte del espacio público, que son de todos y de todas, donde puedes sentarte a descansar y a conversar con una persona desconocida. El problema con el espacio de las terrazas es que son privadas: si no consumes (porque no te apetece, porque no tienes dinero) no puedes utilizarlo. Y eso, claro, genera una desigualdad sobre el derecho al espacio. El tipo de relaciones que creas en ese espacio público privatizado será, por fuerza, diferente, en tanto que expulsa ciertos usuarios y sigue normas estrictas de uso. En un banco se sentarán unos niños solos, una señora pobre, un transeúnte cansado, un señor mayor a mirar a la gente pasar. No sucede así en las terrazas de los bares. Me preocupa que se nos olvide la utilidad de los bancos en los espacios públicos y de lo mucho que hemos vivido en ellos. Los bancos son escenarios de primeros besos, y también de últimos. Los bancos son espacios que reunifican a abuelos y a nietos, que nos unen a desconocidos y donde las madres (y cada vez más padres) hablan sobre los avances escolares de sus hijos. Los bancos son parte de nuestra historia personal (¿quién no ha llorado o reído sentado en un banco del espacio público?) pero sobre todo de nuestra cultura. La cultura mediterránea mira hacia la calle, busca el espacio abierto y la reunión social en la plaza, en la calle, en el banco. Planteamos soluciones con nombres atractivos, como la ciudad de los 15 minutos, olvidándonos de la ciudad mediterránea, y no somos capaces de reclamar un espacio tan nuestro como es el banco.
La ciudad contemporánea, sin embargo, parece estar obviando el papel de los bancos en el espacio urbano. De hecho, cuanto más céntrico el barrio, menos espacio público para sentarte y más espacio ocupado por lo privado. Lo demostraba con un gráfico y un mapa un compañero de profesión, José Ariza de La Cruz:
Los datos son bastante evidentes y obvios: en los barrios más céntricos de la ciudad de Madrid parece haberse primado un uso (el económico) frente a otro (el público). Sin estar en contra de la presencia de terrazas en la vía pública, sí que creo que su ocupación de la vía pública debe hacerse con mesura. Es, sin duda, necesaria una profunda reflexión por parte de las administraciones, pero también por parte de la ciudadanía para que reclame qué tipo de ciudad quiere ser. En una ciudad donde ya predomina el uso del coche, ¿qué vivencia del espacio público podremos tener si inundamos las calles con terrazas o privatizamos el espacio mediante distintas actividades? Cuando decidimos ocupar una plaza con una actividad económica, ¿qué sucede con las personas mayores que tomaban el sol por la mañana en los bancos del área? ¿Qué sucede con los niños que jugaban en ese espacio a la salida del colegio? El espacio público es el espacio donde se lucha contra la soledad y la desigualdad.
Recuperar el espacio de la ciudad también es cumplir el derecho a la ciudad y también es hablar de integración social.