Los gestos y decisiones que transforman la vejez: pequeñas (o grandes) revoluciones
Sussy tiene 64 años y hace cinco que decidió marcharse de Barcelona a la aldea donde vive su madre, Sobredo do Courel, en Galicia, con solo doce habitantes. Después de 44 años trabajando en una empresa, la despidieron de forma improcedente y se animó a intentar una relación sentimental que había iniciado en el pueblo, y a la vez, cuidar de su madre, que necesitaba ayuda a sus 91 años. Cambió de ciudad, de amistades y de vida. Tomó las riendas de este nuevo momento vital.
Teresa, con 70 años, cuenta cómo se plantó y dijo ‘no’ ante una situación compleja que la empujaba a un rol que no quería asumir. “Tuvimos que forzar a mi hija a encontrar una solución para cuidar a mis nietos cuando se separó”. Decidió dar un paso, marcar un límite y empoderarse para ser abuela de otra manera, distinta a la que impone el mandato social, como hemos contado en otras ocasiones en Miradas de la Longevidad.
Mari Escuder, de un pueblo de Castellón y llegando a la sesentena, se convenció para abandonar los tintes y empezar a lucir su color de pelo real, unas canas que muestran en su aspecto -ahora ya si ningún pudor- el paso de los años. “Me veo muy bien, aunque algunos me digan que me he puesto 10 años encima”. No escucha opiniones ajenas basadas en convencionalismos porque tiene claro que este cambio le aporta comodidad, coherencia y una forma de vivir el envejecimiento alineada con sus valores.
Lola, con 70 años, se divorció hace más de una década tras 42 años de matrimonio y cuando se acercaba a la edad de jubilación. “Fue una de las mejores cosas que he hecho en mi vida”, me confesaba en una entrevista. “Yo necesitaba volar, y ahora lo hago”, relata. Es un testimonio sobre el divorcio gris al que cada vez se atreven más personas mayores -según las estadísticas- cuando la relación de pareja no aporta la estabilidad y vínculo que se desea, antes de llegar a la última etapa vital.
Son ejemplos de decisiones que, en algunos casos, son grandes y visibles y, en otros, más discretas, pero todas reflejan una valentía para afrontar los escenarios, cuerpos y circunstancias que se presentan cuando ya se ha recorrido gran parte del camino vital. Lo son también gestos como empezar a hacer ejercicio, apostar por nuevas amistades más acordes con los propios intereses, empezar a hacer senderismo, explorar una nueva aplicación de citas sénior o apuntarse a un curso de idiomas. Muchas veces, esos cambios, aparentemente menores, acaban traduciéndose en una revolución íntima que determina cómo se vivirán los años siguientes.
Esos actos son una forma de ejercer la libertad, la autonomía y la afirmación personal en la madurez avanzada. Y se necesita esa rebeldía para combatir el guion que se nos impone en esta fase vital. Se tiende a pensar que los mayores deben cuidar a sus nietos, estar disponibles siempre para los suyos, ser prudentes, ser discretos, ser agradecido, ser “entrañables” como se suele escuchar… No se puede pretender que la edad convierta a las personas en ese cliché, y contra él podemos luchar con firmeza, con pequeños o grandes gestos como los que mencionábamos.
Autoras como Rosa Montero han reivindicado una vejez lúcida y empoderada para luchar contra esos estereotipos. “Lo peor no es que se te arrugue la cara, sino las ideas”, decía la escritora en una entrevista reciente. Margaret Morganroth Gullette, escritora e investigadora, en su libro Aged by Culture argumenta que “envejecer” empieza no solo en los genes o en el cuerpo, sino en la cultura que nos empuja hacia la obsolescencia, la invisibilidad o la penalización del paso del tiempo.
Empoderarse con las acciones a medida que envejecemos no significa sucumbir a la obligación de cuidarse para “mantenerse joven”, sino a actuar libremente según la propia personalidad, valores, comodidad, necesidad e intereses -sin necesidad de caer en el egoísmo ni el individualismo-. Hay una diferencia evidente entre ese mandato de perseguir el buen aspecto para seguir los cánones actuales y el deseo real de seguir siendo visible, activo, valorado y una persona con plenos derechos y facultades. Como mencionábamos, aceptar las canas es uno de esos actos, sí… pero puede serlo también hacer ejercicio por el placer que representa, comer sin culpas -cuidándose, pero disfrutando de los pequeños placeres-, vestirse siguiendo la personalidad propia, sin obedecer a colores o formas “no aptos” para mayores…
En esta etapa de la vida, aprender a decir ‘no’`, también se puede convertir en una herramienta importante y valiosa para el autocuidado y la afirmación. Porque envejecer también puede resultar más satisfactorio cuando implica proteger el espacio y el tiempo propios, como contaba en una entrevista la psicóloga y divulgadora Patricia Ramírez. “A los mayores les diría que la mayoría han dedicado gran parte de su vida al cuidado de otras personas, de sus padres, de sus hijos, y que es el momento del autocuidado. Eso supone hacer hueco en la agenda y recordar que también poseen una vida propia. Si son independientes cognitiva y físicamente, que traten de conservar esa independencia”, aconsejaba.
Se espera también de los mayores que sean pasivos, porque quizá subyace la idea de que tienen “la vida hecha”. En cambio, la curiosidad se revela como uno de los más preciados ingredientes para mantener una mente lúcida. Pere Quintana, farmacéutico con 108 años, nos contaba estos días en La Vanguardia que esta curiosidad le mantiene despierto. “Cuando uno se interesa por lo que pasa, no envejece por dentro”, afirmaba. Y no solo funciona la curiosidad por lo que sucede a nuestro alrededor, sino también los aprendizajes de nuevos contenidos y nuevas maneras de vivir. Aprender a estar solo, a viajar de otra forma, a usar las nuevas tecnologías, a entender a los más jóvenes o alguna nueva habilidad, regenera la mente y es otro de esos gestos que se rebelan contra el edadismo de la sociedad.
De la misma manera, romper esquemas en el ámbito de la sexoafectividad es otra manera de reivindicar la valía de esta última etapa vital, y puede suponer una auténtica revolución. Como decíamos en este blog hace unas semanas, el placer y el deseo no se jubilan, y hoy, una persona de 60 o 70 años puede divorciarse, flirtear, abrir su relación de pareja, vivir feliz en una relación de más de 50 años de amor, o disfrutar de la soltería más plena, como reivindica la psicóloga estadounidense Bella DePaulo, defensora de la idea de la soltería como fantástica opción para envejecer, gracias a los vínculos estrechos de amistad, que sostienen en comunidad ante las dificultades.
En definitiva, vivir de forma libre y consciente en este escenario actual de la nueva longevidad, puede suponer un cambio de paradigma, tanto a nivel personal como colectivo. Ahora, los mayores, ya no son “abuelos”. Son un colectivo heterogéneo, con mucho que decir en comunidad y con mucho que vivir individualmente, en los años que les quedan por delante. Cada gesto de libertad en la vejez, es una batalla ganada al edadismo y a los clichés.